El genocidio del 2 de octubre de 1968 fue el preludio de muchas otras atrocidades. De ese inefable molde matricial emergieron la masacre estudiantil del 10 de junio de 1971, planeada desde las entrañas mismas del aparato gubernamental y ejecutada por el grupo paramilitar de “Los Halcones”; la “guerra sucia”, documentada, entre otros textos oficiales, en la histórica recomendación 26/2001 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos; y las matanzas de Aguas Blancas, El Charco, El Bosque y Acteal.

De todos esos actos barbáricos, el que tuvo una gran trascendencia internacional fue el ataque a mansalva perpetrado el 22 de diciembre de 1997 en contra de 45 indígenas tzotziles cuando se encontraban orando en la ermita de Acteal, Chiapas, de los cuales el grueso eran mujeres y niños. Ello se debió a la difusión que tuvo una demanda promovida por un grupo de sobrevivientes ante una corte estadounidense en contra del ex presidente Ernesto Zedillo.

Invocando dos ordenamientos poco conocidos en México, The Alien Tort Claims Act (Ley de reclamación de daños causados en el extranjero) y The Torture Victim Protection Act (Ley de protección a las víctimas de tortura), los demandantes denunciaron que el entonces ocupante de Los Pinos ordenó la puesta en marcha del Plan de Campaña Chiapas con el fin de aplastar al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, calmar a los mercados financieros y demostrar quién tenía en sus manos la gobernabilidad y el control del territorio nacional,

En la demanda se consignó que dicha estrategia bélica de contrainsurgencia descansó, entre otros ejes fundamentales, en el proceso de creación, entrenamiento y protección de agrupamientos de paramilitares encargados de generar un clima de terror e inseguridad. Uno de esos grupos de sicarios recibió la encomienda de ultimar a las víctimas orantes haciendo gala de una saña inaudita. La máxima expresión de la maldad que envolvió a esa inaudita acción homicida fue la extracción y el inmisericorde sacrificio de bebés alojados en los vientres maternos.

No obstante la extrema gravedad de estas imputaciones, en el 2011 la Cancillería envió una nota diplomática al Departamento de Estado de los Estados Unidos solicitando que se otorgara al ex presidente el beneficio de la inmunidad soberana, lo que  surtió los efectos apetecidos pues el juez dio por terminado el juicio. Así pues, personeros del Estado mexicano propiciaron la impunidad y colocaron a los denunciantes en un absoluto estado de indefensión jurídica.

A la fallida vía procesal en comento se sumó la presentación de una queja ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, misma que fue sistemáticamente desdeñada a lo largo de 14 años por las administraciones de Fox, Calderón y Peña Nieto aduciendo que se trató de un conflicto entre poblaciones indígenas.

Tal postura, a todas luces perversa y mentirosa, acaba de ser abandonada por el régimen de la Cuarta Transformación. En días pasados, los medios dieron cuenta del compromiso formalmente establecido por Alejandro Encinas, Subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración, ante un grupo de víctimas de la masacre, en el sentido de que el Estado asumirá la responsabilidad plena, por acción y por omisión, en relación al trágico suceso ocurrido hace casi 22 años.

El hondo significado del pronunciamiento de Encinas fue puesto de relieve por Patrocinio Hernández, vocero de la organización indígena “Las Abejas”: “Esta promesa es muy importante para nosotros porque cuando el Estado reconoce que la masacre de Acteal no fue una guerra entre poblaciones, sino que sucedió en el contexto de una política encaminada a cometer ataques generalizados y sistemáticos contra la población civil, ejecutados por paramilitares, finalmente las víctimas van a tener satisfacción porque su palabra triunfó y no la mentira de los gobernantes”.

Digna de aplauso ciudadano es, sin duda, esta maravillosa y poética reivindicación de quienes sufrieron los embates de la represión desplegada en aras de preservar los intereses de los centros hegemónicos financieros. Empero, tal voluntad política debe abarcar, entre otros frentes terroristas, la “guerra sucia”. Es necesario e impostergable que el Estado asuma la responsabilidad íntegra por las torturas, ejecuciones sumarias y desapariciones forzadas realizadas por la infame “Brigada Blanca”. Sólo así será posible transportar a la realidad el cierre del egregio poema “Tlatelolco” de Rosario Castellanos: “Recuerdo, recordemos, hasta que la justicia se siente entre nosotros”.