En días pasados vi un letrero en la entrada de una unidad habitacional: “Todo ratero será linchado”. En un acto de justicia popular linchan a un ladrón o presunto ladrón. Para el caso lo mismo da. El hecho es en sí muy grave, pero insólito.  Recurrentemente la justicia de Lynch ha aparecido en diversos confines de nuestra geografía. Pero siempre ha ido acompañada de la vergüenza oficial.  Siempre los funcionarios que no han podido o no se han atrevido a evitarlo han escondido la cara y han condenado el hecho.

Esto nos recuerda aquellos juicios de Dios donde todo era a base de penas consuetudinarias.  Es decir, de las costumbres de la gente surgieron las ordalías, procedimientos tan irracionales como el duelo judicial, la prueba de fuego, la sumersión en agua, el encierro en féretro donde, a partir de la reacción del acusado, la inmanencia permitió resolver sobre la responsabilidad penal de los inculpados. El proceso penal de hace 4000 años y hace mil, también se ha reinstalado porque las costumbres difieren de las leyes.

La práctica de llevar a procesos sin pruebas, en los tribunales o en las calles,   no es válida en el sistema jurídico mexicano. No cuestionamos lo que otros países hagan con su sistema de prueba y con su sistema de juicios. El juicio y la prueba están ligados indisolublemente. Por eso García Ramírez ha definido el proceso diciendo que es esencialmente un ejercicio probatorio. Esto quiere decir que el proceso existe, que el proceso se ha instituido y que el proceso tiene que sobrevivir por un solo propósito: para que se pruebe lo que hizo o no hizo la persona.

Esta evolución del proceso y, particularmente, del proceso penal, es el resultado de muchos siglos de evolución de la cultura y de la civilización humanas. No siempre fue así, por desgracia y para desgracia de muchos.  Esperemos que nunca vaya a involucionar, para desgracia de nosotros o de los que nos sucedan.

El linchamiento es la más clara y puede ser que también la más franca de las declaraciones oficiales de que nuestro Estado de Derecho se ha fracturado. Que la batalla no solo es contra los malos sino, también contra los regulares. Que el alto gobierno empieza a enviar el mensaje de que ya no hay nada que hacer. O, por lo menos, que ellos ya no tienen nada que hacer. Que una justicia, con sus leyes, sus presupuestos, sus elecciones, sus policías, tiene que ceder el paso a los hombres de Lynch, tan solo investidos de su furia, de su inmoralidad y, sobre todo, de su asociación conceptual con los gobernantes.

El Estado moderno se generó el día en que los hombres consideraron que todos, sin excepción, deberían estar sometidos al imperio de la ley y que ésta debería tener la suficiente capacidad para someter al rebelde y al contumaz, quienes quiera que ellos fueran.

Metafóricamente, en la historia de la civilización humana a partir del establecimiento del estado de Derecho los hombres nos erguimos, nuestras extremidades dejaron de llamarse patas y nos diferenciamos de las demás especies. En la historia y en la vida del hombre, la existencia del Estado de Derecho significó haber salido de las cavernas. Pero, a diferencia del pensamiento darwiniano, la involución y la decadencia es posible y amenazadora y la mutación regresiva puede darse en una sola generación.

Dice un proverbio andaluz que la fuerza de una cadena es idéntica a la más débil de sus eslabones.

En todo el futuro de la humanidad no sólo en el de nuestra sociedad cada generación tendrá que cuidarse, cuidemos la nuestra, de no ser el eslabón que nos regrese, de nueva cuenta, a las cavernas.

Frente a la muerte, los hombres nos dividimos en dos grupos. Uno de ellos, los que pensamos que hay razones por las que se debe morir. El otro, los que arguyen que hay motivos por los que se puede matar.

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