No debe temerse afirmar que Alfonso Reyes fue el hombre más brillante que México dio al mundo durante el siglo XX y tampoco es exagerado decir que pocos han construido una obra de la magnitud de la suya, además de las mejores instituciones culturales con las que cuenta este país: veintiséis tomos de obras completas, siete tomos de diarios, innumerables epistolarios y muchos otros papeles libres; un tesoro resguardado en otro invaluable baluarte, la Capilla Alfonsina. Sin embargo, probablemente ni las obras, ni los papeles, tal vez ni siquiera la Capilla, hubieran llegado hasta nosotros, a convertirse en el basamento del pensamiento y la literatura mexicana, de no ser por el legado más precioso que nos trasmitió Don Alfonso: su nieta, Alicia Reyes.
Quienes tuvimos el privilegio de conocer, de colaborar, de querer, a la mujer extraordinaria que este 22 de octubre cerró sus ojos para siempre, probablemente nunca olvidaremos la primera ocasión que llegamos a la Capilla Alfonsina y fuimos recibidos con los brazos abiertos por una Alicia Reyes siempre dulce, generosa, inteligentísima. No olvidaremos a la figura regia que, siempre en su escritorio o a la cabeza de la mesa de estudios, día tras día, durante cuatro décadas, se encargó de preservar, defender y difundir la infinita herencia que Reyes dejó a todos los mexicanos. Alicia Reyes nunca realizó esta proeza desde el pedestal de su linaje ilustre, ni la frivolidad un título académico o la pedantería de la que adolecemos tantos por haber leído unos cuantos libros de los cientos de millones que existen; con una sonrisa, con sencillez, con una anécdota o una caricia, la doctora Reyes nos brindó a muchos un hogar de sabiduría al cual arribar para refugiarnos de la barbaría de una nación en la que ser culto, como decía Antonio Caso, es una incompatibilidad irrebatible.
Quien escribe estas líneas, tuvo el honor ser su alumno y servir de su secretario particular algunos años, los últimos en que estuvo a cargo de la Capilla, antes de mudarse a Francia a disfrutar de su familia; y puede escribirlas en las prestigiosas páginas de Siempre! gracias a ella, a que nunca dejo de moldear, impulsar y reconocer en sus alumnos el mínimo interés o talento que tuviesen para escribir unos cuentos párrafos.
Con una alegría contagiosa, como narradora, poeta, traductora, Alicia Reyes nunca dejó de contarme historias fascinantes de su vida, que no tuvo un solo minuto de banalidad o desperdicio, porque revivía con una emoción conmovedora todos los episodios por los que había valido su existencia: el baile en un crucero neoyorkino con Marlon Brando, el encuentro con Salvador Dalí en París, las lecciones con José Gaos, los llantos con León Felipe, los espantos cuando Diego Rivera asomaba su rostro por la cerca del patio preguntando por su abuelo. Por ella, yo también pude conversar con Rulfo o con Miguel Ángel Asturias, y pude permitirme imaginarme lo que era ser conocido por las manos y el oído de Jorge Luis Borges. Así como a muchos, Alfonso Reyes me enseñó el arte de la curiosidad porque su nieta me llevó de la mano guiándome en todas sus letras. ¿Cómo puede pagar alguien una deuda así, más que tal vez con el significado que de estas palabras den todos los que tengan algo que agradecer a Alicia Reyes?
Pude ver a mi querida doctora por última vez el 19 de septiembre del 2017, cuando la sacudida de esta ciudad hizo peculiar un homenaje que Javier Garciadiego organizó en la Capilla. A partir de entonces me gustaba pensarla feliz, con la sonrisa eterna en su rostro, en una costa, mirando el mar. Me quedo con esa imagen suya cada vez que la memoria nos vuelva a encontrar.
