Los acontecimientos de Culiacán, Sinaloa, el pasado jueves 17 de octubre, indudablemente marcarán un antes y un después en la lucha contra el crimen organizado; el Estado debe imponer –como obligación fundamental– las normas que permitan la convivencia pacífica de sus gobernados.

Se cometieron muchos errores, pero de ninguna manera puede atribuirse al presidente López Obrador responsabilidades penales, aduciendo equivocadamente el artículo 16 Constitucional y el 150 del Código Penal Federal. Definitivamente hay, de acuerdo a la teoría jurídica, decisiones que deben tomarse entre un mal menor, que pone en riesgo el valor supremo de la vida. No hay responsabilidad penal para el presidente.

Sin embargo, lo que indigna es la mentira abierta y descarada, como la que se fraguó de manera desesperada y torpe en la conferencia de prensa que encabezó el Secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo, quién, con voz engolada y con contenido confuso, describió un hecho que nunca sucedió y que pretendió justificar la aprehensión de Ovidio Guzmán López.

Dijo el secretario Durazo que había una acción de patrullaje cerca de una casa, de donde vino una agresión que respondieron los efectivos, al parecer de la guardia nacional, que los obligó a tomar el inmueble y, ¡oh sorpresa!, ahí estaba el hijo del Chapo; ésta fabula mal pergeñada lo único que generó fue desconfianza y enojo ante un hecho que conmovió a la sociedad de Sinaloa y del país.

Los narcos, los criminales, los asesinos ejecutaron una estrategia militar que permitió la fuga de reos del penal de Culiacán, el pánico generalizado de la sociedad y la amenaza concreta y brutal de asesinar a los familiares de los militares, que se encontraban en una instalación de vivienda para los integrantes del ejército.

Mas allá de cualquier consideración que formulen la oposición, los comentaristas y los críticos, son hechos graves que nos indican que no existe una estrategia para enfrentar el grave cáncer que hoy nos aflige y que ha producido inseguridad, pánico y desconcierto.

El presidente López Obrador no tiene porqué comparecer ante ninguna autoridad, pero sí ante la historia y, su argumentación de que “la justicia está por encima de la ley”, a pesar de que suena bien, no es congruente con la organización social del mundo contemporáneo; pues, si bien es cierto, la justicia es un bien superior, ésta sociológicamente cambia históricamente y se reformula de acuerdo a la época y lugar geográfico y, por eso, su única interpretación corresponde al derecho, que si establece cláusulas concretas de convivencia social.

En este orden de ideas, cabe señalar que el Derecho se sistematiza en el pensamiento Ius Positivista o en el Ius Naturalista, que en el primer caso corresponde a la comprobación y la certeza, mientras que la segunda corriente de pensamiento se apoya en la filosofía y en la teleología del derecho mismo. Por ello, el Derecho mexicano es positivista, cuya certeza jurídica emana de la publicación anticipada a la entrada en vigor de la legislación misma; en tal sentido, la justicia mexicana debe estar apegada a las instituciones jurídicas. La Justicia es un bien superior temporal y variable históricamente.

Erigirse en interprete de la justicia, por encima de la ley, puede conducir a vericuetos inesperados y graves, pues nadie –absolutamente nadie– en el mundo civilizado, puede estar por encima del derecho.

El autor es profesor de tiempo completo de la Facultad de Derecho de la UNAM.