El país atraviesa momentos difíciles, que sólo los ensoberbecidos no pueden, o se niegan a ver, y desde luego no entienden. La crisis de inseguridad que vivimos con 16 mil 420 muertos en los primeros nueve meses del actual gobierno, cifra superior a todo el 2018; la localización recurrente de fosas clandestinas donde fueron arrojados por centenas a ejecutados sólo es comparable con la barbarie en la Segunda Guerra Mundial o con las guerras étnicas de los Balcanes o del medio oriente, acaecidas más recientemente, pero quienes gobiernan parecen buscar que la cotidianización de la violencia sea asimilada y aceptada sin protestas que desde el poder buscan descalificarlas, expresando que obedecen a intereses inconfesables, falta de información o que heredaron un “cochinero”. La sociedad ha reiterado su hartazgo, quienes gobiernan tendrán que escucharla y atenderla o decidir recorrer la peligrosa ruta de la tentación autoritaria.
Las crisis cuando afectan a las Instituciones y golpean a la sociedad en su conjunto, sin que desde el poder se encuentre una salida política y consensuada que permita sortearla, se convierte en un problema irresoluble tal y como plantea lúcidamente J.J. Linz, en su ensayo La quiebra de las Democracias, que leído en clave mexicana nos permite desentrañar el desgarriate al que nos han conducido en los últimos tres lustros.
La crisis de inseguridad, es cierto que no puede imputarse su génesis al actual Gobierno, pero sí sin duda alguna, reprocharle su agravamiento y el mantener y persistir en una equivoca estrategia para enfrentar a la delincuencia organizada y en especial al narcotráfico, priorizando el enfrentamiento violento pese a la retórica discursiva desde las primeras semanas de iniciar su ciclo sexenal.
La “nueva estrategia” la están librando las Fuerzas Armadas, ahora uniformados como Guardia Nacional, manteniendo la militarización de las tareas de seguridad publica violentando la Constitución; y cuando las fuerzas armadas son sacadas de sus cuarteles sin un marco jurídico y una planeación adecuada, sin tener claro el qué, el cómo, el dónde, el cuánto y durante cuánto tiempo, afirma Linz, se quiera o no, los Ejércitos comienzan a ejercer poder y los desenlaces suelen ser trágicos para los Gobiernos.
En la teoría, un desenlace para sortear la crisis con el Ejército ejerciendo poder en combinación con un Gobierno fallido es un golpe de Estado, lo cual en las circunstancias actuales de México resulta poco probable sobre todo por la tradición de lealtad de nuestro Ejército y que nuestro país desde el lejano 1929, no ha vivido una intentona golpista. Esta opción habrá que desecharla porque nuestras Fuerzas Armadas mantienen una inquebrantable lealtad institucional.
Preocupa que frente al debilitamiento del Estado, crezca la posibilidad de una salida autoritaria por parte del nuevo gobierno, que en su empecinamiento de no construir una hoja de ruta para regresar a los cuarteles al Ejército, sin que lo haga derrotado. Y no se vislumbra que la ahora Guardia Nacional, lo sustituya paulatinamente y haga de una vez el trabajo que le corresponde.
La otra vertiente, es la insurrección popular, no una insurrección armada, sino una movilización social masiva como las que vivieron en 2004 las naciones árabes denominada por algunos la “revolución del jazmín”, en nuestra patria no parece –y es sólo apariencia– existir el suficiente fermento o levadura social que la haga crecer masivamente con una fuerza tal que le permita una remuda de estilo de gobernar. Lo cual no quiere decir que en caso de un suceso grave, las cosas se galvanizan y una vez despierto y encabronado el “México bronco”, nadie lo puede detener.
Por todo ello, es urgente que retornemos a la ruta de la transición democrática trunca, en la cual el eslabón de la alternancia falló lastimeramente y no pudimos hacer un reequilibrio institucional. Somos más los ciudadanos que queremos una salida pacífica y democrática. La violencia sólo la necesitan y se regodean en ella los autoritarios. Cerremos el paso a toda tentación autoritaria y totalitaria.