“Es indudable que la verdadera devoción
es la fuente de la tranquilidad”.
La Brúyere
El pasado miércoles 9 de octubre, los habitantes y visitantes de la Ciudad de México pudieron al fin despedirse del intérprete del alma de los capitalinos, José Sosa Ortiz, mejor conocido como José José, cuyo óbito en Miami, Florida, desencadenó no sólo el enfrentamiento entre sus hijos, si no un desencuentro que traspasó las fronteras para convertirse en la legítima exigencia y reivindicación de las y los capitalinos, de trasladar el cuerpo del cantante y actor a la tierra que lo había visto nacer un 17 de febrero de 1948.
Este portento de la interpretación musical de nuestro país nació en una vieja casa ubicada en la popular calle de Las Artes (hoy Antonio Caso) en la aristocrática colonia de Los Arquitectos (hoy San Rafael), primer fraccionamiento extramuros de la ciudad decimonónica que entonces rompió con la traza hispana para dar cauce a su imparable expansión.
Al cumplir los tres años, y ante el inminente advenimiento de su hermano Gonzalo, sus abuelos maternos abrieron su casa de las calles de Tebas 32, en la colonia Clavería, en donde los hijos del reconocido tenor de la compañía de Ópera de Bellas Artes, José Sosa, y de la destacada pianista Margarita Sosa, crecerían en un ambiente casi provinciano y con rica y profusa presencia musical al seno familiar.
Fue ese espacio en el cual el adolescente José conocería a sus mejores amigas y amigos, mismos que le brindaron su joven apoyo para superar la separación de sus padres, así como para acicatear las penurias derivadas de la falta del modesto ingreso con el que Don José proveía Sosa a su familia.
Mientras su madre se abría paso con una cocina económica, José comenzó a cantar con guitarra en algunas fiestas, restaurantes, y donde se pudiera para apoyar a la familia. Así transitó de un trío a repartidor de impresos o a cualquier otra actividad que le redituara algo de dinero.
El fallecimiento de su padre –en 1968– fue un duro golpe, el cual pudo superar gracias a la recomendación que le brindó una amiga para trabajar en una de las más importantes disqueras de la época, Orfeón, en cuyo programa televisivo empezó a descollar por la calidad de su voz y por el sentimiento que imprimía a cada interpretación.
Ya como José José, el cantante se ganó al público mexicano, pero particularmente a los capitalinos, cuando en el Festival OTI de 1970 interpretó con tal pasión “El Triste” y ante el cuestionable fallo de un jurado que le otorgó el tercer lugar, el imaginario colectivo lo rescató del inmerecido puesto y le otorgó para siempre el sobrenombre de “Príncipe de la Canción”.
A partir de ese momento, la impronta de José José fue indeleble en el alma de los capitalinos: sus canciones, éxitos y fracasos, enfermedades y problemas serían asumidos como algo propio.
Tal y como sentenció el moralista francés Le Brúyere, la devoción popular hacia José José fue fuente de tranquilidad social al haber logrado que, más allá de las desavenencias familiares, parte de sus restos hayan sido objeto de multitudinarios y puntuales homenajes populares en nuestra Ciudad Capital.
