Para sus periódicas reuniones económicas, los países más ricos han gustado de incluir a países menos ricos, entre ellos a México. No queda claro, sin embargo, cual es la razón de fondo de dichas invitaciones. Hay quienes dicen que es para conocernos y estudiarnos. Otros dicen es para subastarnos y aprovecharnos. Por último, hay quienes afirman que es para regañarnos y corregirnos. Quizá todos tengan una parte de razón y quizá nos incluyen para las tres cosas.

Pudieran tener razón en lo primero porque, desde luego, que no nos conocen. Acaso conocen nuestras playas, nuestros hoteles y nuestras pirámides. Pero no saben de nuestra idiosincrasia, ni de nuestra problemática ni de nuestra prospectiva. No saben quién manda en México, ni cuáles son las ideas de fondo de los mexicanos más importantes. No saben que teclas oprimir para que les vendamos las compañías energéticas ni para que nos aliemos con ellos en una apuesta política.

Podrían tener razón en lo segundo porque, desde luego, quisieran comprarnos con la menor postura. Por eso manipulan los términos de nuestro comercio con ellos. Por eso un barril de nuestro petróleo vale menos que la misma cantidad de su refresco de cola, que su barril de su agua embotellada o que su barril de su esmalte de uñas de mediana calidad.

Pudieran, también, tener razón en lo tercero porque para los ricos los pueblos pobres lo somos porque somos flojos, porque somos estúpidos y porque somos rateros. Que, además, dadas esas causas no sólo se explica que seamos pobres sino que, por añadidura, que eso es lo que nos merecemos ser.

En sentido contrario, se explica que ellos sean ricos porque son trabajadores, porque son inteligentes y porque son honestos. Por esas mismas razones, resulta que se merecen su riqueza, su opulencia y su bienestar.

De allí se desprende una nueva falacia. Que sus éxitos provienen de sus virtudes y nuestros fracasos provienen de nuestros pecados. Luego entonces, los ricos son buenos y los pobres somos malos. Esa es la quintaesencia de la soberbia, de donde se desprende que los buenos son y deben ser superiores a los malos y, por lo tanto, deben tener poder sobre ellos.

Es esta una visión inaceptable de la especie, que divide a los hombres en dos grandes grupos. Por una parte sajones y arios, alhajero de riquezas morales y, por la otra latinos, árabes, asiáticos y africanos, depósitos ambulantes de inmundicia y de porquería.

Me resisto a aceptar, junto con esa visión de la especie, esa interpretación de la Historia, que condena a cada pueblo a un destino karmático, fatal, ineludible, invariable e inevitable. Pero es bueno conocerlo y no ignorarlo. Aprovecharlo y no desecharlo. Jugarlo y no tirarlo.

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