La patología del terrorismo de Estado cobró vida a partir de los cincuentas y principios de los sesentas, cuando tuvo lugar la embestida gubernamental contra las movilizaciones de mineros, ferrocarrileros, maestros, petroleros y médicos residentes. Escaló a niveles inauditos con la perpetración de la cruel masacre del 2 de octubre de 1968, constitutiva del crimen internacional de genocidio según lo sentenciado en forma definitiva por  el Poder Judicial de la Federación. Se fortaleció con el artero ataque del grupo paramilitar de “Los Halcones” ejecutado el jueves de Corpus de 1971 en contra de un contingente de estudiantes de la UNAM, el Poli y la Universidad de Nuevo León.

Empero, alcanzó los más elevados índices de maldad estructural y humana con la llamada “guerra sucia”, el plan de contrainsurgencia concebido e instrumentado desde la cúspide misma del poder político con el fin de exterminar a quienes se alzaron en armas en respuesta a la agresión extrema y la cerrazón oficial. Su brazo armado represor fue la tristemente célebre “Brigada Blanca” cuyos principales centros de operación estuvieron asentados en el Campo Militar Número Uno, el Campo Militar de San Miguel de los Jagüeyes y el sótano del edificio sede de la Dirección Federal de Seguridad, hoy convertido en el Memorial Circular de Morelia 8.

El Subsecretario de Derechos Humanos de la SEGOB, Alejandro Encinas, ha reconocido públicamente que en ese tiempo proliferaron las detenciones, desapariciones y torturas a cientos de hombres y mujeres, lo que evidenció a un régimen dispuesto a todo para eliminar cualquier intento de oposición o discrepancia.

Se trató, sin duda alguna, de un gravísimo descarrilamiento del Estado, un terrible descontrol generalizado de las fuerzas represivas que en muchos sentidos se asemejó a las atrocidades vividas durante las sangrientas dictaduras que azotaron a Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay a otros países del Cono Sur. Pese a ello, ese tenebroso capítulo fue sellado y sepultado, como si nada hubiese sucedido. Tal fenómeno podría explicarse argumentando que con ese genuino holocausto nacional se pretendió mantener incólume un sistema de dominación hegemónica, cuyos principales beneficiarios eran integrantes de las élites políticas y económicas y  poseían los medios y recursos para modelar el imaginario colectivo.

Por fortuna, el Gobierno de la Cuarta Transformación ha resuelto dejar atrás el pasado complicitario y está decidido a romper en forma tajante con el ominoso silencio y las actitudes negacionistas que han rodeado a la trágica “guerra sucia”. Las señales a ese respecto son más que contundentes. Hace unas semanas, dos de los sobrevivientes del ataque al cuartel militar de Ciudad Madera, Chihuahua, efectuado el 23 de septiembre de 1965, recibieron el premio “Carlos Montemayor”. Enseguida, Martha Camacho Loaiza, ex integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, recibió la disculpa pública del Estado, en voz de la Titular de Gobernación, por las torturas, el forzamiento de su parto y otras violaciones a los derechos humanos que sufrió durante su ilegal aprisionamiento en un cuartel militar de Sinaloa.

Asimismo, el 8 de octubre el Presidente López Obrador destacó la lucha de los guerrilleros Lucio Cabañas y Genaro Vázquez aseverando que “son parte de los guerrerenses que tomaron la decisión de cambiar una realidad de injusticias, de opresión, con las armas”. En esa directriz del quiebre estratégico de la narrativa social se inscribe el acuerdo adoptado por el pleno del Senado en el sentido de conferir la medalla Belisario Domínguez a doña Rosario Ibarra, en virtud de “su incansable lucha de más de cuatro décadas en favor de los presos, desaparecidos y exiliados políticos; y por toda una vida dedicada a luchar por dar voz a los que no la tienen y exigir justicia para los que ya no pueden hacerlo”.

Equiparable en grandeza ética e histórica a las fundadoras del trascendental colectivo argentino de las Madres de la Plaza de Mayo, la galardonada es un símbolo viviente de la resistencia activa contra el autoritarismo, lo que le ha llevado a figurar cuatro veces como candidata al premio Nobel de la Paz. Junto con otros familiares de desaparecidos aglutinados en el comité Eureka enfrentó al Estado exigiendo la presentación con vida de miles de desaparecidos, incluyendo a su hijo Jesús Piedra Ibarra. Es el referente obligado de la encomiable lucha de los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa y de los demás movimientos ciudadanos que reclaman la presentación de las más de 40 mil personas desaparecidas en el contexto de la nefasta “guerra antinarco” de Calderón.

El homenaje a doña Rosario Ibarra es más que justificado. También es el marco político idóneo para reconocer que hubo una “guerra sucia”, desenterrar la historia negada y hacer efectivos los valores supremos de la verdad, la justicia, las reparaciones integrales, las garantías de no repetición y la preservación de la memoria.