Durante diversas ocasiones hemos insistido en la importancia que tiene –para la democracia y para el desarrollo del país– mantener el Estado de Derecho, que constituye la obligación fundamental de cualquier gobierno en cualquier país.

Esta condición “Sine Qua Non” de la estructura social, tiene que ver con la seguridad pública, la seguridad nacional, la independencia del Poder Judicial, la organización penitenciaria –de cuerdo a los principios, en nuestro caso del artículo 18 constitucional– y, desde luego, la previsión y persecución del delito.

Un Estado que es incapaz de resguardar la vida, la libertad y el patrimonio de sus gobernados, se acerca peligrosamente al abismo de “Estado fallido”.

La violencia institucional y legitima tiene por objeto resguardar estos bienes jurídicos fundamentales de los gobernados y, para ello, se crean distintas instituciones, entre otras los cuerpos de seguridad y las policías de cualquier índole. La no utilización de estas, por confundir el concepto de “represión” con el “resguardo de bienes jurídicos fundamentales”, conduce a la incertidumbre y desemboca en el desencanto de la sociedad.

Desde hace tiempo han aparecido en la vida de la Ciudad, grupos violentos que, emboscados en su anonimato, se han dedicado –sin ton ni son– a realizar actos de provocación y de violencia. Absurdamente el Estado mexicano de los gobiernos pasados y del actual, han sido incapaces de poner “un alto” al desenfreno absurdo de estas células, a las que inexplicablemente se les ha permitido y tolerado destrozos y violencia; es decir, la comisión de delitos previstos por los códigos penales, que nada tienen que ver con la libertad consagrada por nuestra Constitución de manifestarnos y reunirnos, como lo establecen los artículos 6o, 7o y 9o de la Carta Magna.

¿Por qué, si ya la autoridad debe saber quiénes son y de dónde vienen, se les permite actuar con impunidad? ¿Serán agentes inconfesables del propio sistema gubernamental? ¿Estarán al servicio de alguna organización externa o interna, que pretenda provocar la disolución del orden social? No lo sabemos, lo que sí es público, es que han aparecido al interior de la UNAM, al interior de otras instituciones de enseñanza superior y, desde luego, en todas las marchas de protesta legitima, que manchan con su conducta, condenando causas justas, al desprecio popular.

En el 5to aniversario de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, o en la reciente protesta a favor del derecho de libertad al género femenino, y en muchas otras ocasiones aparecen, y la respuesta del presidente López Obrador es que no utilizará la fuerza pública para reprimir –aun cuando la competencia jurídica debe corresponder al gobierno de la Ciudad de México–, el gobierno local propone “vallas de paz” para el próximo 2 de octubre y, pide a los organizadores de la marcha, que controlen a estos depredadores del orden público.

Verdaderamente desde la visión jurídica y el derecho, estas supuestas respuestas no solamente son débiles y timoratas, sino que evidentemente son causa de “responsabilidad por omisión”, frente a la agresión absurda que sufre la ciudadanía por grupos que, aun cuando se encuentran enmascarados, los órganos de inteligencia policíaca deben tener perfectamente detectados.

¡Algo raro está pasando en las entrañas del sistema policíaco y político!

No se trata de crear confusión ni provocación, simplemente se requiere el mínimo cumplimiento del derecho y las normas que regulan la vida de nuestra sociedad, no se trata de conservadores, liberales o radicales, los autodenominados anarquistas son delincuentes, y como tal deben ser tratados; si el gobierno no se atreve, más allá de ser responsable por omisión, caerá en la picota del desprecio y el ridículo público.