A Jeanne Hennequin,
mi brillante alumna de la BUAP,
que estudia el doctorado en la Sorbona
y es una apasionada de Rusia
¿Después del Muro de Berlín, qué?

 

Mis artículos publicados por la revista Siempre! han tratado en múltiples ocasiones temas latinoamericanos, de Estados Unidos y europeos. En menor número, cuestiones de Medio Oriente -que hoy lamentablemente son noticia porque Trump, en flagrante violación del derecho internacional, acaba de declarar que Estados Unidos no considera ilegales los asentamientos israelíes en Cisjordania. También escribí, aunque de manera tangencial, sobre África, y en un artículo específico, sobre China.

Hoy parecería obligado volver al tema de Bolivia, del que me ocupé en mi colaboración anterior y que hoy, por la ambición de Evo Morales, de perpetuarse en el poder, con lo que perdió la oportunidad de pasar a la historia como un gran presidente, el país está en manos del troglodita Luis Fernando Camacho, quien se ostenta como católico y de Jeanine Áñez, la cursi presidenta interina, agresivamente católica y fascista. El tema es actual, pero como Evo está asilado en México abundan –son demasiados– los comentarios al respecto.

En cambio, el Muro de Berlín, cuya caída hace 30 años, el 9 de noviembre de 1989, significó el colapso de la Unión Soviética y del comunismo –China, dice Vargas Llosa, es una dictadura capitalista, y yo digo que Cuba será, más pronto que tarde, una economía de mercado ¿y una democracia?; mientras que Norcorea es solo “un negrito en el arroz”– me da oportunidad de ofrecer comentarios sobre Rusia, El Fénix de Oriente, según la sugestiva, excelente expresión acuñada por la académica mexicana Ana Teresa Gutiérrez del Cid, experta en Rusia.

 

Presencia mundial del Fénix de Oriente

Por primera vez me ocupo, de manera exclusiva, de este país, de estatura y peso internacionales significativos, que aspira a un lugar en el escenario internacional al lado de Estados Unidos y de China -donde también debería encontrarse la Unión Europea y donde es previsible que llegue a estar, en un futuro no lejano, India.

Un lugar para la Rusia que, como Unión Soviética dominó a una legión de países “satélites” y fue el poderoso adversario de los Estados Unidos y Occidente, durante los 70 años del mundo bipolar y la Guerra Fría; y que, aunque perdió un imperio –porque equivalían a un imperio los países de detrás de la Cortina de Hierro, satélites de la Unión Soviética– ha renacido, Fénix de Oriente, poderosa.

Rusia es el país más grande, en superficie, de la tierra, y con el mayor número de fronteras físicas: con países de Asia y de Europa, con el mundo musulmán y en la costa ártica. Su ejército es, después del de Estados Unidos, el más poderoso del mundo, según cifras del Global Fire Power Index, 2019. Gracias a sus recursos naturales, extrae el 14 por ciento del petróleo mundial, el 16 por ciento del hierro, 32 por ciento del gas natural, 18 por ciento del níquel, 28 por ciento de los diamantes, 9 por ciento de la plata y 88 por ciento del oro.

Hoy Moscú está presente en Siria, después de la “tácita” rendición de Estados Unidos, en alianza con Turquía, y tiene asimismo alianzas con Irán y Hezbolá, “sin compromiso de cien por ciento” –dice el experto Dmitri Trenin, director del Centro Carnegie de Moscú. Eso sí –comenta Vladimir Fédorovsky, diplomático, portavoz de la perestroika con Gorbachov y escritor ampliamente editado– el Kremlin es el nuevo árbitro en el tablero político del Medio Oriente.

Tiene Rusia, igualmente, una creciente presencia en África –la primera cumbre Rusia-África tuvo lugar el 23 de octubre en Sochi, presidida por Putin. Asimismo, relaciones con Corea del Norte y con China, cuyo emblemático proyecto de la Ruta de la Seda, podría, si Pekín acepta la invitación que en diciembre de 2017 le hizo Putin, conectarse con la Ruta Marítima del Norte (RMN), del Ártico euroasiático que une el Atlántico con el Pacífico a través de las costas rusas.

A la condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, Rusia añade la de su pertenencia al G20, como foro más amplio que el restringido del G7, del que fue excluida desde 2014, a raíz de que se anexionó la península ucraniana de Crimea. Continúa, asimismo, como miembro de los BRICS, el bloque de economías emergentes al que también pertenecen Brasil, India, China y Sudáfrica; aunque ciertamente el grupo ha perdido empuje.

Precisamente, para aminorar los efectos negativos de las sanciones occidentales a su economía y comercio, Rusia ha buscado socios –y aliados– en América Latina: en la época de Lula y Dilma, apoyando las pretensiones de Brasil para convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad y cooperando con ese país en la industria aeroespacial. Con Venezuela dando apoyo político, que es oxígeno para Caracas, al tiempo que le otorga cooperación militar y petrolera. Con Nicaragua, prevé participar, asociada a China, en la construcción de un canal interoceánico.

La lejana y no tan lejana historia rusa

La historia de Rusia, que podría iniciarse partir de los años 800, con la Rus de Kiev, adquiere importancia mundial con los Románov, la familia que –dice el historiador Simon Sebag Montefiore, autor de Los Románov 1613-1918– transformó un pequeño principado en el mayor imperio del mundo, gobernado durante trescientos años por veinte zares y zarinas, entre los que hubo genios como Pedro y Catalina, y locos como Iván el Terrible. En una historia de “épica grandeza”, pero también de una sucesión de “episodios de conspiración, asesinatos, torturas, excesos sexuales y alcohólicos, de charlatanes y falsos zares”.

Importa hacer notar en la historia de esta Rusia dinástica su interés, ¿fascinación?, por Occidente y por sus adelantos; que fue modelo en muchos aspectos, para los dos emperadores “Grandes”, Pedro I y Catalina. Una fascinación que –valga esta información “frívola”– sustituyó los certámenes de belleza, “concursos de novias”, que los Románov del siglo XVII organizaban para elegir a sus esposas rusas, por la práctica, en el siglo XIX, de escogerlas en “las caballerizas reales de Europa”: los principados alemanes.

Tras el derrocamiento, en 1917, del zarismo y el asesinato del zar Nicolás II y su familia en 1918, surge la Unión Soviética –Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)–, el régimen comunista que al término de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, y tras los acuerdos de las potencias vencedoras: Estados Unidos, Reino Unido y la propia URSS, encabezó y dominó a una legión de países “satélites”, comunistas, que no vaciló en reprimir brutalmente ante cualquier conato de oposición, como dan testimonio de ello Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968.

La Unión Soviética fue una dictadura, que alcanzó la mayor brutalidad con José Stalin, quien gobernaría el país de 1924 a 1953 y se estima que acabó con la vida de 16 millones de personas. Además de que en su corte, La corte del zar rojo, –como titula otro de sus libros el citado Sebag Montefiore– “las paranoias del jefe, el Vozhd, crearon un ambiente de odio y desconfianza entre los jerarcas”, y en las reuniones con Stalin, que eran el pan nuestro de cada día corría el alcohol a raudales, que los participantes debían ingerir hasta agarrar contundentes borracheras, con el riesgo de ser humillados o, si el capricho o la paranoia del jefe lo dictaba, ser ejecutados.

A la muerte de Stalin, la URSS fue gobernada por personajes que terminaron defenestrados o murieron. Los principales fueron Kruschev, Brezhnev y Gorbachov, quien intentó reformas democráticas y el salto a la economía de mercado en este país que compartía –y disputaba– la supremacía mundial con Estados Unidos. Pero la Unión Soviética y el mundo socialista -los países satélites- estaba mortalmente enferma en su economía, y terminó colapsando, para ser sucedida, en diciembre de 1991, por la Federación Rusa, que empezó gobernando Boris Yeltsin, en el período 1991-1999.

 

La Rusia de todas las sospechas

Rusia, hoy de Putin, electo en 2000 y reelecto, ejerciendo, para cumplir con la ley, durante un período como primer ministro, y de nuevo reelecto y reelecto, hasta 2024, tiene la presencia mundial, contundente, que he reseñado brevemente. Sin embargo, carga ante el mundo occidental, con un negro expediente que la hace objeto de críticas, condena y sanciones internacionales.

Este negro expediente tiene que ver con Ucrania y el apoyo de Rusia a los separatistas del Este, así como el haberse anexado la península de Crimea. Tales actos y principalmente la anexión de Crimea, dieron lugar a que la Unión Europea impusiera sanciones, principalmente económicas, a Moscú, así como la suspensión de su membresía en el G7 que integran Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido, cuyo peso político, económico y militar es relevante a escala global.

Se acusa, asimismo, al Kremlin de haber interferido, mediante recursos cibernéticos, en la última elección presidencial de los Estados Unidos, en perjuicio de la candidata demócrata Hillary Clinton y favoreciendo a Donald Trump, quien ante tal circunstancia es sospechoso, para muchos, de estar coludido con Putin, mientras la presunta intervención extranjera fue investigada por un fiscal especial.

Varios especialistas en cibernética afirman también que expertos rusos habrían participado activa y eficazmente en la campaña en el Reino Unido a favor del Brexit, la delirante iniciativa cuyo objeto, desde la óptica rusa, sería debilitar a la Unión Europea. Una estrategia que además emplea Putin manteniendo estrecha relación con gobernantes y dirigentes europeos de oposición, euroescépticos o declaradamente eurófobos. Por ejemplo, Víktor Orban, que gobierna Hungría y el italiano Matteo Salvini, actualmente en la oposición.

Agrava esta mala imagen que Putin y el Kremlin tienen en Occidente, las declaraciones del presidente ruso, al Financial Times en vísperas de la cumbre del G20 en Osaka en junio pasado, contra el liberalismo, la inmigración, las fronteras abiertas y el multiculturalismo. Además de que el país eslavo no se siente únicamente europeo, sino también asiático.

 

Los motivos del lobo

Para ser justos en las críticas al Kremlin –y a Putin– hay que tener presente, en primer término, que, ante el colapso de la Unión Soviética, los líderes rusos se sintieron humillados –Putin lo ha dado a entender– y engañados por sus homólogos de Occidente.

Valga como ejemplo de ello la narración de la periodista Sylvie Kauffman sobre la cena que tuvieron en Varsovia, el 24 de agosto de 1993, tête à tête, Boris Yeltsin, presidente de Rusia y su homólogo polaco, Lech Walesa, en la que el polaco arrancó al ruso, que había bebido en exceso, el compromiso de que Moscú no se opondría a que Polonia se incorporara a la OTAN. Una adhesión que sería seguida por Hungría, los checos y otros países, a la alianza militar ¡que los protegería de Rusia!

Respecto a Ucrania debe señalarse que este país, cuna de Rusia –la Rus de Kiev–, cuenta con una importante minoría de rusos, el 17.3 por ciento de la población, que es la más numerosa del mundo; y que, aunque el ucraniano es el idioma oficial, el ruso es la lingua franca, no solo de los rusos de origen, sino de un número significativo de ucranianos.

Por otra parte, el país está literalmente dividido entre la Ucrania occidental que se siente y quiere ser Europa, y el este, identificado con Rusia; y que esta divergencia entre nacionales de un mismo país, provocó casi una guerra civil en 2014, con los disturbios en Kiev, conocidos como Euromaidán, que provocaron la destitución del presidente de la república, Viktor Yanukovich, tensiones separatistas en el Este, que aún existen y la anexión de Crimea y Sebastopol por parte de Rusia.

Respecto a la injerencia del Kremlin en las elecciones presidenciales de Estados Unidos y en la campaña del Brexit, no parecen diferir gran cosa con las conspiraciones que arma en el extranjero la CIA, los servicios secretos británicos y los de otros países. Habría que leer, por ejemplo, la más reciente novela de Vargas Llosa, Tiempos recios, en la que relata como la CIA invento el “peligro comunista” en la Guatemala de los años 50 del siglo pasado.

 

¿Qué hacer con Rusia?

La real politik –y también un sentido de justicia– aconseja atraer a Rusia, como lo sugiere e intenta ya el presidente galo, reconociendo el peso político que tiene; y, con ello, evitar eventuales alianzas Moscú-Pekín. Lograr que Rusia privilegie su condición europea sobre su condición asiática.

Respecto a Ucrania, está prevista una cumbre, el 9 de diciembre en París, ya que desde 2016 ninguna se había organizado, para relanzar el proceso de paz ucraniano. En el llamado “formato Normandía”, se reunirán Putin, el mandatario ucraniano Volodimir Zelensky, Ángela Merkel y Macron. La cumbre pondrá de nuevo en marcha los acuerdos de Minsk.

De lo que se trata, en ultima instancia, es de desactivar recelos, crear confianza y normalizar las relaciones de Rusia con Occidente, como lo quiere el 60 por ciento de los rusos.