“Cuando en la mujer termina la amante,
aparece la madre. Cuando en el hombre
termina la cópula, ya se ha alejado
a otros mundos”Ernesto Sábato
Hace muchos años atrás, tuve en mis manos un texto de Ernesto Sábato cuyos conceptos sobre la mujer y la esencia de lo femenino marcaron en mi una creencia, y después una convicción. Mi postulado, resultado de aquella lectura, es que la naturaleza y la esencia de la mujer ha sido históricamente el antídoto de nuestra extinción como género humano, capaz éste de trascender y discernir más allá de los límites de una criatura biológica, alcanzando los dinteles de lo egregio y lo sublime. Confieso que faltaré a la cortesía de informar al lector de la ficha bibliográfica de la obra en la que alguna vez encontré las disertaciones de Sábato (aunque algunas las hallé en Itinerario; otras, en La Resistencia). Así que no me queda más que el frágil recurso que –al menos en mi– es la memoria.
La tesis del formidable pensador argentino –según recuerdo–, inicia planteando las diferencias esenciales entre el hombre y la mujer, entre lo masculino y lo femenino. El hombre –dice– es esencialmente objetivo; la mujer, en cambio, tiende a lo subjetivo; el hombre es cuantitativo, la mujer cualitativa. El hombre, para crear, necesita conquistar y destruir; la mujer tiende a la conservación, busca más la calidad que la cantidad. En el hombre, el sexo está hacia afuera (incluso físicamente), hacia el mundo; en la mujer está hacia adentro, “hacia el seno mismo de la especie, hacia el misterio primordial”. Cuando el acto carnal –nos dice Sábato– termina para el hombre, para la mujer comienza”. El hombre confunde el erotismo con sexualidad, y creé que posee a la mujer al momento del acto, “siendo que en ningún momento la posee menos”. La mujer es Eros, “la relación entre almas”, y es el principio supremo de la mujer; el hombre es logos, “interés por las cosas”, principio supremo de la masculinidad. Apenas consumado el acto, el hombre es libre, mientras que para la mujer “queda encadenada al acto que acaba de realizar”; para el hombre el sexo es un instante, para la mujer tiene un sentido de eternidad. Al sentirse fecundada, se recoge a sí misma, hacia el centro de su útero, busca la calma y la serenidad… la conservación de lo suyo. Para la mujer, el tiempo se vuelve inmanente; para el hombre es trascendente. La mujer es eterna, el hombre es temporal.
Hasta aquí –podrá apreciar el lector-– me he podido apoyar en algunas afirmaciones textuales de Sábato. Lo que sigue, será la síntesis que han dejado en mi memoria la lectura de textos extraviados. El lector, además, deberá hacer abstracción del profundo y complejo debate actual sobre feminismo y machismo. Piense que en todo ser humano (hombre y mujer) habitan ambas naturalezas; la prevalencia de una sobre la otra a lo largo de la Historia, es el quid de esta disertación. Como género humano, cabalgamos entre el yin y el yang; guardamos en nuestros genes un lobo estepario dentro.
Así, pues, las ideas que recuerdo, es que cuando la mujer recibe el semen que la fecunda, todo a su alrededor se cierra en un halo protector; busca la armonía, el equilibrio, la permanencia. Todo en su entorno adquiere un cálido sentido uterino. Tan fuerte es esta energía que aún recuerdo a mi madre (y perdón por esta digresión íntima), postrada por tres infartos cerebrales que la dejaron por 20 años sin habla y casi sin movimiento, que yo, bien entrado en años, me sentaba junto a ella y me abrazaba, y sentía esa sensación de que aquí nada me podía pasar, que respiraba de ella, que comía de ella, que vivía de ella, que no había amenaza o peligro en el que mi madre no cambiara su vida por la mía. Ahí confirmé que la mujer es la garantía de nuestra existencia, el pasaporte de mis potencialidades, como individuo y como parte de mi formidable especie. “Cherchez la femme”, me dije.
Y de lo que entendí de Ernesto Sábato (y conste que cada quien interpreta el Evangelio como se le de la gana), es que los atributos de la mujer son los mismos que atribuímos a los momentos estelares de la humanidad. Piénsese en los grandes monumentos de la cultura egipcia, griega, romana, maya o inca; piénsese en la escultura, la épica, la tragedia, la novela, el teatro o la poesía de estas civilizaciones, y agreguen la española, la francesa, la flamenca, la china; traigamos a la memoria pasajes sublimes de Bach, Beethoven, Bach, Mozart, Lizt, o Rigoletto, Cármen o Turandot. Todo, absolutamente todo, ha pervivido gracias a su armonía y equilibrio. Permanencia que nunca nos aburre. Embrujo que nos vuelve a ese sentimiento humedo, cálido e inexpugnable del útero materno; en suma, al sentimiento femenino.
Los tiempos de guerra, en cambio, de conquista, destrucción, avasallamiento, ruptura, nos presentan lo peor y –al mismo tiempo– lo mejor, de los atributos masculinos: el cambio lo dan los hombres; la mesura es de la mujer. Encontrar los equilibrios, la convivencia creativa de estas dos naturalezas, encontrar los caminos que no nos exterminen como tampoco inhiban al cambio, es el gran reto de las generaciones presentes y futuras. No se necesita, por cierto, ser mujer para sentirse fecundado (e implotar), ni ser hombre para destruir y conquistar (explotar). Si la grandes obras a las que me he referido más arriba han sido realizadas por hombres, lo atribuyo al hecho de que ha prevalecido el sentido de lo femenino, es decir, al del equilibrio, la armonía y la conservación a perpetuidad.
Y por eso reitero: independientemente de nuestra preferencia sexual, busquemos en nosotros a la fémina que nos ha hecho crear los grandes momentos de nuestra especie: Cherchons la femme; busquemos el Eros (la relación entre las almas) y olvidémonos un poco del logos (el interés por las cosas).
La era moderna, nos recuerda Sábato, ha provocado una sublevación de la mujer –justificada, sin duda–, mediante movimientos feministas, sin advertir que de ese modo hacen una concesión más, siniestra y paradojal, a esta civilización de machos. La civilización moderna virilizó a la mujer, falsificando, con grandes consecuencias psíquicas, la esencia de su ser, esa esencia biológica que ninguna comunidad ni cultura puede impunemente alterar. Y concluye Sábato (y yo con él, haciendo mías sus conclusiones, profundas y magistralmente escritas, aunque con la modestia de un Sancho que escucha al señor que endereza entuertos): “Habrá que crear una sociedad que respete la unidad hombre-mujer, en vez de escindirla en beneficio del hombre platónicamente puro”.
En esto tiempos de talibanes, hombres-bomba, anarcos, punketos, sicarios, huachicoleros, vendedores de piso, pozoleros, trumpistas, putinistas, odebrechtistas y demás exterminadores de toda ralea, y a todos aquellos que alguna vez demoliron la estatua de Afrodita, destruyeron el templo de Apolo e incendiaron la biblioteca de Alejandría, les digo: chercher la femme.
Au revoir.