Al concluir el año miremos hacia atrás para atisbar el porvenir. Por los frutos de ayer conoceremos los que nos aguardan. En las hojas del calendario de 2019 figuran los datos –datos “duros”– para suponer lo que vendrá. Hubo hechos tormentosos y luminosos. En otras palabras, hubo de todo, como en botica, que se solía decir: de cal y de arena. Veamos.

Comenzó 2019 con presagios que llegaron del pasado. Venían de los malos rendimientos que poblaron nuestra experiencia. La esperanza que despertó en 2012 naufragó en el tiempo corrido entre esa fecha y el 1º de julio de 2018. A la siembra de esos seis años –y de muchos otros precedentes–  se debieron las tempestades que cosechamos. Se oscureció el futuro y la ira ciudadana se volcó en las urnas. Los sufragantes impusieron un castigo insólito y merecido. Voz del pueblo, voz de Dios.

Hoy, víspera de un año venidero, podemos hacer las cuentas de la nación. Las haremos en medio de un nuevo desencanto. El 1º de julio del año anterior compramos boleto para viajar a una tierra prometida. Resolveríamos problemas ancestrales e iniciaríamos una era promisoria. Hubo quien la llamara, muy animoso, cuarta transformación. Y hemos viajado, no hay duda. Pero lo estamos haciendo hacia un destino incierto –¿o ya no?– y ominoso. Se acumularon las nubes y las sombras. Ya podemos parafrasear a nuestro clásico: detente, viajero, has llegado a la región menos transparente.

En el campo que habitamos comienza a crecer una mala yerba, cuya semilla se ha esparcido deliberadamente. Es la simiente de la fractura social, ruptura y colisión entre ciudadanos. Las expresiones y consecuencias  de esta fractura –innecesaria, irresponsable, peligrosa– pueden ser muy graves, acaso irreparables. Quien debiera unir, avenir, conciliar, procura desunir y enfrentar. El encono de la campaña electoral perdura en la política de gobierno y excita al enfrentamiento. En la vida de otras naciones se han presentado desgarramientos similares. Las consecuencias son bien conocidas.

¿Será posible, todavía, modificar este proceso disolvente y reunir a los mexicanos bajo este título común, el de mexicanos, en lugar de dispersarlo en hemisferios contrapuestos: los partidarios y los adversarios? ¿Será posible suspender los aires de contienda y promover los de entendimiento?

Hay mucho más, desde luego. En 2019 avanzó la erosión de un sistema esencial para el sustento de la democracia. Me refiero al asedio sobre el sistema de frenos y contrapesos que los mexicanos construimos a lo largo de muchos años, contra viento y marea, a despecho del autoritarismo y para denunciarlo y evitarlo. Obra compleja, ardua, que ahora se combate.

Esos frenos y contrapesos, oriundos de  la  democracia, constituyen una garantía contra el autoritarismo y la concentración del poder. Pero ésta avanza y pudiera llegar a niveles insoportables. El mandato conferido en las urnas por ciudadanos ilusionados, que rechazaron los errores del pasado, no es patente de corso. No fue la entrega de la nación al capricho del gobernante. No autorizó el atropello, el exceso, la discordia.

 

Ha sido inquietante la arremetida contra el Poder Judicial, supremo factor de  certeza y equilibrio. Si había motivos para emprender urgentes  e indispensables revisiones, no los había –ni los hay– para debilitar a ese Poder, en cuyas manos reside la facultad de frenar el desbordamiento y preservar los valores y principios de la república.

En el discurso, que se volvió invectiva y persistió como costumbre, apareció la idea de que el ejercicio de los derechos de los individuos y el desempeño de los órganos jurisdiccionales constituían una confabulación perniciosa. Se habló de “sabotaje” para frenar el progreso. De esta suerte, el usuario de los recursos legales  –el juicio de amparo, a la cabeza– se convierte en saboteador. Lo mismo, el juzgador que resuelve litigios. Y el sabotaje es un delito muy grave.

Perdura el estado de sitio que se impuso a diversas instituciones. El cerco se estrecha constantemente. A él me referí hace algunas semanas, en un artículo que apareció en “Siempre!” bajo el título  –que fue advertencia–  de “Les llegó la hora”. Sí, muy pronto llegó la hora  –la hora señalada, para recordar el nombre de un western–   a los órganos constitucionales autónomos.

La creación de esos órganos, garantes de la libertad y la democracia, obedeció a la necesidad de acotar el poder del Ejecutivo, preservar el signo de la sociedad democrática y mejorar el desempeño de funciones esenciales del Estado. De ahí que el huracán proponga su devastación. Está en el aire la autonomía de esos órganos. Vientos poderosos y eficaces se agitan para determinar el rumbo de ese viento: presupuestales, políticos, sociales.

Esos vientos se han desplegado en un frente de batalla sobre el Instituto Nacional Electoral, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y el Instituto Nacional de Acceso a la Información. No olvido al órgano que ya naufragó, en el mare magnum de la “reforma de la reforma” educativa. Ni pierdo de vista los avatares de otros órganos. Y pregunto: ¿llegará el momento en que esa “mala suerte” sacuda al Banco de México, cuyos señalamientos “se respetan pero no se comparten”? ¿Y al INEGI, cuyos números se enfrentan a esos “otros datos” que tiene el poder, como ases en la manga, que proclama, pero no exhibe ni analiza?

Hablemos también del principio de legalidad, baluarte de la libertad y la seguridad. Nuestro baluarte, por lo tanto. En las páginas del calendario de 2018, aparece un famoso memorándum de voluntad suprema. Se instó a los funcionarios a sustituir el mandato de la ley por su propia discreción “justiciera”. Liberados a su ingenio, a su instinto o a su pasión, resolverán si cumplen la ley emitida por los representantes del pueblo, o actúan como lo dicte su “conciencia”. Alguna vez se dijo que para bien de los ciudadanos el gobierno de las leyes debiera prevalecer sobre el gobierno de los hombres. Pero ya no.

Y hay más, en la misma dirección. Estrenamos una  nueva técnica de ejercicio “democrático y legal”: las decisiones a mano alzada, en plazas públicas o en pequeñas audiencias, sin orden ni concierto, sin fundamento legal, a merced de quien pregunta, orienta la respuesta y confirma su propia y previa decisión. La estampa democrática parece perfecta; pero la realidad es otra.

Del orden legal podemos pasar al orden económico, espigando en las páginas caídas del azaroso calendario. Hubo promesas conmovedoras, que la realidad contrarió. Volvimos a comprobar que la realidad sí existe y opera con severidad. Confrontamos cifras. No me pronuncio por la santidad de algunas fuentes. Sobra reproducir el debate. A los hechos, por encima de los dichos: la realidad, que sí existe, acabó por imponer sus números. El discurso se derrumbó. Nos hemos estancado; no crecemos. ¿Hay recesión? No es posible, salvo por virtud de un milagro, que haya desarrollo donde no existe crecimiento.

En los últimos días de 2018 y todos los de 2019 fluyeron otros hechos con su propia carga sobre el futuro. Una decisión, que sería emblemática, marcó el porvenir: abandonamos, con ímpetu visceral, la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. Este abandono  –y la extraña amenaza  de inundar el área donde la construcción avanzaba– tuvo un alto costo, que estamos pagando. Nos puso a la zaga en el camino del progreso y generó un clima de desconfianza que no se ha disipado.

Hubo más en nuestro calendario de elocuentes definiciones. En el siglo XIX se dijo que la felicidad del pueblo es el objetivo del buen gobierno. Para lograr esa felicidad menudearon los despidos de servidores públicos (no sólo encumbrados y opulentos funcionarios), se suprimió la red de estancias infantiles, amainaron los servicios de salud (incluso el suministro de medicamentos a niños con cáncer), comenzó la proliferación  de universidades “patito” (que difícilmente satisfarán las expectativas legítimas de los jóvenes y las necesidades de una sociedad creciente y demandante), aumentó –más y más y más– la criminalidad que tiene insomne al pueblo feliz, menudearon reformas a la Constitución y a la ley para implantar el “terrorismo penal”, se cuestionó el desempeño de la prensa crítica (que actúa con “malevolencia”), se envió la Guardia Nacional a contener flujos migratorios (aunque fue concebida  –dijo una voz inteligente en la Cámara de Diputados–  para detener delincuentes), se enfrentó con “republicana moderación” el cierre de carreteras y el secuestro de vehículos (violencia resuelta con infinitas concesiones que alientan una forma vernácula de autojusticia y oscurecen la legalidad). Y así sucesivamente. Que cada quien recurra, para integrar la lista, a su buena memoria y a su propia experiencia, o a la de sus allegados. Siempre habrá un doliente a la mano.

Dije al inicio de esta nota –que se ha prolongado excesivamente por culpa de la realidad que sí existe– que en el panorama del 2019 también hubo hechos luminosos: las que llegaron de cal por las que fueron de arena. No negamos los pasos adelante en algunos proyectos, cuya culminación aguardamos con avidez. No es necesario que yo los refiera ahora mismo. Las descripciones abundan: todos los días y en múltiples foros. Como nunca antes.

Pero el hecho más luminoso es la maravillosa resistencia de los mexicanos, que nos mueve a conservar la esperanza y enfrentar con animación el año que pronto llegará. La nación persiste y se empeña en caminar, aunque lo haga sobre terreno minado. Lo hace, como lo hizo, con saludable obstinación, entre la incertidumbre y los vendavales, a pesar de las proclamas divisionistas, las promesas incumplidas, la inseguridad rampante, la economía detenida, el dispendio de las palabras y otros fantasmas de hoy y de otros tiempos que contribuyen a explicar  –lo reconozco– muchos infortunios de ahora.

Ese hecho luminoso nos mueve a despedir 2019 con ansiedad y a recibir 2020 con cierta esperanza voluntariosa. Seamos autores de nuestro propio optimismo. No hay de otra.