La espartana
En esta colaboración decembrina hablaré de Helena, la hija de Zeus y Leda, la espartana, impropiamente conocida como de Troya; sí, de esa mujer casquivana que hizo cornudo a su marido Menelao, rey de Esparta; que abandonó a su hija Hermíone, de nueve años; se llevó el tesoro de su marido, que no era escaso y que provocó una guerra en la que murieron los hombres más nobles, tanto de Grecia como de Asia. Así lo afirman Homero y otros poetas de la antigüedad.
Se dirá que son apuntes antifeministas. No lo son; que si lo fueran, no es mi culpa; me limito a repetir lo que dicen los autores de la antigüedad. Ellos sí lo fueron, y en exceso. En estos días hay que andarse con mucho cuidado. Ahora, por quítame esta paja, todos somos machistas, salvo prueba en contrario. Esa una presunción difícil de superar. Entremos en materia.
Un oráculo predijo que las hijas de Leda; Helena y Clitemestra serían famosas por sus adulterios; con razón o sin ella lo fueron y en demasía; ésta llegó al extremo de asesinar a su marido; lo hizo en unión de su amante Egisto. Aquella, Helena, al adulterio, agregó el delito de robo. Así lo dicen los mitógrafos.
París, el príncipe troyano, hijo de Nestor, rey de Troya, fue uno de los hombres más bellos de su época; se presentó en Esparta en busca de Helena. Afrodita se la había prometido como mujer, a cambio de que la declararla como la más bella entre las Diosas Hera, esposa de Zeus y Palas Atenea, hija de éste. A pesar de ser Diosas, en el concurso de belleza, las tres se mostraron desnudas ante su juez y trataron de cohecharlo.
Helena y París, por obra de Afrodita, Venus, Cipris o Citera, se enamoraron a primera vista. Los escritores de la antigüedad refieren que enfrente de Menelao, esposo de Helena y a la vista de todos, tomaban vino en la misma copa. París tenía el cuidado de beber en la misma parte de la copa en que lo había hecho Helena. Finalmente la raptó; más bien, ante la ausencia de Menelao, ella se fugó de Esparta siguiendo a su amante; Helena cargó consigo el tesoro de la casa reinante; también llevó a su esclava Etra, la madre de Teseo.
Menelao, el de rubia cabellera, a su regreso de Creta, se enteró de la huida de su esposa y del robo del tesoro de la casa reinante; indignado recurrió a su hermano Agamenón, rey de Micenas; éste para rescatarla y vengar la afrenta, organizó una expedición armada. Fueron convocados y asistieron casi todos los reyes y reyezuelos de la Hélade. Homero o quien haya sido, en el capítulo II de la Ilíada, da los nombres de los jefes, el número de hombres y naves que cada un aportó. Fueron muchos.
Los expedicionarios griegos y la flota que ellos armaron se dieron cita en Áulide, lugar cercano a Eubea, a fin de partir hacía Troya; en ese lugar hicieron sacrificios e invocaron la aprobación de los Dioses.
Para que hubiera vientos favorables que permitieran a la armada partir de Áulide a Troya, el augur vaticinó que los Dioses exigían el sacrificio de una doncella; los jefes aqueos exigieron que Agamenón, el general de todo el ejército y hermano de Menelao, el cornudo a quien había abandonado Helena, sacrificara a su propia hija o hijastra Ifigenia. A querer o no, con engaños, la mandó traer de Micenas y, según algunas versiones, la sacrificó.
Con el tiempo, para eliminar ese pasaje bochornoso de un sacrificio humano entre los griegos, los trágicos inventaron que Ifigenia, al momento de que iba a ser sacrificada, fue sustituida por un animal.
Menelao, al embarcarse con rumbo a Troya, prometió a sus aliados los jefes aqueos, matar a la fementida Helena, su mujer, tan pronto la rescataran; lo haría en castigo por la traición de que había sido objeto y de los sacrificios que iban a tener que hacer su hermano, los príncipes aqueos y sus soldados para rescatarla. Bien merecido el castigo prometido, pero inoportuna la promesa. No lo impuso y no la cumplió.
En las diferentes batalles en las que se enfrentaron argivos, aqueos o tiros y troyanos murieron muchos, tanto valientes, como Aquiles y Héctor, bellos, como Nireo que, además, era tímido; provenía de Simi, una pequeña isla que se halla frente a Rodas. También murió gente perversa, como Tersites, el hombre más cobarde, feo e indigno que estuvo en Troya. Era de Etolia. Homero dice de él: “El único que con desmedidas palabras graznaba aún era Tersites, que en sus mientes sabía muchas y desordenadas palabras para disputar con los reyes locamente pero no con orden, sino en lo que le parecía que a ojos de los argivos ridículo iba a ser. Era el hombre más indigno llegado al pie de Troya: era patizambo, cojo de una pierna; tenía ambos hombros encorvados y contraídos sobre el pecho, y por arriba tenía una cabeza picuda, y encima una pelusa floreaba.” (Ilíada, Gredos, Madrid, 1996, cap. II, 212 a 219, p. 129).
El sitio de la ciudad y la guerra duraron diez largos años. Finalmente, por un engaño y muchas traiciones Troya cayó. Eso es lo que afirma Homero y lo que, de alguna manera, sostiene débilmente la arqueología.
Al caer Troya en poder de los aqueos, al ser recuperada Helena, fue entregada a Menelao para que la matara; éste, con la espada en la mano se aprestó a cumplir su promesa y a imponer el castigo por demás merecido. Según cuentan los cronistas y comediantes, ella, sin miedo, avanzó a encontrar a su marido, al que había ofendido al entregarse a su amante Paris.
Helena, al estar frente a su marido se limitó a enseñarle los senos. Menelao, al verlos, a pesar de los gritos de la tropa de que la matara, dejó caer su espada, olvidó los agravios y la amenaza, la abrazó, la protegió y regresó con ella a Esparta.
Las versiones que presentan los escritores antiguos difieren. Es natural, los supuestos “hechos” pasaron hace ya más de tres mil doscientos años y muchos le metieron mano a la trama. La primera mención que se hace a ese incidente aparece en lo que se conoció como la Pequeña Ilíada, atribuida al poeta Lesques de Pirra o Mitilene, que vivió entre los siglos VIII y VII antes de la era actual.
El comediante Aristófanes, que sí era misógeno, en su obra Lisístrata, hace decir a uno de sus personajes:
“LAMPITO Por lo menos, cuando Menelao vio las manzanas de Helena desnudas desenfundó su arma, según creo.” (Aristófanes, Comedias, tomo III, Gredos, Madrid, 2007, 155 y 156, p. 34).
El comediante usa los términos manzanas y desenfundar su arma, en sentido metafórico. De él nunca puede esperarse que escribiera algo sin doble sentido.
Eurípides, en su tragedia Andrómaca, en boca de Peleo, le reprocha a Menelao su cobardía por no haber matado a Helena:
“Además de esto ¿qué excesos cometiste contra tu hermano ordenándole que degollara a su hija del modo más estúpido? Tanto temiste no recuperar a tu malvada esposa. Y habiendo tomado Troya –pues iré hasta allí en pos de ti– no mataste a tu mujer al tenerla en tus manos, sino que, en cuanto viste su pecho, arrojando tu espada, aceptaste sus besos, acariciando a la perra traidora, porque eres por naturaleza un derrotado por Cipris, oh tú, malvadísimo.” (Eurípides, Tragedias, Gredos, Madrid, 1991, tomo I, 624 a 631, p. 412,).
En los pocos fragmentos que se conservan de la obra conocida como La pequeña Ilíada y del autor Íbico se reitera la misma versión.
Pasada la guerra, el autor de la Odisea refiere que cuando Telémaco visitó a Menelao en Esparta, en busca de informes respecto del destino de su padre Ulises u Odiseo, encontró a Helena hecha un modelo de esposa y ama de casa. La muy cínica, delante de su esposo, se atrevió a decir: “… el corazón me impulsaba a volver a mi hogar, y lloraba el error que Afrodita me inspirara al llevarme hasta allí de este suelo querido en el cual dejaba a mi hija, mi lecho y mi esposo, no inferior a ningún otro hombre en figura ni ingenio.” (Canto IV, Gredos, Madrid, 1993, 260 a 264, p. 150.).