El presidente estadounidense Donald Trump encontró en el lamentable asesinato de la familia LeBarón, la excusa perfecta para lanzar su nueva estrategia de campaña electoral rumbo a su reelección el próximo 2020.
En esta ocasión, les abrieron la puerta las victimas, sólo para el debate. Y que consté que no se les esta culpando.
Lo que le pasó a la familia LeBarón es un crimen demencial e inimaginable, que detestamos y queremos desterrar de nuestra violencia “cotidiana”; ninguna familia en nuestro país debería tener que pasar por ese tipo de violencia, mayor aún sí se trata de personas desarmadas, peor aún sí se trata de niños.
La violencia que los cárteles mexicanos han ejercido en nuestro país es abominable, miles de familias la han padecido, las victimas mortales se cuentan por decenas de miles, los desaparecidos otros miles más.
México es un país con muchas cicatrices, ausencias y familias incompletas. Y hay que decirlo.
Sin embargo, las implicaciones de que los cárteles sean calificados como células terroristas tienen muchas implicaciones.
Durante décadas, los Estados Unidos han utilizado el terrorismo como la excusa perfecta para inmiscuirse en las políticas internas de otros países, para invadirlos militarmente si resulta “necesario”, tal como ocurrió en el año 2001 en Afganistán –denominada por el mando estadounidense como “Operación Libertad Duradera”–, ante la negativa del régimen talibán de entregar a Osama bin Laden, supuesto responsable directo de los atentados del 11 de septiembre.
Pero esto no es nuevo, las intenciones de catalogar a los cárteles como organizaciones terroristas datan desde hace varios años, mucho antes de que el mismo Donald Trump se imaginará contender por la presidencia de su país.
En 2011, el gobierno de Barack Obama aseguró que “el nexo entre el narcotráfico y el terrorismo está bien establecido”.
En este entonces, Washington había documentado el nexo entre terroristas islámicos en una relación de casos en los que aparece México con el asunto del presunto y frustrado complot iraní que se orquestó para asesinar al embajador de Arabia Saudita en Estados Unidos, y en el que se buscó la participación de una organización criminal mexicana.
Esta relación entre cárteles y terrorismo fue detallada en un informe de la DEA, entregado el 17 de noviembre de 2011 al Congreso estadounidense. Mientras que en otro informe del Departamento de Seguridad Interna dio a conocer que ese año se detectó el intento de talibanes de asociarse con una red de tráfico de personas en Ecuador para facilitar el ingreso de uno de sus miembros a territorio estadounidense.
La preocupación estadounidense sobre este tema no había pasado de mantener bajo estrecha vigilancia lo que sucedía en México. Pero, a partir de los últimos acontecimientos, y de que la prensa nacional e internacional hayan mostrado sistemáticamente las fallas en la estrategia del combate para las drogas en México, así como las críticas sobre la deficiencia para frenar el lavado de dinero.
El presidente Trump ha tomado ambos temas como riesgos para la seguridad nacional de Estados Unidos, pero sobre todo, como estandartes para su campaña electoral.
La respuesta de la cancillería a cargo de Marcelo Ebrard fue firme, pero abierta al dialogo, para que en breve los representantes de ambos países se sienten a reflexionar sobre las implicaciones, pero sobre todo la responsabilidades que cada nación debe adoptar ante el fenómeno del narcotráfico, porque no se debe olvidar que Estados Unidos nos provee de armas al tiempo que demanda una alta cantidad de drogas.