¡Oh “invento sin porvenir”! que has cumplido 124 años, ¿cuándo se te levantará un monumento o, mucho más, un museo eleusino y órfico, en el que se enseñen los misterios, como el de las divas, como el de los grandes realizadores, y donde se libere tu alma prisionera del cuerpo tumba de ordinarias cinetecas? Un museo en el que se rinda culto a la evolución de la llama prometeica, para hallar tu completa libertad. Un museo en el que se destaquen, como decía Jorge Luis Borges, tus dos virtudes: “Una, la de restituir a la escena esa casi divina ubicuidad que Shakespeare alcanzó mediante su único instrumento, el lenguaje, y que tanto indignó a los tratadistas del morigerado siglo XVIII; otra, la de salvar para los días actuales en que el poeta se limita al juego de palabras o a meras confidencias personales, el más antiguo y primordial de los géneros literarios, la épica”.
Un museo en el que al influjo de las palabras “el montaje inevitable” aparezca un dibujo animado en el que Serguéi Mijáilovich Eisenstein, en una sala de edición, en plena labor creadora, al notar que lo vemos, levante de la nada una calavera y enseñándonosla, al mismo tiempo que aparezcan una serie de tomas rápidas de su inconclusa película ¡Qué Viva México!, en las que se hace alusión a la muerte, nos diga: “Siento atracción por huesos y esqueletos desde la infancia. La atracción es una forma de enfermedad. Por los esqueletos, por ejemplo, fui a dar a México. Desde aquí, donde ya no soy lo que fui y quisiera ser, les digo que a los mexicanos les gusta jugar con la muerte, porque aman la vida y les gusta jugar con la vida, porque aman la muerte. En mis Memorias Inmorales escribí que en una revista alemana vi algunos huesos y esqueletos que me habían asombrado. El esqueleto de un hombre montado sobre el esqueleto de un caballo. Eran fotografías del Día de Muertos en la Ciudad de México y esos esqueletos eran… ¡juguetes infantiles!”
Un museo en el que se enseñe, como quería Juan Manuel Torres, que el cine, como la literatura, la música o la pintura, es uno de los innumerables lenguajes del arte único. Afirmaba que existen tantos lenguajes como hombres ansiosos de romper su soledad ingénita, su abrumadora media tarde crepuscular. El arte, insistía, es la explosión del amor, el rompimiento de toda barrera entre los corazones; pero, al mismo tiempo, es la importancia de ese amor trasladado de la mujer posible a la mujer imposible. Cuando un hombre solitario inventa su propio amor hacia las personas o hacia el mundo, cuando quiere recrear y salvar del tiempo un frágil momento de santidad o de locura, este hombre camina ya en el arte, aun cuando no se comunique; porque el arte no es, como se dice últimamente, una simple comunicación. El arte es, esencialmente, la lucha contra el propio olvido, contra la propia soledad, y la comunicación es un asunto secundario. El arte se comunica pero no nace al comunicarse. El arte es una moral, una manera de sentir al mundo. El cine, en cambio, no es sino una de las voces del arte. El cine o cualquier otro lenguaje. Porque los lenguajes sí se han inventado para la comunicación, para el entendimiento. Cuando el artista quiere decir su mundo, puede utilizar cualquier medio de expresión, puede, incluso, inventarlo o utilizar un simple artificio de fotografía en movimiento. El medio no importa, lo que importa es el hombre y su capacidad de creación. El cine no es mejor ni inferior que la escultura o la danza o la fabricación de sillas o sombreros; no es mejor ni inferior que el teatro o la arquitectura; porque las palabras, los movimientos o la arcilla, no son mejores que el hombre. No obstante, el cine es el lenguaje artístico que mejor se adecua a la contemplación de la mujer. Sus imágenes expresan el rostro femenino, y el rostro femenino es el recuerdo del amor. Cuando visualizamos nuestras experiencias cinematográficas, sucede que formamos en nuestras mentes algunos rostros fundamentales, no ya para la historia del cine, sino para la historia personal de cada, espectador. ¿Quién, pregunta, no ha amado intensamente a Lyda Borelli, a Francesca Bertini, a Louise Brooks, a Greta Garbo, a Ava Gardner o a Cyd Charisse? ¿Quién no ama, pregunta, a Audry Hepburn o a Natalie Wood? (no incluyó, en las preguntas, a su Meche Carreño, trasladada, por él, de la mujer posible a la imposible) Y ninguno de esos amores es inferior al que se siente por la mujer posible; esto es: por la mujer accesible; por la que de una manera u otra, nos pertenece. El amor a la estrella de cine es el amor al mito. Y el amor al mito es el amor a las pasiones humanas. Si creemos en el cine, tenemos que creer en la mitología, porque, en lo principal, esto es lo que lo diferencia de los otros lenguajes. La mitología cinematográfica se basa en la posibilidad de encuentro con la figura mítica; en tanto que la literatura o la danza o cualquier otra cosa, se basa en lo imposible de este encuentro. Sociológicamente, el cine tiene esta virtud: la de reflejar los sueños del hombre; la de creer en su propia locura, la de expresar el amor a través de la contemplación de una mujer, o del largo recorrido por una ciudad impotente donde las mujeres han dejado de existir, donde la incomunicación y la esterilidad juegan el papel más importante, donde las imágenes han perdido felicidad. Juan Manuel Torres termina con un bello remate: Este es un mito a la inversa; es decir: la falta de una mujer, la soledad absoluta.
Hace 124 años (28 de diciembre de 1895) nació el Cinématographe Lumière. Sus inventores fueros los hermanos August y Louis Lumière. Un invento que, siguiendo a Juan Manuel Torres es el lenguaje artístico que mejor se adecua a la contemplación de la mujer. Sus imágenes expresan el rostro femenino, y el rostro femenino es el recuerdo del amor. Alguien dijo alguna vez, escribiendo sobre la femme (Mujer): Contrairement à toute attente, la femme n’appartient pasa au bestiaire du Western (Contrariamente a toda espera, la mujer no pertenece de ningún modo al bestiario del Western). Un invento sin porvenir que tiene 124 años buscándolo, ya digitalizado y gaseosamente condensado, que, mágicamente, como la caja oscura de Merlín, codiciada por Morgana, con un orificio hecho con el cuerno de un unicornio, adquiere la nitidez del celuloide del nitrato de plata. Un invento sin porvenir que se convirtió en industria y, aunque no lo creyera Jean Luc Godard, en el séptimo arte, adorador de la mujer, “mujer, mujer, divina”, lo más bello de la creación.










