“… un poco de orden de los papeles.”
Planos y planes de las Obras Completas de Alfonso Reyes
Adolfo Castañón
V
El andamiaje de las Obras completas de Alfonso Reyes se arma desde luego con la materia prima de las obras mismas. Pero su enunciación editorial precisa un plano. Este es, en cierto modo, la obra misma o su recuerdo, su historia, la historia de los libros. Tal es precisamente el título de uno de las obras que Reyes tuvo en mente: Histoire de mes livres o Souvenirs d’un homme de lettres (1889) de Alphonse Daudet, un autor muy leído por Reyes. Se puede comprobar que el ejercicio de rememoración editorial que hace Reyes en Historia documental de mis libros es prácticamente paralelo y simultáneo a la organización y edición de sus Obras completas. Por otra parte ese ejercicio se apoya en el Diario. En torno a la edición de las Obras completas convergen al menos tres planos o perspectivas en el seno mismo de la obra: 1) La de la historia documental de mis libros, 2) La del Diario y 3) La de las introducciones, proemios, prefacios o prólogos o introducciones a cada uno de los tomos. Resulta fascinante y casi diría cinematográfico asistir al tiempo dramático expuesto en el Diario, al ir y venir de manuscritos, pruebas, correcciones, de los diversos tomos en proceso editorial (alrededor de diez) que se suman a la edición de libros sueltos, a la organización de archivos y a la coreografía de lo que podría caracterizarse como la construcción de la figura pública, la cosecha de opiniones sobre los libros escritos —como los que va a buscar Rangel Guerra para el libro de Monterrey— o las que serían reunidas en el libro Jubilar de Alfonso Reyes (organizado por García Terrés para la UNAM en 1956). A todo eso hay que añadir los episodios domésticos y la creciente aparición de malestares, fiebres, enfermedades con las cuales el cuerpo va escribiendo a su vez su cansancio y fatiga. Nada de esto se podría pensar sin la presencia continua, abnegada y soberana de Manuela Mota, quien desaparece y aparece a lo largo de esta historia trágica y a la vez ejemplar, pues el precio que debe pagar Alfonso Reyes no deja de ser alto y el que pagó Manuela también. Por eso Reyes le dedica a ella discretamente el texto llamado “Digresión sobre la compañera”:
DIGRESIÓN SOBRE LA COMPAÑERA[6]
[Cuando publiqué, en Ancorajes, ciertos “Fragmentos del Arte Poética”, me olvidé de recoger esta página que corresponde al mismo espíritu.]
La creación literaria es cosa de laboratorio secreto. Quienes más de cerca rondan el misterio de tal creación, aun sin sospechar necesariamente toda su hondura, son las mujeres, las pobres mujeres de los poetas. Ellas, en cierto modo, han de acompañar el acto solitario, pero tienen que quedarse siempre a la puerta. Difícil es convencer a la Musa de carne y hueso de que también está cooperando, por inspiración y función vicaria, en este raro engendramiento. La compañera del poeta ha de ser una mujer de singularísimo temple, y casi toda ella sacrificio. La elección de la compañera adecuada no es indiferente en ningún estado de la vida. Si se profesa el estado poético (per me si va tra la perduta gente), la elección es más peligrosa todavía. Tanto porque el poeta suele ser, profesionalmente, una suerte de Licenciado Vidriera, como por la desgracia que sería echar a perder la más excelente de las ambiciones en aras de una vulgar Jantipa. Reflexiónese en la situación de Tolstoi, que murió sin quejarse, y en las quejas que ha dejado oír su viuda. Reflexiónese en el cuitado Strindberg, cuya manía de perseguido él mismo nos describe en su Inferno, y de quien la viuda nos cuenta en su obra Esposa del Genio.
Anatole de Monzie escribió una vez un libro acerbo —Las viudas abusantes— donde acusa a algunas mujeres de escritores que han explotado la fama póstuma, haciéndose pasar por dulces madrinas del que ya no puede rectificarles: la Teresa de Rousseau, la María Luisa de Napoleón, la Carolina de Comte, Mme. Claude Bernard, la Atenaida de Michelet, Cosima Wagner, la Condesa Tolstoi, la Sofía de Lassalle, etcétera. A su galería podemos añadir el caso de las viudas Gómez Carrillo: dos de ellas, cuando menos, han pretendido ridículamente presentarse como amparadoras y consejeras de aquella criatura indefensa. ¡Indefenso Gómez Carrillo!
Desde luego que, para el poeta, cualquier mujer, incluso la propia, puede ser una inspiración. Aunque Lope, que lo dijo y no siempre lo practicó, nos amonesta cuerdamente:
Que el que es hidalgo, don Juan,
con ninguna es más galán
que con la propia mujer.
Pero la verdadera misión de la esposa —y hasta donde la cumpla merecerá el agradecimiento de la posteridad— es más difícil y abnegada. Su misión es anular en torno al poeta las preocupaciones extrañas, acallar los ruidos parásitos, evitarle las materialidades enojosas, respetar y hacer respetar su sueño de ojos abiertos, y —oh dioses— llevarle el genio sin que se note demasiado. “El papel de la esposa (durante la gestación de la obra) dista mucho de ser una canonjía”, confiesa Mme. Georgette Jean-Jacques Bernard, en una delicada página sobre los deberes de la mujer del dramaturgo.
Gran responsabilidad incumbe a la compañera del poeta. En Lope de Vega, hombre representativo de la vocación literaria, es fácil apreciar la huella que dejan las mujeres. Por lo cual he dicho: “Sería ya hora de llamar a cuentas a todas aquellas sombras graciosas” (“Silueta de Lope de Vega”, en Capítulos de Literatura española, 1ª serie, p. 75). Por lo cual gritaba Rubén Darío: “Cultiva tu artista, mujer.” No todos convencen y amansan a la vida, como Goethe el universal, el pánico, cuyo secreto en estos trances fue el aprovechar para las jornadas de su viaje —siempre que humanamente se pudo— los rumbos mismos del huracán, maestro sin par de sus agujas. Aunque, cierto, nadie sabe los muchos caminos posibles de la salvación, y a lo mejor la casquivana Lady Divine puso en los nervios de Nelson aquel estremecimiento que había de llevarlo hasta la victoria de Trafalgar. “Si el pobre Churruca, en vez de tener por esposa a una triste vascongada casera, insignificante, santa, cocinera, fregona, zurcidora y barrendera, que nada decía a su imaginación, hubiera tenido amores con una cortesana como Lady Hamilton…” (“La pérdida del reino que estaba para mí”, en Simpatías y diferencias, 2ª ed., II, p. 221).
No penséis que estamos divagando sobre meras frivolidades. Ya Fray Luis de León amonesta a su “perfecta casada” con las enseñanzas del Espíritu Santo. La asociada del trabajador del espíritu debe ser terreno propicio para las siembras y cosechas de este poético labrador. El temperamento del creador debe solazarse en el ambiente que ella le procura. Hemos escuchado, hace años, en Buenos Aires, las públicas y apenas disimuladas confesiones de un matemático esterilizado por un matrimonio infeliz. El matemático (o digamos, el poeta, que tanto monta), casi se disculpaba con sus oyentes, considerándose, como los héroes antiguos, víctima de una Ate funesta, de una intromisión dañina y extraña a las fuentes de su ser: un agua turbia, bajada de ajenas vertientes, había venido a empañar el “lago de su corazón”, que decía Dante. Los recelosos, como Julien Benda (y La Croix de roses nos dio el análisis novelesco de un aniquilamiento causado por vanas solicitaciones amorosas, en la peligrosa edad de la beauté du diable, edad y belleza que todos ‘hemos conocido un instante), los recelosos como Julien Benda prefieren que el intelectual no se case, tipo de solución por la fuga. Baudelaire, que no tenía hogar (y aun pretenden que era inhibido), considera la elección de amante, en sus consejos al joven poeta, y acaba por recomendar “la” pot-au-feu o bien el animalillo gracioso. Eso no basta: “la” pot-au-feu es cocinera y no compañera; y el animalillo gracioso puede ser un lujo ocasional, un jueguecillo, pero no un estado permanente: nadie se nutre de bombones. “Mi esposa es de mi tierra; mi querida de París”, declaraba Rubén Darío, y yo quise comentarlo así: “En la primera etapa (la del ‘estetismo’ de antaño), el acento patético es despectivo para la palabra esposa, a la que se considera como elemento prosaico, vulgar, burgués; y es sagrado para la palabra querida, a la que se considera como símbolo de la poesía y la libertad ideales. En la segunda etapa (la ético-estética), el acento patético es sagrado para la palabra esposa, elemento básico de la familia, fondo sólido de la vida: lo propio, lo del hogar, lo de mi tierra; y es, si no despectivo, al menos risueño sobre la palabra querida: jugueteo, pasatiempo, placer y agrado pasajeros” (Simpatías y diferencias, II, pp. 123-124). Goethe se arregló una combinación de pot-au-feu y animalillo gracioso y —aunque en las elegías romanas se nos disculpa asegurando que es dable contar los hexámetros, con dedo musical, en el dorso de una muchacha— la verdad es que siguió tan solitario como antes. No: hay que dar con la verdadera pareja moral, la que contempla el sabio Ramón y Cajal en sus consejos para la carrera científica. (Ver: “Estado de ánimo”, en mi libro Vísperas de España, p. 34.)
Por mi parte, declaro como el marinero del “Conde Arnaldos”:
Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va.
Pero escúchenme los que piensan tomar mi barco: En esta materia melindrosa, los cuatro enemigos del alma, para el poeta, son:
1° la poetisa, que exige para sí, por propio e indiscutible derecho, lo que difícilmente podría darle al compañero;
2° la marisabidilla, la falsa intelectual, que desvía las cosas espirituales por todas las veredas equivocadas;
3° la snob o diablesa mundana, que, como un collar más, se cuelga al poeta en la garganta, y lo deshace despiadadamente, arrastrándolo por los salones;
4° la mujer vulgar o ignorante, que puede exasperar hasta el crimen. No hay que exagerar, por supuesto; no hace falta una Enciclopedia con faldas, y una que otra falta de ortografía es disculpable y nos comunica el confortante sentimiento de nuestra grandeza. Hemos escrito en alguna parte que la ortografía es la única superioridad mágica que el hombre posee sobre la mujer.
Y la mujer de letras ¿no tiene también sus derechos? Menguado sea quien lo niegue. Pero la mujer de letras no era nuestro asunto. Ella, para los fines de esta somera descripción, se equipara en un todo al hombre de letras. Es un compañero más. Vea ella cómo se las arregla para buscarse la pareja que le conviene. Yo no puedo aconsejarle nada: no soy Tiresias, que viajaba de uno en otro sexo. Yo ignoro su punto de vista.
Y en cuanto a la asociación entre literata y literato, claro que muy bien puede darse, pero no creo que fácilmente en nuestros climas: ¡demasiado hermoso para ser cierto! Más parece un caso de confusión de fronteras (o de sentimientos) que no un verdadero equilibrio de conductas.
México, VII-1952.
Alfonso Reyes tuvo mucha suerte. No sólo lo sobrevivieron su fiel compañera, doña Manuela Mota de Reyes, su hermana Alicia Mota de Reyes, su hijo Alfonso Reyes Mota y su nieta Alicia Reyes Mota, sino que primero Manuela y Alfonso hijo y luego Alicia se hicieron cargo de su legado editorial. Además, tuvo la suerte de tener seguidores como Ernesto Mejía Sánchez, José Luis Martínez, Jorge Rueda de la Serna y Alfonso Rangel Guerra que supieron llevar adelante el proyecto de las Obras completas junto con un grupo de amigos y discípulos —algunos de los cuales no conocieron a Alfonso Reyes— como Víctor Díaz Arciniega, Alfonso Enríquez Perea, Fernando Curiel, Belem Clark, Javier Garcíadiego y el suscrito quienes han dado la tarea junto con otros de crear una red para acoger el múltiple y complejo legado.
[6] AR, OC, t. XXII, Marginalia. Segunda Serie pp. 247-251
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