Por Alejandro Arras
Las décadas que forman el puente entre los siglos XIX y XX estuvieron nutridas de relevantes narradores cuyos libros se pueden adquirir hoy a bajo costo en la mayoría de las librerías de viejo. Autores que el polvo de sus portadas y la humedad de sus lomos obliga a que solo unos cuantos se aproximen a sus páginas. Me refiero a nombres como los de Emilio Rabasa, Ángel de Campo y, particularmente, al veracruzano Rafael Delgado. La insondable librería de Coyoacán, “Las Tres Cruces”, por poner un ejemplo, ofrece la obra más destacada de estos autores a solo veinte pesos, es decir, a menor costo que un café en cualquier establecimiento. Reditados en 1953 por Porrúa, en la colección Escritores Mexicanos, su modesto diseño a dos tintas, negro y rojo —parentesco no creo que involuntario con la Librairie Gallimard— los distingue entre las montañas de títulos. Recomiendo estos autores para repensar su valor en la literatura mexicana, porque el pensamiento crítico debe conversar con el pasado y con el presente. Ángel de Campo, mejor conocido como Micrós, es un sobresaliente antecedente de la mejor cuentística mexicana que ha llegado, quizás involuntariamente, hasta nuestros días a través de la prosa de Gabriel Rodríguez Liceaga o Guadalupe Nettel; Emilio Rabasa sirvió como punto de encuentro entre el romanticismo patriótico y el realismo que conllevaría a la llamada novela de la revolución, fue el novelista decimonónico preferido de Emmanuel Carballo, quien dijo: “Como ninguno sabe contar las peripecias de la anécdota; asimismo, sabe explicar con malicia y humor el por qué de las acciones. Sus personajes son más sueltos, más convincentes, más posibles”; Rafael Delgado renovó la prosa mexicana, supo combinar magistralmente las tradiciones naturalista y realista —sus flaquezas probablemente son la insistencia en el tono católico—, abriendo paso a nuevos aires que tendrán cúspides posteriores en Martín Luis Guzmán o Juan Rulfo. No creo exagerar al decir que las novelas y los cuentos, en memorables casos — Dostoievski, Azuela—, tienen la capacidad de enseñarnos la historia desde otros provechosos ángulos e incluso a veces con mayor claridad. Carlos Fuentes recomendaba a los estudiantes de abogacía que para entender derecho mercantil debían leer Cesar Birotteau de Balzac. De modo similar pienso que Cuentos y Notas de Rafael Delgado es otra manera de aproximarse a las cotidianidades de aquel siglo XIX, por medio de las anécdotas que nos cuentan sus variados personajes: caballerangos, veteranos de guerra, arrieros, acólitos o amas de casa. Publicado por primera vez en 1902, con prólogo de Francisco Sosa, y reeditado en 1942 a estancias de Francisco Monterde —fundador de la generosa Biblioteca del Estudiante Universitario—, es una recopilación de textos aparecidos en periódicos del Estado de Veracruz y la Ciudad de México. Su propio autor los calificó como “hijos de mi corto entendimiento, y nacidos todos ellos en horas de amargura y en días nublados, casi al mediar de mi vida”. En este interés destacaré tan solo dos de los cuentos[1] para atraer al lector, y reconozca en Cuentos y Notas el cuadro estupendo y solemne del México de diligencias, de cabalgatas, de pulque y aguadores; de bandidos y mineros quijotescos; de mujeres “coronadas de azahares” y cuchicheos al acabar la misa; de borrachos que desde entonces predican la conspiración; de hacendados y campos silvestres; de coloquios llenos de palabras como “arrear” o “encachándosela”, que echan sus “zarambecos” y de “mona” en “mona”, de “turca” en “turca”, de “jurria” en “jurria”, son huellas de un español en perpetua mutación. Una prosa barnizada por el culto a los poetas del siglo de oro e influenciada por los grandes narradores de aquella centuria: Pereda, Bazán, Daudet, Dickens, citados numerosamente en las propias páginas. De largo aliento, a veces desmedido, dedicado a los paisajes silvestres de su añorado Veracruz, la nostalgia por la tierra de la infancia es uno de sus principales temas. Escribió buena parte de su vida desde un exilio forzoso, práctica tan común cuando sólo era posible escribir desde la capital, que se agudizará en el siglo XX y cambiará por completo en el XXI: así el Jalisco de Yáñez, el Veracruz de Pitol, etc. En Cuentos y Notas, Rafael Delgado evoca continuamente la flora y fauna de Córdoba, de Río Blanco. Siempre refiriéndose con mayor devoción a su Pluviosilla, apodo cariñoso que le dio a su adorada Orizaba y que perdura entre algunos parroquianos jarochos en peligro de extinción. Atendiendo directamente las tramas y la carne literaria, enumero a continuación los siete cuentos de los cuales haré una muy breve sinopsis que deje entrever las tramas sutiles y penetrantes de Rafael Delgado, quien Mariano Azuela calificó no sólo como el mejor pintor “de la vida semipiadosa de los pequeños centros de población de la era porfiriana, sino su más sincero y leal panegirista”.
El caballerango
De igual forma que en “Amistad” y “En legítima defensa” este cuento destaca por su testimonio oral y una detallada narración desde la perspectiva de dos hombres que beben y charlan. Se trata del perfil de los caballerangos quienes durante muchos siglos fueron fundamentales en la vida social de México. Gentes adoptadas en “casa grande”, limados y educados por los ricos. Amantes de la equitación. Descendientes, en muchos casos, de artesanos. Su labor es servir al patrón, poner “guapos” a los caballos. Pasan del nombre común al honorable de El Caballerango. Tienen la confianza del amo. Llevan a los niños a los toros y a las hijas de los aristócratas de paseo. Reciben la honrosa comisión de cobrar dinero. Son irresistibles al ojo de quienes los ven desde la ventana. Esperan a su amo cuando este llega tarde, le acompaña si está de viaje. Saben todos los secretos del patrón y le guardan la espalda en sus aventuras y son partícipes en todas sus diversiones. ¿Un equivalente del chofer particular o el chalán contemporáneo? Aquí se detalla un tipo de caballerango: el que sirve a los jóvenes ricos y solteros, y que posteriormente, cuando su amo se casa o sucede alguna tragedia, busca aventuras por otros rumbos, no sin perder las buenas costumbres, los hábitos de lujo y pulcritud. Unos terminan dedicándose al toreo, otros a la venta de ganado, algunos se enganchan en la gendarmería rural. A pesar de ello la devoción por los tiempos de servir como caballerango sobrevive ante lo demás.
Pancho El Tuerto
El viejo dice que fue compañero de “El Nigromante”, entrañable de Lucas Alamán y discípulo de Rodríguez Puebla. Siempre está en todas partes y es conocido de igual forma en las tertulias literarias como en las cantinas y pulquerías de la Ciudad de México. Borracho incomparable. Cierto día cae al suelo de tan ebrio. Las gentes de la barbería lo recogen de la calle y le juegan una broma pesada: le cortan el pelo con un cerquillo de monje y lo visten con una mortaja. Después lo acuestan de vuelta en la calle y la ronda del barrio lo recoge sin saber quién es el pobre padrecito. Entre tres lo cargan y se lo llevan al colegio apostólico de San Fernando, con la idea de que puede pertenecer allá. ¿De dónde será este religioso desventurado?, se preguntan quienes ven al moribundo. Al siguiente día, un guardia entra a la celda de Pancho y le dice: Alabado sea Dios, hermano. ¿Cómo se llama su reverencia? ¿De qué colegio viene?, Pancho no contesta. Mira asombrado, con un punzante dolor de cabeza; crudo, aún embriagado. Cuál es su nombre, responda, insiste el guardia del colegio. Pancho explica que seguro que le jugaron una broma, que hasta tiene esposa. Pide un espejo y al verse reacciona sobresaltado: ¡Ya soy fraile! Da su dirección al guardia. Que pregunten por Pancho El Tuerto, dice. “Si no está, ese soy yo. Y si está entonces el diablo sepa quién soy yo”.
No me queda más que decir que mientras escribo esto me gana la curiosidad por buscar al autor de “Cuentos y Notas” en YouTube. Hay casi nada, pero descubro un video milagroso en el que un grupo de niños interrogan a los habitantes de un pueblo: ¿sabe usted por qué se llama aquí Rafael Delgado? La respuesta es negativa en todos los casos. Conocen más bien aquel municipio como San Juan del Río y les incomoda que los graben, se chivean y les chispan los ojos de nervios nomás de estar frente a la cámara. En esa misma serie, titulados “El escritor olvidado”, surge un niño parado junto a una tumba y micrófono en mano. Inclina la cabeza para leer el epitafio en voz alta: Rafael Delgado (1853-1914) Maestro, novelista, poeta. Duerme para siempre en Pluviosilla.
[1] Denominados cuentos, pero que en realidad son un conjunto de textos breves, híbridos entre el relato, el cuadro de costumbres, la crónica y el cuento como se entiende hoy. Recomiendo a los interesados consultar el estudio de Lourdes Franco Bagnouls, Tientas a la narrativa breve, compilado en Literatura mexicana del otro fin de siglo (Colegio de México, 2001).

