“La vejez nunca te alcanza,
sabia, amiga de los cantos…”

Anacreonte

 

Un negro crespón en el vetusto portal de la Academia Mexicana de la Lengua anunció, el 18 de febrero de 1920, el fallecimiento del Secretario Permanente de tan prestigiosa institución; en su interior se velaban los restos del poeta y periodista Enrique Fernández Granados, conocido como “Fernangrana”.

Nacido en la Ciudad de México un 4 de junio de 1867, prácticamente a días del fusilamiento de Maximiliano en Querétaro y de la toma de la capital de la República por el General Porfirio Díaz, vivió prácticamente la pacificación impuesta por Díaz a partir del 5 de mayo de 1877, fecha en la que el dictador asumió oficialmente el primero de siete periodos al frente del ejecutivo federal.

La educación de Fernández Granados le permitió descollar prontamente como maestro de literatura, en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Normal de Maestros, así como ejercer cargos en la Biblioteca Nacional y en el Archivo General de la Nación, del cual fue investigador.

Su cercanía al poeta mayor, Ignacio Manuel Altamirano, facilitó su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, institución en la que ocupó el Sitial XVI además de obtener por unanimidad la Secretaria “ad perpetua” por su acuciosidad, responsabilidad y compromiso, reconocidos unánimemente por los académicos.

Como periodista, colaboró en El Mundo Ilustrado, en la Revista Azul, en la Revista Moderna, así como en Revista de Revistas.

Como poeta fue reconocido por su pulcritud y apego a los cánones del jónico Anacreonte, cuya lírica se caracteriza por la cortedad del verso y el ritmo natural de la palabra. Sobre sus poemas, Gutiérrez Nájera escribió: “Para aligerar su vuelo huye de la consonante, huye del endecasílabo, y está más a gusto en esas breves y flexibles anacreónticas, en las que semeja el pensamiento algo muy sutil, aéreo casi, algo como una abeja que liba el jugo de las flores, sin posarse en ellas ni doblar sus pétalos”.

Y en efecto: la producción del poeta capitalino no fue tan prolífica, pero sí ampliamente conocida, merced a las diversas ediciones de una obra iniciada con Mirtos y la posterior publicación de Margaritas (1891); Versos, de 1898, A Josefina de 1900, Lidia Carmina de 1902, ¡Salve! ¡Oh! ¡Musa! De 1903 y su última obra Odas, Madrigales y Sonetos, compendio de su producción poética entre 1909 y 1918.

Su impactante presencia como secretario de la Academia, fue magistralmente narrada por el propio Amado Nervo, para quien Fernández Granados “parece (y no soy autor de la frase) un ministro protestante que preside una reunión evangélica. Cuando se pone de pie y permanece así algún tiempo, su aspecto hierático, su rigidez cuasi-cataléptica, su mirada “verde” perdida en el azul, me traen a la memoria los éxtasis de los faquires”.

No fue su muerte, sino el olvido lo que aparentemente lo eclipsó del olimpo literario, sin embargo, como vaticinó el jonio Anacreonte: la vejez nunca alcanza a esa “amiga de los cantos”.