Hoy el delito conocido como “cobro de piso” se ha convertido en una devastadora práctica que afecta a los segmentos más pobres de la sociedad y se expande a pasos agigantados, imponiendo una fiera hipoteca en el bienestar de la población y en el crecimiento económico. La autoridad, en los tres niveles de gobierno, cuando no forma parte de esta red delincuencial, parece ignorar o estar rebasada para combatir uno de los delitos más lucrativos y, quizá, sencillos de cometer, en cualquier escala que se le mire: de calle, colonia, poblado, ciudad, estado o país.

Por su parte, la sanguinaria e impune ferocidad con que los delincuentes persuaden a sus víctimas (secuestrando, decapitando, desmembrando, rociando casas y negocios, incendiando, y un largo etcétera) hace que éstas no duden ni por un momento que las amenazas proferidas no son ninguna broma y serán cumplidas con puntualidad y eficacia (“o pagas o cuello”).

Quienes, además, son víctimas de la extorsión y el chantaje lo pueden ser por partida doble, ya que cualquier grupo delincuencial puede, o no, pertenecer a la organización de la que dicen ser: atrás de ellos pueden venir otros, y otros, y otros… Todos dicen vender protección (incluida la policía); pero lo único cierto es que no aseguran nada sino miedo, zozobra, quebranto, desempleo y cierre masivo de negocios.

Uno de mis vicios –del que sí me siento orgulloso– es la incansable curiosidad por platicar e interesarme en la vida cotidiana de personas sencillas, auto empleados, dueños de negocios familiares, ambulantes, pequeños comercios, talleres de diversa ralea. Con todos con quienes platico, sin excepción, ya están pagando derecho de piso, han cerrado sus negocios o simplemente están esperando a ser visitados. Los posibles emprendedores de este segmento, simplemente desechan cualquier intento por iniciar un nuevo negocio en sus comunidades.

En una economía como la mexicana, en donde el sector informal representa más del la mitad del Producto Interno Bruto, el efecto es devastador, pues, si bien el sector formal tiene mayor margen de sobrevivencia –siendo el cobro de piso más un inhibidor de la inversión que un problema de vida o muerte (aunque en algunos casos lo sea)–, en el sector informal va de por medio el sustento mínimo de la familia que lo padece y representa un riesgo real de perder la vida.

Si no estamos creciendo al ritmo de nuestro principal socio comercial ni al ritmo del crecimiento poblacional (antes al contrario, estamos decreciendo), es porque algo grave está pasando en el sector que mayor población empobrecida aglutina: 30 millones de mexicanos activos en el sector informal (empleados informales, auto empleados y subempleados), frente a 25 del sector formal (afiliados al IMSS y al ISSSTE); de éstos, sólo 8 millones tributan el ISR.

El dinamismo –hay que decirlo– de este segmento es un importante motor de la actividad económica: ahí están al menos la mitad de los 18 billones de pesos del PIB de 2019, incluidos los 36 mil millones de dólares de remesas enviadas por nuestros paisanos. Nada sería más revelador que hacer una encuesta entre los micro y pequeños negocios para así saber cuántos de ellos están sufriendo este flagelo y calcular el daño que sufre el tejido social y el buen desarrollo de la economía.

Este escenario es una verdadera bomba de tiempo, por diversas razones: primero, quienes han perdido su empleo o negocio a causa del cobro de piso generan, justificadamente, un odio creciente a las instituciones que les han prometido bienestar y seguridad, y que por colusión, miedo o ignorancia (o las tres razones juntas), prometen abrazos y piden paciencia; segundo, sus opciones en una economía en recesión son buscar emplearse con sueldos raquíticos en el gobierno o en empresas del sector formal, la migración, la delincuencia o asimilarse a un programa social que saben jamás les resolverá sus necesidades ni los sacará de la pobreza; tercero, el encono y desesperanza de una población que ve desaparecer su fuente de ingreso, su modus vivendi, hará apetecible incorporarse a demandas sociales irracionales o depredadoras, aprovechando el empoderamiento que la 4T les brinda y la promesa de que en cualquier momento “el tigre puede ser liberado”. El cobro de piso, pues, se está volviendo un incentivo para volverse tigre.

En suma, la frágil y atomizada economía del sector informal está seriamente amenazada, desde luego por una baja generalizada de la actividad económica, pero también por el desbordamiento de la inseguridad en el segmento de negocios –micro y pequeños, legales o ilegales– que mayormente generan ese ingreso vital de comunidades rurales y urbanas de altísima marginación, creando con gran rapidez zonas de ingobernabilidad en lo que podríamos llamar, en lo rural, el fenómeno “Montaña de Guerrero”, y en lo urbano, el fenómeno “Ecatepec” (¿quién se atreve a meterse en esos lares?), en donde el chantaje y la extorsión, el cobro de piso, florecen en el ambiente de impunidad en que vivimos.

En lo social, lo más grave parece ser que la población afectada percibe este delito como algo con lo que habrá que vivir, contra lo cual no hay nada que hacer, que es parte de la normalidad cotidiana, como algo fatal, inevitable. Ni modo: “aquí nos toco vivir”, diría Cristina Pacheco.

¿Será que el cobro de piso ya forma parte de nuestra cultura? ¿Qué diferencia hay entre un franelero que decidió apropiarse de un pedazo de banqueta y cobrar el derecho de piso sin que nadie se los impida, y un grupo de sicarios que mata a mansalva a cinco taxistas y les ametralla sus vehículos y salgan impunes? ¿Es normal?

Pues sí, parece que ya es normal.