“¡Esto es violencia!”
Tengo la firme impresión de que quien tiene el privilegio –como yo ahora– de escribir en un medio masivo de comunicación, guarda siempre la esperanza de que lo que diga, sugiera o recomiende, sea leído por quien tenga el poder de remediar un entuerto que atañe a una mayoría o incluso al país entero. Cuando la crítica es honesta, fundada y las propuestas que uno haga parezcan gozar de una lógica vigorosa, el sueño de todo comunicador es que ese “alguien” se entere y tome las medidas correctivas necesarias.
Y, sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos esto no sucede. Es más probable que se repare una banqueta o se retiren los montones de basura que, de vez en vez, exhibe algún periódico, que poner freno a delitos que pudieron haberse evitado si se atendiera lo que los comunicadores de buena fe llegan a plantear.
En el caso de Ingrid, no bastó que se cometiera un brutal asesinato, sino que a ello le siguió el festín macabro de la prensa amarillista y las redes sociales.
Pero, ustedes se preguntarán por qué repetir el titulo de un artículo que me fue publicado hace casi 10 meses atrás (Siempre¡ 12 de marzo 2019) y en el que eché mano de una cita de Suetonio, historiador romano que nos describe con cruda narrativa la muerte de Julio César, con la que me propuse destacar el punto de que, al momento de caer el emperador herido de muerte por la lluvia de puñaladas que le hincaban sus enemigos, “envolvióse –nos narra Suetonio- la cabeza en la toga, y con la mano izquierda se bajó los paños sobre las piernas, a fin de caer con más decencia, teniendo oculta la parte inferior del cuerpo” . En ese fatídico momento, Julio César los increpó airado: “¡Esto es violencia!”. De aquí el titulo de ambos artículos (versión 1 y versión 2); y de aquí también la preocupación que todo ser humano tiene por que su cuerpo no sea ultrajado una vez privado de la vida.
En aquel artículo, este pasaje histórico lo traje a cuento motivado por la profunda indignación que desde siempre me ha causado la exhibición de cadáveres en las más indignas circunstancias, en donde la prensa, sobre todo escrita, echa mano de los materiales visuales más sangrientos e impactantes, excitando el morbo que le causa al común de la gente contemplar los despojos humanos en su más obscena representación. La sangre vende, y vende bien. Igualmente decía yo que las redes sociales, con millones de cuentas, también parecen disfrutar de la difusión — a veces en tiempo real— de la más primitiva violencia y la forma en que se manifiesta.
Desde que se inventó la fotografía y el cine, la imagen estática o en movimiento (ahora enriquecida con el audio), no han dejado de mostrarnos las escenas más brutales del crimen y de la guerra. Sólo hay que recordar que cineastas, como John Ford, nos dejaron en la memoria imborrables imágenes de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial, o los fusilamientos, ahorcamientos y hasta al despanzurrado Pancho Villa con los intestinos de fuera, en la Historia Gráfica de la Revolución Mexicana, de Casasola. No hay nada nuevo bajo el sol.
Me imagino (porque no lo dice) que en la Exposición de Motivos de la Ley General de Salud, fueron estos excesos gráficos uno de los motivos —quizás nacido del subconsciente del legislador— para incorporar a la ley el artículo 346: “Los cadáveres no pueden ser objeto de propiedad y siempre serán tratados con respeto, dignidad y consideración.”
Si las autoridades de salud — las de antes y las de ahora—, se preocuparan verdaderamente por la salud mental de la población, hace tiempo se hubieran impuesto a los medios de comunicación, obligándoles, en base a ese precepto, a no difundir ni lucrar con el dolor ajeno. Tan bien saben los medios de comunicación que esta práctica es dolorosa, para unos, y morbosa y redituable, para otros, que no se atreven a exhibir fotografías o videos cuando sus ejecutivos o allegados mueren en accidentes o a exhibir los cuerpos maltrechos y sin vida de gente importante. Son horrores –post morten– que se pudieron haber evitado si hubiera un control sanitario efectivo de la publicidad, responsabilidad de las Secretarías de Salud y de Gobernación.
Y también se hubiera podido prevenir el perverso trato que se le dio a los restos mortales de Ingrid Escamilla.
Como si no hubiera bastado el tórrido feminicidio, el director del periódico La Prensa, en entrevista radiofónica, no pudo –o no quiso– explicar por qué el nonagenario diario publicó esas escenas (aunque todos sabemos que la verdaderoa motivación son las jugosas ganancias que deja un buen raiting); lo que me pareció aun más escabroso, fue la revelación del entrevistado de que las imágenes que obtuvo el periódico y que liberó la propia policía (lo que de suyo ya resulta delesnable), habían llegado a través de las redes sociales, lo cual revela el disfrute de ciertos segmentos de nuestra sociedad con estos materiales. No hay duda: hay signos preocupantes de enfermedad ética y mental en nuestro tejido social.
Por lo demás, el altísimo impacto que este homicidio ha tenido en los medios y en la protesta pública, la fiscal capitalina, Ernestina Godoy, lanzó “una iniciativa para castigar a quienes filtren imágenes o contenido sensible en las averiguaciones”, la cual seguramente prosperará, porque — inyectemos una pequeña dósis de ironía— son acciones que no cuestan; sí, en cambio, lo que cuesta, como es la Fiscalía Especializada en Feminicidios, seguirá con una existencia virtual “porque no hay presupuesto”. ¡Qué bellas leyes tenemos en México!… El problema es aplicarlas.
Reitero y termino estas líneas con lo dicho en mi escrito de hace casi una año: Es urgente, ya sea mediante el cumplimiento del tímido precepto de la Ley General de Salud, las reformas que proponga ahora la Sra. Godoy o, al menos, a través de códigos éticos de autorregulación de la industria (si es que tienen vergüenza), que recuperemos la paz de nuestras conciencias. Detengamos –decía yo– esta forma de apología de la violencia y germen de descomposición del tejido social. Démonos la oportunidad –como a Julio César, y volviendo a Suetonio– “de una mano izquierda para bajarnos los paños sobre las piernas, a fin de caer con más decencia”.
Si no podemos detener los feminicidios, tendamos, al menos, un paño de moral y respeto sobre el cuerpo de Ingrid. Lo demás es violencia, y, en este caso, violencia de género.

