El Cártel de Sinaloa ha dado dos demostraciones de poder en lo que va del sexenio. La primera, cuando obligó a las Fuerzas Armadas a dejar en libertad a Ovidio Guzmán López y la segunda al cerrar la Catedral de Culiacán y las calles cercanas para que se llevara a cabo la boda de la hija del Chapo, Alejandrina Giselle Guzmán.
De acuerdo a las pocas crónicas publicadas, asistieron al evento una serie de personajes vinculados directa o indirectamente al crimen organizado, incluso, varios de ellos, con ordenes de aprehensión y requeridos por la DEA para su extradición a Estados Unidos.
Exhibieron, sin recato, todo el lujo que permite el dinero obtenido por la venta de droga: costosos vehículos, esmoquin y vestidos confeccionados en las casas más exclusivas de Nueva York, zapatos Gucci o Ferragamo y un banquete, se deduce, de las mil y una noches.
En contraste el silencio mortuorio de las autoridades. El alcalde de Culiacán dijo desconocer los hechos y cuando una periodista le preguntó al Presidente de la República si los servicios de inteligencia del gobierno federal habían estado enterados, el mandatario fue cortante y omiso. “No, no estamos enterados”, se limitó a responder.
Cuando la mafia o el narcotráfico se atreven a salir a las calles para hacer ostentación de su poder es porque saben que su impunidad está garantizada. Que la autoridad no se atreverá a tocarlos y que, incluso, contribuye sin titubeos a su protección.
En resumen, la boda de la hija del Chapo Guzmán confirma el contubernio o impunidad negociada entre el gobierno de la 4T y uno de los más importantes cárteles de la droga al que se atribuyen algo así como 70 mil asesinatos, secuestros, torturas y el tráfico de toneladas de cocaína a Estados Unidos.
La complicidad entre la empresa criminal de Guzmán Loera y el nuevo régimen demuestra que el poder del Chapo no sólo es transexenal, sino que es más fuerte y estrecha que nunca.
Si bien durante el gobierno de Vicente Fox huyó en un carrito de lavandería y en la administración de Enrique Peña Nieto logró salir a través de un túnel con la ayuda de custodios y directivos del penal, lo cierto es que el Chapo y sus socios nunca dieron muestras de arrogancia ni de tener sometido al Estado mexicano.
Hoy en cambio, los herederos y nuevas cabezas del grupo delictivo están interesados en demostrar públicamente que tienen amenazado y de rodillas al país y a la Cuarta Transformación.
Esa humillante realidad contrasta con el estilo macho y envalentonado de las “mañaneras”.
Basta recordar algunas frases del presidente López Obrador para demostrarlo: “El presidente de México –dijo en alguna ocasión– tiene toda la información que se necesita. O es cómplice o se hace de la vista gorda”. ¿Cuál de las dos partes explica, entonces, que los servicios de inteligencia no hayan estado enterados del público y fastuoso evento?
México se encuentra hoy entre dos tiranías, entre la sangrienta dictadura del crimen organizado y el despotismo de un gobierno autocrático que junto con los delincuentes destruyen instituciones y se burlan de la legalidad todos los días.
El brillo de las lentejuelas y los brillantes que dieron lustre al acontecimiento en Culiacán, contrastan con los huevos arrojados a los soldados de la Guardia Nacional en Apatzingán y con la sangre de los niños asesinados en un local de videojuegos en Uruapan, por esos mismos días.
Culiacán fue escenario, otra vez, de un casamiento transexenal, una muestra de que hay castigos para unos e impunidad para otros. De que hay miedo a un narco junior que sigue siendo capaz de poner de rodillas a toda una nación.