La Cultura en México

Por David Noria

A poco que se ponderen causas y efectos se verá que los países hispanoamericanos, lejos de “crear su historia” en cada caso, como quieren los manuales y la estatua de la plazoleta, han respondido en gran medida a movimientos unísonos mayores: independencias, constituciones, guerras civiles y modelos económicos compartidos son en realidad la misma línea melódica sobre la que diversas voces, sólo variando, se han sumado. La sincronía de “nuestras” transformaciones tiene muchas veces detrás un engranaje global, llámese ideología dominante, tendencia económica o hegemonía política de la hora. Objetos más que agentes, diría la gramática.

Ante esta constatación, surge con ansiedad la pregunta por la autenticidad de la patria, y al instante indagamos: “¿Mi país, en realidad existe? ¿Si yo no soy más que un actor de una obra que no escribí –como quiere el poeta–, la patria mía no será el escenario descrito a propósito?”.

Paradójicamente, aunque se pueda dudar de la nación, las identidades nacionales son patentes. Más aún, caminan nuestros pasos y pronuncian nuestro acento. Son como la superposición de todos aquellos estratos enriquecidos y devastados alternativamente entre ellos. Cuánto nos ha pervivido de estas capas anteriores de la historia es una pregunta abierta, pero en vano alguno negaría cierto rasgo colonial, prehispánico, feudal, aristocrático o burgués dentro de su sociedad. Todas estas cantidades perviven en instituciones y, hasta se diría, nos siguen doliendo como por el fenómeno psicológico del miembro fantasma: son el brazo amputado que da comezón, la pierna perdida cuyo peso cargamos. De la compleja cuestión de la identidad depende al cabo el relato que debemos abrigar sobre nosotros mismos, para no evaporarnos y devenir “productos de la historia universal”, especulaciones desalmadas de filósofos de gabinete.

En este sentido, Alfonso Reyes indagó a lo largo de su vida sobre las condiciones a la par reales e ilusorias de la identidad mexicana, hispanoamericana y universal: círculos concéntricos que tenían su eje en la inteligencia y la sensibilidad. Cientos de textos disgregados en veintiséis volúmenes ya publicados de Obras completas atestiguan esta búsqueda: trasegar y cribar la cuestión de la identidad entre aquel maremágnum era una tarea que ayudaría a releer a Reyes para ofrecerle a México un espejo inusitado de gran antología nacional de su escritor clásico. Desde 1976 venía trabajando en este monumento Adolfo Castañón, el polígrafo mexicano numerario de la Academia Mexicana de la Lengua, dirigiendo con ponderación filológica y destreza editorial un equipo numeroso de colaboradores e investigadores. Los dos tomos de esta antología encierran cerca de 235 textos fundamentales, acompañados de más de un millar de notas, bibliografía e índices. Fue precisamente la Academia Mexicana la que ha recogido esta magna edición temática de Alfonso Reyes (quien fuera su miembro de número desde 1940 y director entre 1957 y 1959, año de su muerte).

“La composición de esta edición de obras de Alfonso Reyes a la luz de México –advierte Adolfo Castañón– me ha llevado a la certeza de que en él no sólo había un verdadero y organizado historiador sino que la idea misma de México es de índole orgánica, y figura como un método y una estrategia de desciframiento y lectura donde van evolucionando y exponiéndose a la par tanto una idea subyacente y rectora de la cadena que enlaza los eslabones del ser y del quehacer cultural y político mexicano como una idea de claridad, lucidez y sencillez que Reyes va desentrañando como uno de los rasgos reveladores y sustanciales de ese quehacer colectivo. Dicho de otro modo, la idea que de México y su cultura va desprendiendo a lo largo de su obra es una idea inteligente y racional, lúcida, crítica e ilustrada por una idea motriz, a saber: la de la cultura mexicana como una entidad híbrida pero armónica, abierta a una creativa y cordial historia desde la porosidad y plasticidad del crisol criollo e hispánico en que se funden los diversos ingredientes indígenas, mestizos, criollos, entre muchos otros”.

Memorias familiares, anécdotas, estampas, poemas, ensayos de historia y letras patrias, además de la advertencia editorial, el estudio y los anexos, conforman este mosaico.

En la amplia sección que dedica a la historia de su familia, rehúye Reyes las “hermosas mentiras” que emparentan los apellidos americanos con las Cruzadas y la nobleza: “Pueblo me soy: y como buen americano, a falta de líneas patrimoniales me siento heredero universal. Ni sangre azul, y ni siquiera color local muy teñido. Mi familia ha sido una familia a caballo… Mi arraigo es arraigo en movimiento”. Ni podía ser de otro modo, vástago como fue Reyes de hombres de guerra liberales por el lado paterno y de hacendados y comerciantes por el materno. Precisamente es en la historia de su linaje trashumante donde finca Reyes su identidad mexicana: va descubriendo que los anales patrios, las batallas famosas, los planes insurgentes, la defensa de instituciones e incluso la Revolución, en fin, los grandes ciclos mexicanos, fueron vividos o padecidos en primera línea por los suyos: la cartografía mítica cede lugar a la tierra con rastros y huellas. Más que reivindicar un origen, Reyes se precia en la acción: “La raíz profunda, inconsciente e involuntaria, está en mi ser de mexicano: es un hecho y no una virtud”.

No sólo investigador de su linaje, sino historiador en forma, Reyes es capaz de condensar a “México en una nuez”, como nombra uno de sus ensayos emblemáticos, en el que da cuenta de lo transcurrido desde los días de los pobladores oriundos hasta después de la Revolución (1910-1917) en un ejercicio de brevedad y estilo. En otros ensayos, Reyes presta atención como si fuera un naturalista del Dieciocho a la variedad de climas, alturas, fauna y flora de esta geografía (“la mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una miel desconocida, el maguey que se abre a flor de tierra, los discos de nopal”); todo ello para llegar al cabo a ponderar el paisaje en la poesía mexicana, tema de otro ensayo en que sublima la mirada. Fue Alfonso Reyes, en efecto, quien sintió el paisaje mexicano al punto de acuñar la frase: “la región más transparente del aire” en su Visión de Anáhuac (1917), que abre el segundo tomo de esta Visión de México, como la llamó atinadamente su compilador.

Si la familia es la rama que nos lleva al tronco, las generaciones literarias –esas otras familias– no lo son menos. Reyes establece sutilmente al Ateneo de la Juventud (ca. 1909) como punto de partida de la nueva literatura mexicana, y al recuerdo suyo y de sus integrantes deja correr la pluma en calidad de testigo y protagonista: Antonio Caso, José Vasconcelos, Julio Torri, Jesús Acevedo y Pedro Henríquez Ureña quedan consignados en rasgos dicientes por su condiscípulo y amigo, a quien en los años de madurez le tocó ir viendo la muerte de todos, hasta quedar solo y escribir aquella “Balada por los amigos muertos”. Hacia atrás, Sor Juana, Ruiz de Alarcón, Joaquín Arcadio Pagaza y Manuel José Othón; hacia adelante, José Luis Martínez, José Gorostiza y Juan Rulfo: a ellos, entre otros, les dio un lugar en la tradición, y hoy constatamos que el eje que hizo Reyes de sí mismo es el que ha terminado por adoptar la historia de la literatura mexicana.

Esta historia íntima que hizo Alfonso Reyes de México es entonces una que pasa por muchos lentes. Cada graduación arroja imágenes nítidas, y cada filtro una temperatura diversa. Sus entrañables apuntaciones sobre Amado Nervo (de quien Reyes editó póstumamente sus Obras completas) son igualmente valiosas que el sobrio y documentado “erasmismo en América”, especie de ampliación a los libros de Menéndez y Pelayo y Marcel Bataillon; la selección de poesía –donde a decir de Castañón “Reyes es idéntico a sí mismo”– es como el corazón de un cuerpo textual que tiene por cabeza ensayos como “Nuestra lengua”, “Sobre México en América” y “Notas sobre la inteligencia americana”.

Mirada hacia dentro y hacia fuera: Reyes buscó interiormente a México, a América y al mundo en sus propios pasos y en su historia familiar, y hacia afuera en paisajes, los documentos, los viajes y la literatura. En este ejercicio de hacer íntima la historia, de merecerla, la siempre constante pregunta por la identidad, dice Reyes, está signada desde el propio nombre: México se escribe con x. “Se plantea la X, se abre el problema”. Esta x de México, además, es para Reyes símbolo y destino: la convergencia de los rumbos, el lugar atravesado por la historia, el punto desde el que habla una voz:

Tal es el jeroglifo que esconde la figura,

que confirma la historia, que ostenta la escritura

en esa persistente equis de los destinos,

estrella de los rumbos, cruce de los caminos.

 

(AR, “Figura de México”)