En los juicios penales el derecho a ser defendido ha sido cuestionado de manera grave. Muchos podrían agregar que de forma reiterada. No es una exageración. Esa es la percepción general. Para la población en general esa sensación deriva de los casos más emblemáticos. Para los que se dedican al ejercicio de ser defensores, de observar las presiones y amenazas que se hacen a los juzgadores de manera cotidiana.
Quienes tienen memoria son de la opinión que eso siempre ha sido así. Que no hay diferencia entre los gobiernos priistas, panistas y ahora el de los morenistas. Tratándose de gobiernos, de la misma manera que se afirma de los hombres, procede decir que todos son iguales.
Se amenaza a quienes se atreven a asumir la defensa en casos que, por la naturaleza de la víctima, la gravedad del delito, el monto de lo dispuesto indebidamente o la notoriedad del presunto responsable, han indignado a la opinión pública o al gobernante en turno; se ha llegado al extremo de quienes la asumen se ven obligados a declinarla.
“Aun el lobo tiene derecho a tener un defensor” decía Sócrates. Todo acusado, aun el más perverso criminal, tiene derecho a ser defendido. Siempre existe la posibilidad de que haya razones que, aunque sean mínimas, puedan ser invocadas para entender la conducta delictiva, aminorar la responsabilidad del procesado, que sean susceptibles de ser atendidas por el juzgador para aminorar su responsabilidad o suavizar lo drástico de una pena.
Emilio Lozoya, Juan Collado, Rosario Robles e, incluso Mario Alberto y Gladis Giovana, acusados del asesinato de la niña Fátima, ya han sido juzgados y condenados por la opinión pública, las autoridades y los particulares. Pobre del juez que se atreva a dictar una resolución que los favorezca o que, en el momento procesal oportuno, emita una sentencia absolutoria o imponga una pena que no sea la prisión de por vida y que, también, los prive de la totalidad de sus bienes.
Algunos proponen restaurar la pena de muerte para los responsables de delitos graves. Lo hacen por ignorancia; desconocen la naturaleza de los derechos humanos: no son reversibles. Habiendo desaparecido no es factible restablecerla. Ignoran que la pena de muerte, al igual que la esclavitud y la prisión por deudas, no fueron derogadas o suprimidas, fueron abolidas, ello significa que se suprimieron para siempre, para la eternidad. Eso es lo que implica, en derecho, el verbo abolir.
Los partidarios de la pena de muerte no saben lo que piden; llegado el remoto caso de que fuera restablecida e impuesta por un juez, ellos mismos van a ser los que saldrán a las calles para demandar que la pena sea conmutada; un buen argumento para demandar la conmutación sería alegar que únicamente se aplica a los pobres, los marginados, los que no pudieron pagar un buen defensor.
En esta materia más están de por medio las vísceras que el cerebro. Aquellas pudieran ser buenas para hacer una sabrosa “pancita”, pero no una ley, muchos menos una de naturaleza penal, por virtud de la cual se prive de la vida a alguien.
De una u otra forma, el Estado y sus agentes nos tienen a todos los que nos dedicamos al ejercicio de la profesión de abogados en sus manos. Con o sin pruebas, pueden privarnos de nuestras libertades, bienes y prestigio en el momento en que lo quieran.
Muchas conductas se han equiparado al de delincuencia organizada, por lo mismo, el proceso contra el acusado, se sigue estando éste en prisión. En estos casos ha desaparecido la presunción de inocencia. Si esto no es un estado totalitario, poco nos falta para serlo.
El propio presidente de la república, sin conocer las particularidades del caso y no estar enterado de las deficiencias, errores y abusos del ministerio público, ha censurado a los jueces que se han atrevido a dejar en libertad a los acusados por irregularidades observadas al momento de la aprehensión o durante el proceso.
Lo trágico de la situación está que los presidentes de la Suprema Corte de Justicia, de los tribunales superiores de las entidades, los miembros de los consejos de la judicatura e, incluso los colegios de abogados, no han protestado por esa injerencia indebida. Hay que reconocer que éstos lo han hecho en algunos casos, sobre todo en aquellos en que está de por medio un cliente con recursos económicos o relaciones sociales.
La defensa de los presuntos asesinos de Fátima renunció a su responsabilidad profesional frente a sus clientes; lo hizo por razón de las amenazas, presiones y críticas que recibió. Él ni nadie están obligados a jugar el papel de héroes.
Ningún funcionario judicial ha protestado y, muchos menos, renunciado en protesta por ese atropello contra el derecho de defensa.
El derecho a una defensa eficaz, oportuna e idónea, como todas las cosas de este Mundo, está en crisis. Hay excepciones: a Emilio Lozoya y a Juan Collado le sobran defensores.