Aprovechando que continúa la Exposición Buñuel en México, hasta el 19 de abril de 2020, en la Cineteca Nacional, asomémonos, un poco, a la prohibida vida interior de la infancia y adolescencia del Niño de Calanda, que va del 22 de febrero de 1900 a fines de 2016 y principios de 2017, cuando perdió, completamente, la fe religiosa.

Luis Buñuel Portolés nació en Calanda, un pueblo de la Provincia de Teruel, de la Región de Aragón, del Reino de España. Calanda, pueblo “horrible” (todos los entrecomillados son citas de Luis Buñuel) que marcó, no sólo su subconsciente para toda su vida, sino su progresiva sordera que inició su síntoma progresivo en el año 1932. ¿Por qué?

¿Qué escuchaba el Niño de Calanda, aparte de las voces y de recibir buen trato de su familia y de la servidumbre, antes que sus padres, poco después de haber nacido el primogénito, decidieran irse a vivir a Zaragoza?

Allí la tenéis, a la inocente criatura, escuchando, sin comprender, el sonido de las campanas de la Iglesia del Pilar, en Calanda. En Calanda “la vida se desarrollaba, horizontal y monótona, definitivamente ordenada y dirigida por las campanas de la Iglesia del Pilar. Las campanas anunciaban los oficios religiosos (misas, vísperas, ángelus) y los hechos de la vida cotidiana, con el toque de muerto y el toque de agonía. Cuando un vecino del pueblo se encontraba en trance de muerte, una campana doblaba lentamente por él; una campana grande, profunda y grave para el último combate del adulto; una campana de bronce más ligero para la agonía de un niño. En los campos, en los caminos y en las calles la gente se paraba y se preguntaba: ¿Quién se estará muriendo? También me acuerdo del toque de rebato, en caso de incendio, y de los repiques gloriosos de los domingos de fiesta grande”.

Allí la tenéis, a la inocente criatura, escuchando los misteriosos sonidos variados de las campanas, aprendiendo a diferenciarlos e identificarlos y después tocarlos, dentro de la felicidad prodigada por su padre, de ideas liberales, que lo trataba de manera severa, pero respetuosa, y por su madre, de ideas religiosas, que lo trataba de manera indulgente, pero apegada a la moral católica.

 

 

Allí la tenéis, a la inocente criatura, escuchando, sin comprender, el sonido de los tambores del Viernes Santo, en Calanda. No sólo en Calanda se tocaban tambores, “pero en ningún sitio con una fuerza tan misteriosa e irresistible como en Calanda… Los tambores en Calanda redoblan sin interrupción, o poco menos, desde el mediodía del Viernes Santo hasta la misma hora del sábado, en conmemoración de las tinieblas que se extendieron sobre la tierra en el instante de la muerte de Cristo, de los terremotos, de las rocas desmoronadas y del velo del templo rasgado de arriba abajo. Es una ceremonia colectiva impresionante, cargada de una extraña emoción, que yo escuché por primera vez desde la cuna, a los dos meses de edad”.

Allí la tenéis, a la inocente criatura, escuchando los misteriosos sonidos variados de los tambores, aprendiendo a diferenciarlos e identificarlos y después tocarlos. “A la primera campanada de las doce del reloj de la iglesia, un estruendo enorme como de un gran trueno retumbaba en todo el pueblo con una fuerza aplastante. Todos los tambores redoblaban a la vez. Una emoción indefinible que pronto se convierte en una especie de embriaguez, se apodera de todos los hombres”.

Hay una foto del Niño de Calanda, del tiempo de la vida del hombre sólo recordable íntegramente por la vía del escudriñamiento del subconsciente, mediante la hipnosis (habilidad que tenía Buñuel, propia de los taumaturgos visionarios), en la que lo vemos, en toda su inocencia contradictoria forjándose, en un canasto de mimbre adornado para una ocasión especial, que hace las funciones de cuna y en la que también vemos un letrero que dice: A MI MAMÁ. En ese regalito, desde donde lanza al mundo exterior una mirada interrogante, se ve como alma de Dios, con propensión natural hacia la picaresca del alma española. Un niño con blando corazón de oro, prospecto de cura, auténticamente cristiano y, a la vez, un niño de durísimo corazón de acero, futuro prelado, auténticamente católico. En Calanda “la religión era omnipresente, se manifestaba en todos los detalles de la vida. Por ejemplo, yo jugaba a decir misa en el granero, con mis hermanas de feligresas. Tenía varios ornamentos litúrgicos de plomo, un alba y una casulla”.

Las campanas, los tambores, la religión, el seco y polvoriento medio ambiente, incluidas las visiones percibidas en su niñez y adolescencia, en Calanda, y que se le quedaron grabadas en lo más profundo de su subconsciente, así como su formación escolar dogmática, primero en el Colegio de los Hermanos Corazonistas (1906) y, después, en el Colegio del Salvador, de los Jesuitas (1907-1915), en Zaragoza, marcaron la conciencia del Niño de Calanda, a tal punto, que su obra cinematográfica mantendría una constante en ello y sus asociaciones de imágenes surrealistas, aunando la fuerte influencia que ejerció sobre él el viejo y eterno realismo de la pintura y la literatura españolas, sería una fuerza poética, única en el cine universal.

Su hermana Alicia afirmaba que el Niño de Calanda, cuando era pequeño, se pasaba la vida vestido de cura y diciendo misa arriba, en un granero, antes de ir a los jesuitas. También afirmaba que, en los jesuitas, era el príncipe de los estudiantes. Siempre salía con una corona de laurel. Antiguamente los jesuitas les daban una corona de laurel. Le daba mucha vergüenza, pero salía siempre de emperador con una corona de laurel. El Niño de Calanda pudo llegar a ser cura, pero su poderoso instinto sexual se impuso sobre la metafísica represiva de la religión católica. Su hermana María cuenta que el Niño de Calanda tenía dos novias a los 12 años, cuando iba a los jesuitas. Eran amores de verano apuntó Max Aub.

Cuando cumplió 14 años empieza a tener problemas de fe, causa que no es motivo por el cual abandonó el Colegio de Jesuitas. El dejar de creer en los absurdos dogmas de la religión es lo de menos. No salió de los jesuitas porque lo haya sacado su padre para que se acostumbrara a estudiar por su cuenta, ni por expulsión. El Niño de Calanda decidió personalmente dejar a los jesuitas, bajo la comprensión y aceptación de sus padres, por una verdadera causa: la intolerancia imperante al seno de la institución. Aunque, se sabe de una borrachera que sus amigos le hacen ponerse antes de asistir a misa y metiéndolo en la capilla tal cual andaba. Al principio, el Niño de Calanda logró disimular al mantenerse de rodillas y con los ojos cerrados, pero cuando llegó el momento de la lectura del evangelio, narra Carlos Barbachano, se incorporó, como hace todo mundo, y vomitó estrepitosa y vehementemente. Al seguir estudiando el bachillerato, en el Instituto de Enseñanza Media, el Niño de Calanda se acercó más abiertamente a la ciencia. Leyó a Spencer, a Rousseau, a Nietzsche, a Marx y, muy especialmente, a Darwin y su famoso libro El origen de las especies.

Gracias a Dios que salió de los jesuitas por la intolerancia imperante o por la causa que hubiera sido. La humanidad perdió un teísta católico y ortodoxo y ganó un ateísta cristiano y heterodoxo, de magnífico gusto por la buena vida. Sus razonamientos sobre el mundo que fue descubriendo, poco a poco, le hicieron perder completamente la fe religiosa y se convirtió en “ateo gracias a Dios”, como él acostumbraba a decir. Su hermana Conchita aclaró de manera definitiva el asunto. Decía que el Niño de Calanda salió de los jesuitas porque verdaderamente estaba tan rebelde y odiaba tanto la educación aquella que en su casa se dieron cuenta y su padre aceptó. Entonces fue al Instituto y en ese año también estaba Sender. Luis se hallaba mucho más contento que con los jesuitas.

Concluyamos, a manera de resumen, dejando al Niño de Calanda hablando de sí: “En 1900, cuatro meses escasos después de mi nacimiento, mi padre, que empezaba a aburrirse de Calanda, decidió mudarse con su familia a Zaragoza… Empecé mis estudios en los corazonistas, franceses la mayoría y mejor conceptuados por la buena sociedad que los lazaristas… Al año siguiente, entré como medio pensionista en los jesuitas del colegio del Salvador, donde estudié 7 años… Hacia los 14 años, empecé a tener mis dudas sobre la religión que tanto arropaba… mis dudas de aquel tiempo les divertirían seguramente”.