¿Hay algún recuerdo en ti, querido lector, que vaga en tu memoria y cada que aparece te vuelve esa angustia de perderlo para siempre, porque si algo tienes cierto de él es que si te cubriera el manto del olvido o de la muerte, tu recuerdo desaparecería para siempre en la noche de los tiempos? Tener esos tesoros causa angustia perderlos, y es que suelen ser de algo que presenciaste o que alguien te lo platicó, quizá un testigo presencial de hechos inéditos, notables, acontecido entre hombres únicos y hasta geniales, y que está amenazado por el olvido?

Bueno, pues algo así me ha ocurrido y de eso te voy a platicar. Por cierto, si con lo dicho no he captado tu curiosidad, busca otro artículo en esta revista que los hay magníficos.

Es una historia, pues, que me contó mi padre en la que intervinieron personajes de su generación de finales de los años 30 del siglo pasado, de la Facultad de Derecho de la UNAM. Tan destacados fueron algunos de su compañeros, que hoy las nuevas generaciones de abogados los conocen más bien por ser autores de libros de texto jurídicos, de miles y miles de estudiantes de Derecho: sólo recordar a  Roberto Mantilla Molina, Ignacio Burgoa, Jorge Barrera Graf; Héctor (Tolito) Gónzales Uribe, Recasens Sitches, Floris Margadant. Todos ellos siguen siendo clásicos en sus materias: mercantil, inversiones extranjeras, teoría del Estado, amparo, constitucional, filosófía del Derecho. Los laboristas Salvador Laborde, Manuel Marván y el propio José Campillo Sainz, fueron más bien peripatéticos, más dados a la oralidad de la cátedra y la tertulia, por lo que no dejaron obra escrita sobre sus materias, salvo pequeños estudios o ensayos. Tal fue el caso de Jorge Portilla, de quien se decía era el más inteligente de esa generación. Otros personajes notables de la misma época lo fueron José Gaos, Edmundo O´Gorman y Octavio Paz. En ese mundo, todos se conocían y de alguna manera tenían que ver los unos con los otros. Paz y Portilla habrán de ser los protagonistas del relato que quiero –debo- contar.

Antes debo decir que Jorge Portilla formaba parte de otro grupo de notables que se auto nombraban los Hiperiones (Hiperión, de la mitología griega, dios de la observación, el que conoce el movimiento de los astros y las estaciones). El grupo lo componían Emilio Uranga, Luis Villoro, Alejandro Rossi y Víctor Flores Olea (quizás éste ultimo sea el único que les sobreviva), grupo que después de la muerte de Portilla (en agosto de 1963) hizo una selección de sus escitos que aparecerían bajo el nombre de su ensayo principal, Fenomenología del relajo (1966).

Ethel Krauze hace un bello y muy representativo retrarto de Portilla: “hombre que hizo de la anarquía su lucidez, que andaba entre cantinas y entre libros, que cantaba melancólicamente La mujer ladina y explicaba con rigor a Hegel, y amaba los toros, a las mujeres y a Quevedo, fracasaba genialmente en todos los empleos de la burocracia abogadil donde también anduvo “vaiveneando”, iba del entusiasmo a la cólera, de la exaltación a la angustia y era católico y neurótico, pecaba y deliraba, pensaba y hablaba, y murió de infarto a los 45 años apenas”.

Pues bien, según me fue platicado, estaba este singular en casa de Salvador Laborde, acompañado por hombres de estudio, de reflexión, de análisis, de ideas. Lo que quiero decir es que entre los asistentes, incluido Jorge Portilla, no había desperdicio ni tarugos. Era la época en que la inteligencia, la retórica, el discurso espontáneo y brillante, y la buena pluma, eran la mejor forma de desahogar la vanidad, y de ésta a todos ellos les sobraba; a unos de manera más irrefrenable que a otros.

 

La discusión en aquella casa y aquella noche, por momentos tomaba indescriptibles momentos de complejidad, apasionamiento y belleza en el decir. Sartre, Husserl y Heidegger se citaban continuamente; el existencialismo y la fenomenología eran parte del discurso.

En eso, llegó a la reunión Octavio Paz, quien, sin saludar, se arrellanó en un sillón para escuchar la –para él- vana discusión en la que estaban enfrascados los hiperiones (grupo al que Paz no pertenecía). Después de un rato, Portilla le preguntó: “¿Qué pasa, Octavio, por qué tan callado, te inquieta algo?”. “No –contestó él–, el problema son ustedes. Por lo que veo –continuó–, llevan buen rato discutiendo sobre abstracciones banales que no llevan a nada, como si nada reciente hubiera pasado en el mundo de la creación estética y de la inteligencia, hechos que ignoran o han dejado pasar desapercibidos, hechos por los que deberíamos sobrecogernos e indignarnos, antes que desgranar el contenido de La Risa, de Bergson”.

Jorge Portilla, sin soltar el cigarro y el jaibol, se separó del respaldo de su asiento y se acomodó en la orilla de éste, en actitud un tanto desafiante y de estar dispuesto a tomar la iniciativa para responder a la diatriba –daba por hecho– que Paz estaba a punto de lanzar. “A qué te refieres, Octavio” –lo increpó Portilla–. Viendo el poeta que era el momento de imponer su tema sobre el de los demás, dijo: “Es cierto que es importante, como lo proponen ustedes, sacar la filosofía a la calle, hacer filosofía de lo mexicano y del mexicano, pero me parece increíble, inverosímil –continuó– que ninguno de ustedes haya dicho una sola palabra por algo que debería estrujarnos hasta la médula: ha muerto César Vallejo, en París, hace apenas unos días, uno de los poetas más innovadores y revolucionarios de la lengua española, un genio de la poesía y del sentir más profundo del Perú y de las letras latinoamericanas. ¿Y saben de qué murió? ¡De hambre! ¡Si, de hambre! ¿Cómo es posible que un hombre del talento de Vallejo pueda morir, ni más ni menos, que de hambre? Y no hay uno solo de ustedes que se digne a mostrar el más mínimo sentimiento por la muerte de Vallejo, como supongo también que el asesinato de García Lorca los haya dejado impertérritos”.

Como era de esperarse, el abogado y filósofo Portilla recogió el guante lanzado por Paz: “Mira Octavio, me parece que la indignación que nos traes a esta reunión, respetada y valedera, no lo niego, sí me parece en cambio inoportuna, fuera de lugar y anticlimática. Si cada uno de nosotros –siguió Portilla– trajera el obituario personal que quisiera todos compartieran, que nos acongojáramos solidariamente y hasta derramáramos una obligada lágrima, nada como citarnos en una iglesia y, en misa de difuntos, vivir el luto que el muerto merece. Pero ya que lo traes a cuento, déjame decirte que si César Vallejo murió de hambre fue por tarugo ¡Nadie se muere de hambre en París y menos un hombre del genio de Vallejo! Por favor, Octavio, seamos honestos”.

Portilla se veía exaltado, la vena de la frente se le saltaba. Tomó aire y continuó: “Ya que nos has recordado la obligación que moral y espiritualmente debemos tener por la desaparición de grandes hombres, hay uno al que nunca te he oído nombrar. Me refiero a Jesucristo; el que murió por ti y por todos nosotros, el que con su muerte nos dio la vida, la vida eterna, la verdad revelada, el verbo, la luz, el que nos redimió de nuestros pecados, los tuyos incluidos. Él no nos dejó poemas, nos dejó un camino por el que han transitado millones y millones de seres humanos que han podido dar sentido a sus vidas y también a su muerte. Me parece –concluyó diciendo– que hay demasiada vanidad, arrogancia e hipocresía en lo que nos has dicho, mi querido Octavio”.

Paz sabía que en ese tema, con Jorge Portilla ni meterse; además, en su fuero interno reconocía que lo dicho por él había sido totalmente inapropiado. Sin más, repasó a todos los presentes con una mirada seca e inexpresiva, apretó los labios en forma de mueca, se levantó del asiento y salió como llegó: sin despedirse.

La tertulia entró en un impasse, en un silencio que no era fácil de romper, no obstante los esfuerzos que hacían por recomponer el ambiente Santiago (el Gordo) Oñate, Raúl Medina Mora y Adolfo Chrislieb. Percatándose de ello, Jorge Portilla se sintió obligado a reanudar la plática, incursionando en un tema en el que todos -suponía- habrían de estar interesados,. El tema habría de ser, ni más ni menos, que el origen de la infelicidad de los norteamericanos. Para ello, Portilla echó mano de una historia.

En Estados Unidos –empezó a decir–, en la ciudad de Washington, el director del cementerio de Arlington convocó a un concurso internacional de escultores, invitándolos a presentar el proyecto de una escultura de un Cristo de gran realce que sería ubicado justo a la entrada del cementerio. Las propuestas no se hicieron esperar (el premio era muy considerable en monetario) y, entre las decenas de proyectos, destacaba la de un escultor italiano que, sin la menor duda, era la mejor propuesta, la obra más bella y acabada que pudiera esperarse. El resultado del concurso, sin embargo, no le favoreció.

Poco tiempo después, se habría de entregar el resultado y el premio al ganador, teniendo los organizadores del concurso la fineza de invitar a la ceremonia de gala a los cinco autores de las mejores propuestas, el italiano incluido. Durante la cena, el alto ejecutivo funerario (si los hay), invitó al artista a almorzar en privado. Ya reunidos al siguiente día, y después de un tradicionalmente horroroso luch gringo, el director, con tono sincero le confió: “Mire usted, yo soy un devoto admirador del arte italiano; en toda la historia, desde la antigua hasta la moderna, los italianos han sido quienes mejor han expresado la belleza intrínseca de las personas y de las cosas. Tengo que confesarle que, desde mi punto de vista, su propuesta era la mejor, la más emotiva, la más conmovedora, Desafortunadamente, el resto de mis colegas miembros del comité de selección no piensan como yo. Su cristo era un cristo doliente, en el rostro reflejaba el suplicio recibido, a quien lo contemplara habría de transmitirle tristeza, dolor, deseo de arrepentimiento. Déjeme decirlo así: era una belleza, pero una belleza doliente. Mis colegas –prosiguió– esperaban, y obtuvieron, un cristo feliz, satisfecho de su sacrificio, confiado en los grandes resultados de su obra, que en lo más mínimo expresara pesar o arrepentimiento de su sacrificio; en una palabra: un cristo triunfador. Es así como nos vemos los norteamericanos a nosotros mismos y no podemos vernos de otra manera, concluyó diciendo, y con él, el relato de Portilla.

A todos dejó un sentimiento de reflexión y sorpresa por esa inflexión weberiana tan propia de los norteamericanos y que Portilla había sacado a flote, y que, sin embargo, tan bien reflejaba el carácter de los americanos, imbuidos por ese protestantismo que ha modelado el ser americano.

Se sirvió nuestro personaje otro whisky, prendió otro cigarro, y prosiguió con el desarrollo de su teoría: “Los gringos –empezó diciendo– siguen una filosofía en donde el triunfo, la abundancia, la riqueza, la belleza, la juventud, la fuerza, el arrojo, la conquista, son virtualmente obligatorios. El que no cumple con estos “valores”, para la sociedad americana no existe, o no debiera existir. Sus monumentos, edificios públicos, su arte, su política, todo, absolutamente todo, está hecho para el triunfador, el bello, el fuerte. El problema –afirmaba Portilla– es que el ser humano no es así, los norteamericanos en su inmensa mayoría no son así, razón por la cual esconden, o pretenden ignorar, a sus pobres, a sus desvalidos, a sus fracasados, a sus débiles; aquellos que sencillamente no cumplen con el “ideal americano”.

Esta inmensa mayoría de desposeídos del don norteamericano, son los que abrevan en esta fuente primigenia de la infelicidad, la que aceptan de una manera inexorable, fatal y, lo peor de todo, resignada, cuando –hay inocentes–, hispanos (mexicanos incluidos), vietnamitas, japoneses, chinos, árabes, polacos, africanos (negros incluidos), apaches, red necks, creían que bastaba con hablar inglés y celebrar el Thanksgiving Day para ser considerados gringos de cepa”.

Los Estados Unidos –concluía Portilla– es un país triste, infeliz. También, como los mexicanos, viven en la soledad de su laberinto. A pesar de la vena cristiana (protestante) que les ha sido imbuida, la realización plena, el éxito, no incluye la redención por la vía de la pobreza, del dolor, del sufrimiento. La vía del sufrimiento no es para ellos una alternativa de redención; sólo el que triunfa tiene derecho a la felicidad, los demás que con su pan se coman su tristeza”.

Así concluyó Jorge Portilla su relato.

Hasta aquí dos episodios de una historia, una historia que a Jorge Portilla le hubiera gustado contarnos. Que a mi me ha gustado contarles, y que yo la transmito de oídas, como en el mester de juglaría.

Puede que sea, o no, cierto lo que acabo de relatar; puede, o no, que haya errores e inexactitudes en los personajes y en las argumentaciones; puede ser que lo dicho interese, o no, al grueso de los lectores. Son historias viejas que pueden ser, o no, de poca monta. Total, que todo esto no es más que un divertimento, un pinche “relajo portillano”.

Pero así me lo contó, o no, mi padre.