Nosotras si no callamos, consentimos
Gil Vicente
El pasado sábado 7 de marzo, el corazón de nuestra Capital Cultural se conmovió al escuchar “Canción sin miedo”, pieza compuesta por la joven Vivir Quintana e interpretada por Mon Laferte y un potente grupo de mujeres cuyo vigor contagió una poderosa letra que resume las razones de la lucha contra las acciones que acreditan sin cortapisas el sometimiento milenario a un fuero patriarcal que anula a las mujeres en cualquier era y punto del planeta.
‘Al sonoro rugir del amor’ es la frase concluyente de esta composición con la que la autora postró a ese patriarcado sustentado en la violencia, la guerra y la conquista como acciones masculinas y machistas que, durante siglos, han impuesto su superioridad por sobre el resto de los seres vivos, despreciando y erradicando cualquier atisbo de igualdad de género que nos permita reconstruir pacífica y amorosamente la humanidad.
Como es mi costumbre, busqué un epígrafe relativo a las mujeres en los diversos volúmenes que normalmente consulto, y mi desagrado y enojo fue creciendo al constatar el infamante machismo con el que la mayoría de los intelectuales más connotados de todos los tiempos se expresan en relación con ellas.
Para Aristóteles “la naturaleza sólo hace mujeres cuando no puede hacer hombres”; bajo esa misma premisa se sustenta el pensamiento occidental que le permite a Voltaire expresar que “una mujer estúpida es una bendición del cielo”, afirmación que ejemplifica el machismo ilustrado en uno de sus representantes más dilectos.
Por parte del clero, Inocencio III, Lotariu de Siegne, inspirado en las escrituras y armado de su infalibilidad papal, en pleno silgo XIII decretó que para la Iglesia “la mujer concibe con suciedad y fetidez, pare con tristeza y dolor, amamanta con dificultad y trabajo, vive con ansiedad y temor” y que por tanto no era digna de predicar ni de pertenecer al “corpus clerical” sino simple y llanamente servía para ser paciente y sumisa al poder del hombre.
Con tales fundamentos filosóficos y dogmáticos, cuestionados por algunas mujeres a lo largo de la historia, es entendible, -pero no aceptable- la postura del filósofo francés André Gidé, para quien “el papel de la mujer en la familia y en la civilización es conservador”, pues el sentido difuso del concepto en contrario sensu deja por sentado que el progresismo es cosa de hombres.
Al reconocer las mejoras legislativas y sociales que de alguna forma se han conquistado en los últimos tiempos, cada día estoy más convencido de que a esos avances debemos sumarnos desde diversas aristas de la vida comunitaria, pues urge una profunda revisión histórica que genere -dentro del escaso margen de maniobra que nos legó el machismo fundante- la recuperación de una historia igualitaria e integradora en donde las mujeres dejen de callar y consentir, como expresó el poeta luso Gil Vicente en el siglo XV, para que al fin retiemble en su centro la Historia al sonoro rugir del amor.
