En memoria del embajador Sergio González Gálvez, mi amigo,
brillante diplomático, orgullo de la diplomacia mexicana.
Obligado a tratar el tema, como el escenario internacional está poblado de noticias que merecerían comentarios, sucumbo a la tentación de mencionar, muy brevemente, un par de ellas. Primero, la noticia del indecente pacto, de última hora, entre el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu y el líder de una fuerte coalición de opositores, Benny Gantz, que salva a aquel de ser perseguido penalmente por corrupción y le garantiza otros 18 meses en su gestión como primer ministro, la más larga –18 años– ejercida por alguien.
También me refiero a la reelección del impresentable Luis Almagro como secretario general de la OEA, que hoy, manoseada por los Estados Unidos y sus corifeos como Colombia, vuelve a ser Ministerio de las Colonias. Mientras México en la elección, apoyaba torpemente a una aspirante perdedora, y remataba su torpeza y fracaso con un discurso plano y rayano en la injuria.
Pero, voy ahora sí, al tema del Coronavirus, corriendo el riesgo de repetir los muchos y repetidos comentarios que se han hecho al respecto.
¿Solidaridad, eso qué es?
La pandemia amenaza a todos y provoca el pánico de muchos, esto último como consecuencia del manoseo de estadísticas, por gente que, temerosa a veces hasta la paranoia, o por mala fe, presenta conclusiones en las que, al informar que el coronavirus en el mundo ha contagiado a casi 700,000 víctimas y que un número cercano a las 30 mil personas falleció –información del 29 de marzo– presenta esas cifras como aterradoras. Pero el pánico no tiene razón de ser si nos percatamos de que los porcentajes de infectados y de muertos, están muy por debajo del 1 por ciento de la población mundial, y también de la población de cada uno de los países afectados.
Lo cierto es que la amenaza, real, y el miedo que provoca el coronavirus, ha hecho sonar alarmas en el gobierno y la sociedad civil de varios países, reavivando nacionalismos excluyentes, la xenofobia y el racismo –sin hablar del retorno al proteccionismo económico y de las tesis de la seguridad nacional a ultranza; y, por supuesto, de los muros antiinmigrantes.

Abundan las expresiones racistas, xenofóbicas como la de identificar a cualquier rostro asiático como chino, afirmar que los chinos son sucios y considerarlos portadores del virus. Manifestaciones de odio, que se han traducido en acciones repugnantes, como la del individuo que hace unos días, en Manhattan, escupió y golpeó a un asiático, acusándolo de que tenía coronavirus –algo similar sucedió tiempo atrás a mexicanos residentes en Estados Unidos, cuando los oían hablar español.
Hay otros casos, como el de la caricatura del 4 de febrero en el diario danés Jyllands–Posten, con la bandera china a la que, en lugar de sus cinco estrellas amarillas le dibujaron cinco coronavirus, lo que el periódico justifica como ejercicio de la libertad de expresión. Como sucedió con las caricaturas de Mahoma, publicadas hace años por el mismo diario danés y por la revista francesa Charlie Hebdo, dando lugar entonces a un atentado integrista en París, en el que murieron al menos 10 personas.
En todo caso, si la publicación de la caricatura de la bandera china –y las de Mahoma– pudiera justificarse acogiéndose a la libertad de expresión, tal justificación no sería aplicable a los dichos de Donald Trump, quien, al referirse al coronavirus habla del “virus chino”, lo que constituye una agresión a Pekín.
Por fortuna, no todo en la sociedad civil es xenofobia y condenas. También hay admirables expresiones y acciones solidarias hacia personas, comunidades y países vulnerables ante la pandemia. Múltiples acciones de algunos gobiernos y de la sociedad civil en sus variadas expresiones: tanto las redes sociales como la realidad “real”, tangible.
Elijo tres ejemplos interesantes de ello: el recién creado “Caremongering” –lo contrario a alarmismo o difusión de rumores aterradores–, que es un grupo en Facebook, que cuenta ya con casi 6000 voluntarios y presta apoyo de toda índole a grupos vulnerables en Canadá y ahora también en India; y que previsiblemente se ampliará en número y en países.
Otro ejemplo es el de los grafiteros de Dakar, en campaña entusiasta y de belleza y calidad artística, para hacer tomar conciencia a sus compatriotas, a través de grafitis, de la gravedad del coronavirus, e instruirlos sobre las imperativas medidas de higiene y seguridad.
Es destacable, hablando asimismo de África, la “estrategia de los ritmos africanos contra el coronavirus”, por la que artistas de varios países componen e interpretan canciones para sensibilizar a la población sobre la pandemia, como en los años ochenta y noventa concientizaron sobre el sida y el ébola. Ello responde –dicen los conocedores– a una larga tradición oral, los griots, juglares muy respetados, que transmiten la historia y raíces de las localidades.

Solidaridad desde el poder
Al igual que la sociedad civil: personas, ONG´s, iglesias, las redes, la prensa escrita, la televisión, etc., los gobiernos y los políticos expresan su solidaridad y realizan acciones de apoyo internacional, que los medios publican con bombo y platillo; aunque también llegan a ser motivo de criticas, pues el escenario de la política es resbaloso.
Destaco de estas manifestaciones de solidaridad las de China, que está enviando asistencia de emergencia para luchar contra el coronavirus a más de 80 países –a Italia prioritariamente, como es obvio, 30 toneladas de material y 9 expertos de primera línea–, y a organizaciones internacionales, como la OMS y la Unión Africana.
Hago notar a este respecto el caso de la Unión Africana, habida cuenta de que el Imperio del Centro –Zhôngguó, que según sinólogos es como los chinos llaman a su país– tiene una presencia impactante en África, imperialista o de cooperación, según se vea, pues el continente es escenario de multimillonarios créditos e inversiones chinos y está incorporado a la ambiciosa iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda.
Cuba está mostrando también una fuerte presencia solidaria con motivo de la pandemia que padece el mundo: envió 50 médicos a Italia (Lombardía) y da igualmente apoyo médico a Venezuela, Nicaragua, El Salvador y varias de las islas del Caribe.
Rusia ha estado, asimismo, presente en estas tareas de auxilio a países víctimas del coronavirus y envió al exterior, con una amplísima cobertura mediática en el país y a nivel internacional, material médico y especialistas en enfermedades contagiosas similares a la pandemia. Envió, por ejemplo, a Italia (región de Lombardía), 22 unidades militares, 104 especialistas, incluidos médicos y trabajadores sanitarios, así como equipo móvil de análisis, diagnóstico, y equipos especiales para atender a contagiados por coronavirus en estado grave.
No omito informar, por último, que, mientras escribo este artículo, amigos míos polacos me comparten información sobre el arribo a Varsovia de un avión de Vietnam con equipo médico –destacadamente, miles de sets de pruebas para detectar el virus.
Son de reconocerse estas muestras de solidaridad de los gobiernos, que prestan auxilio tangible y muchas veces invaluable a los países que las reciben. Debe hacerse notar, sin embargo, que, al margen de su componente auténtica solidaridad, estas acciones de los gobiernos son estrategias de poder blando, a través del cual ganan simpatía e influencia en las sociedades y gobiernos que reciben ayuda. Con dividendos de imagen, políticos y económicos, nada deleznables, en el presente, para China, Rusia y Cuba. Seguramente Vietnam está ejerciendo su Soft Power, aunque mi conocimiento de sus realidades es limitado.
La manipulación, los dictadores y los machos
El coronavirus, con su estela de contagiados, de fallecidos y de empobrecidos –países y personas–, el caudal de información y desinformación –calificada de infodemia por el director general de la OMS– que genera, y la exigencia de distanciarnos físicamente unos de otros, hasta quién sabe cuándo, está trastocando el escenario internacional y la vida personal. Abrirá las puertas, dicen expertos y pensadores, a un “nuevo mundo”, para bien o para mal, según la filiación de esos pensadores, economistas, politólogos y demás estudiosos.
Mientras eso sucede, la situación grave y angustiante –para muchos– es aprovechada en beneficio propio por gobernantes, políticos, personalidades de la sociedad civil, medios, redes sociales, etc.
Ejemplos los hay en todas las latitudes del orbe y para mi, a la mano, los de la variopinta legión de euroescépticos y eurófobos, abiertos o embozados: los gobernantes de países de Europa Central –Grupo de Visegrado– como el premier húngaro Viktor Orban y Jaroslaw Kaczynski, el poder tras el trono en Polonia, y políticos de la derecha racista, como Matteo Salvini, el italiano, y el español Santiago Abascal. Y desde luego, Donald Trump.
Orban amerita un comentario específico. En buena sintonía con Putin, para no hablar de relaciones indecentes, feroz opositor a inmigrantes y refugiados, xenófobo y defensor de una sociedad de valores occidentales –vale decir, de blancos–, crítico acerbo de la Unión Europea, el premier –lo es desde hace diez años– es un enamorado del poder. Que aprovechó la emergencia del coronavirus para lograr que el parlamento aprobara una ley que le permite ejercer poderes extraordinarios y gobernar, sin límite de tiempo, por decreto, con el pretexto del estado de alarma impuesto para enfrentar la pandemia.
En este escenario de manipulación política y desenmascaramiento de dictadores embozados, como Orban, ha aparecido un dirigente que actúa como macho, y que quizá mereciera que sociólogos –o zoólogos– le crearan una tipología. Este personaje, común en Asia y África; y por supuesto en Medio Oriente, está apareciendo –¿o resucitando?– en América; existe en Europa, sus confines, en la persona de Alexander Lukashenko, el presidente bielorruso, y habría que preguntarse si Erdogan en Europa pudiera también catalogarse como “macho”.
Ejemplos de este “macho” americano son Donald Trump, Bolsonaro y algún otro jefe de Estado. Depositarios de la verdad, desautorizan al menor crítico y se crean su realidad, “porque así debe ser”. Lo que se ha traducido, en el caso del estadounidense, en el desbarajuste que ha trastocado las reglas de la convivencia internacional que funcionaron en los últimos treinta o cuarenta años.
En cuanto al coronavirus, Trump al principio se burló del “catarrito”, que desaparecería solo, error garrafal, en clave de “macho”, que amenazaba con pasarle una gravosa factura: la de perder la reelección en los comicios de noviembre. En tales circunstancias, el personaje, bien asesorado, reaccionó, declaró medidas de emergencia y se ha presentado como “un presidente en tiempo de guerra”. Lo que, aunado al fondo de rescate económico, de dos billones de dólares, el mayor de la historia de Estados Unidos, que dará apoyo a familias y a empresas, ha elevado al máximo su popularidad, dejándolo en inmejorables condiciones para la elección presidencial.

La historia universal del coronavirus, hoy, exige también referirse a la Unión Europea, que enfrenta el desafío de debilitarse seriamente si el nacionalismo latente en algunos líderes políticos –mencioné a los de Europa Central, pero los hay en otros países– y comunidades se exacerba y cierra muros y rechaza inmigrantes y refugiados. En este esfuerzo de dirigentes nacionales europeístas y Bruselas, la Unión ha accedido a ampliarse y está abriendo sus puertas a la negociación para el ingreso de Albania y Macedonia del Norte al selecto club.
Complicadas, sin embargo, son las negociaciones que intentan concluir los países del Sur: Italia, España, ¡Irlanda!, Portugal, Bélgica, Luxemburgo, Grecia, Eslovenia y Chipre, con Macron y Francia como protagonista principal, y que constituyen el 60 por ciento del PIB de la zona euro, para que la Unión Europea mutualice el endeudamiento de los Estados, en el contexto de la crisis derivada del coronavirus. Una discusión principalmente con la canciller alemana Ángela Merkel y con Mark Rutte, premier de Países Bajos, en la que no toman partido los países del Grupo Visegrado, los nórdicos, los bálticos y países de los Balcanes. Se trata de instrumentos de deuda común, también conocidos como Coronabonos. Las discusiones, ríspidas por la actitud, “calvinista”, en el peor sentido del termino, de Rutte, no han tenido buen fin. Pero se acordó continuar con ellas y presentar un informe en dos semanas.
Por mi parte, mientras nos sujetamos al confinamiento ante el desafío del coronavirus, seguiré escribiendo otra novela, que espero tenga igual suerte que el Decamerón, de Bocaccio, cuyas historias tiene lugar durante la peste bubónica, que en 1348 diezmó a la población de Florencia. Estoy seguro de que, como declaró apenas Mario Vargas Llosa, el coronavirus no tiene por qué frenar la sensualidad; y que el confinamiento favorece al erotismo.


