Frente a los retos presentes -¡y los futuros!- que le plantea a México la pandemia del Covid-19, siento una profunda tristeza e indignación que en México no se haya hecho una gran convocatorio –heroica, insurrecta, provocadora, patriótica, urgente- a la ciencia, al conocimiento, a la excelencia. Un reto que un presidente de la República, basado en su todavía abultada popularidad, hiciera a las universidades, a los centros de investigación, a la academia, para encontrar propuestas que plantearan soluciones propias y originales que pudieran solucionar algunas de las necesidades que se nos plantean en diferentes frentes: desde la búsqueda de vacunas hasta las propuestas para conservar empleos y mantener viva la planta productiva.
Antes al contrario: a nuestros hombres y mujeres, a nuestros mejores talentos técnicos y científicos, se les ha menospreciado, ignorado y hasta ridiculizado. Si bien algunas universidades, centros de investigación y empresas privadas han tomado diversas iniciativas, lo han hecho por su cuenta, sin más recursos que los propios y guiados en lo general por un sentido de responsabilidad auténtico y solidario (con el País, que no con su gobierno). Al grueso, sin embargo, de nuestra élite científica e intelectual, hoy les han dicho: “Quédate en casa”.
El Dr. Jesús Kumate, ex secretario de Salud, científico y médico de altísimos méritos en cuanto a salud pública se refiere, en una pequeña pero valiosísima obra hasta ahora agotada, La Ciencia en la Revolución Francesa (Colegio Nacional. 1991), exalta la tarea que pueblo y gobierno francés hicieron ante la alerta que en 1792 la Asamblea Nacional francesa lanzara al declarar la guerra a la coalición europea compuesta por Austria Prusia, Inglaterra, Holanda y España. La proclama fue “¡La Patria en peligro”!
La sobrevivencia de la República dependía de lo que hiciera, o dejara de hacer, la Asamblea Nacional. Su respuesta fue hacer un llamado urgente a la comunidad científica, a los enciclopedistas, a los hombres de la Ilustración. Los convocados fueron, ni más ni menos, quienes sentaron las bases de la cultura occidental moderna. Las mentes más brillantes de Francia serán quienes habrán de dar las respuestas a una patria en peligro.
La guerra, como es de suponer, impuso a Francia retos mayúsculos de urgente solución: pólvora para fusiles y cañones, calzado y fornituras para un ejército de 300 mil soldados, acero para fabricar cañones, armas blancas. A la sazón, Lavoisier se ocupa de resolver el problema de la pólvora y elabora manuales para producir el explosivo y lanza una gran convocatoria, gracias a lo cual los sans-culottes raspan muros, cavas, cloacas y “al son de la Marsellesa” –nos relata Kumate- en un brevísimo tiempo elevan la producción de salitre de 1.3 , a 4 toneladas.
Otro reto era reducir los dos años que tomaba el proceso del curtido de las pieles. El poderoso Comité de Salud Pública (hoy equivaldría al Consejo de Salubridad General), encarga a científicos de la talla de Berthollet, Seguin (discípulo de Lavoisier) y Foucroy resolver el problema. En poco tiempo descubren que eliminando el uso de la cebada el proceso se reducía, de dos años, ¡a dos semanas! Pero, también se necesitaba acero: Monge publica 15 000 manuales para su fabricación, y Fourcroy resuelve el problema haciendo bajar cuanta campana de acero o bronce estuviera al alcance. Este personaje también diseña un método para producir masivamente armas blancas. La inventiva parecía no tener límites; Fucroy mismo expresó: “la guerra será para la República una coyuntura afortunada para desarrollar las artes y ejercitar el genio de sus sabios”.
Nunca los franceses –me atrevo a decir- supusieron que las calamidades de la guerra, amenaza que ponía en peligro la Patria entera, “les caía como anillo al dedo” para beneficiar a un partido , a un movimiento político o a una persona en lo particular. Sabían que la Patria estaba por encima de cualquier individualidad.
Hoy México está subordinado al capricho de una sola persona. En la Francia de la Revolución, de la Enciclopedia y de la Ilustración, nada se dejó al azar, a la intuición, a la revelación divina, al dogma o a la doctrina. Como en cualquier país que pretende ser civilizado, la razón hubo de imponerse como un imperativo categórico. Kant –el padre de la filosofía moderna- y Rousseau –uno alemán y el otro francés- habían hecho bien y a tiempo su tarea.
Si no hubiera sido por la prevalencia de la razón, el apego al método científico y al empoderamiento del conocimiento, Francia no sería la Nación que es ahora, no hubiera podido, por ejemplo, imponer el sistema métrico decimal ni sustituir como lengua culta universal el latín por el francés. Tanta era la devoción de Francia –nos recuerda Jesús Kumate- por la ciencia y el arte “que un día antes de la batalla de Valmy, se creó el Museo del Louvre”. En tan alta estima tenía Francia a su comunidad científica e intelectual que, en 1814, en que las tropas coaligadas se acercaban a París, los politécnicos en masa demandaron alistarse voluntariamente en el ejército, contestándoles el Emperador que “no estaba dispuesto a matar su gallina que ponía huevos de oro”.
Hoy México está en peligro, “La Patria está en Peligro”: el Covid-19 ha puesto al país en “pausa” al tiempo (¿la tormenta perfecta?) que se acumula una presión social que amenaza con hacer estallar la maquinaria entera. El problema es que en este momento no tenemos un líder capaz de convocar a una revolución pacífica que ampare los valores más preciados de la Nación: la salud, la educación, el empleo y la seguridad personal, en un marco de libertad y democracia, sin distinguir -y menos enfrentar- a quienes tienen la posibilidad y capacidad de contribuir al salvamento del país. Cuando el discurso oficial se centra en debilitar la confianza, en pintar panoramas optimistas sin fundamento, en pedir plazos indefinidos para la maduración del modelo 4T, la credibilidad es la que sufre y la paciencia la que se agota: aquí, cualquier revolución es incontrolable. La liberación del tigre puede hacer que éste se vuelva en contra de su domador.
Emmanuel Kant, a la par de sus complejas y profundas reflexiones, deja espacio para el humor en ocasión de la pérdida de credibilidad (Filosofía de la Historia): “Un médico –relata en sus Conclusiones– no hacía sino consolar a su enfermo todos los días con el anuncio de la próxima curación, hoy diciéndole que el pulso iba mejor, mañana que había mejorado la excreción, pasado que el sudor era más fresco, etc. El enfermo recibe la visita de un amigo: ¿cómo va esa enfermedad?, le pregunta. ¡Cómo ha de ir! ¡Me estoy muriendo de mejoría!”
Esperemos no sea nuestro caso.