Me explicaré, para beneficio de quienes se animen a leer esta nota. La tregua es el título de una espléndida novela del escritor uruguayo Mario Benedetti, obra de amor y melancolía. Pero no pretendo referirme a ella. También es la denominación de un receso en el combate medieval entre ejércitos cristianos, que no por serlo dejaban de atacarse con fiereza. Entonces se hablaba de la “tregua de Dios”, un receso temporal para aliviar la fatiga y reanimar la energía. Tregua de Dios en días de guardar, como lo son, en cierto modo, las jornadas que corren. Esta acepción de la palabra me acerca más al tema de mi nota.
Extraigo una perla del provisto arsenal de las ocurrencias recientes, que suscitan esperanza y culminan en desesperación. En cada mañana —en las odas al nuevo día, que soportamos con paciencia— crece el arsenal. Las ocurrencias se acumulan. Algunas, las menos, no pasan a mayores; otras anuncian errores mayúsculos y siembran nubes ominosas en el firmamento de la nación. Más y más nubes cargadas de tempestad que caerá sobre México y los sufridos ciudadanos. Entre éstos, tanto los partidarios del hombre que hace llover, que van en descenso; como los críticos y opositores, que van en aumento.
Hace unos días, muy pocos —aunque parecen una eternidad— el hacedor de la lluvia, convertida en tormenta, pareció entrar en súbita razón. Animado por un espíritu de cordura y conciliación —para desconcierto del respetable público que asiste a las animadas representaciones—, extrajo de la manga una sorpresa mayor. Sonriente, convocó a establecer una tregua entre partidarios y adversarios. O mejor dicho, una tregua entre él mismo y una parte, cada vez mayor, del pueblo de México.
¿De qué se trata en esta ocasión? ¿De la tregua medieval, la tregua de Dios entre beligerantes que bajan las armas y aguardan al incendio de la mañana siguiente? El hacedor de la tormenta llamó a la paz, ciertamente no perpetua, sino temporal, circunstancial, transitoria. Paz armada, sólo mientras los contendientes reparan sus fuerzas y curan sus heridas. Sugirió que ambos bandos —él mismo es uno de ellos—, unidos y reunidos, enfrentaran al unísono al enemigo que se cierne sobre todos y amenaza con arrasarlos, sin discriminación. Feliz propuesta, dejando de lado el sarcasmo del ponente, si se considera que ese enemigo podría diezmar tanto al pueblo bueno y sabio, ya dolido por las ocurrencias del conductor, como a los adversarios de éste y de su proyecto de demolición.
En principio, parece razonable convocar a una tregua y enderezar las armas a la resistencia contra el enemigo común, ese virus inesperado que acosa a la humanidad. México no es excepción, sino ejemplo que crece. Sin embargo, en el origen, en el fondo y en el destino de la animosa convocatoria, lanzada con una sonrisa —perseverante sonrisa—, hay gatos encerrados que no dejarían en paz a los apaciguados.
Primero, el origen de la propuesta pacificadora. La contienda en la que ahora navegamos fue iniciada, declarada y alimentada por quien ahora llama a la tregua. El generoso apaciguador se esforzó en sembrar división en una sociedad que debió unir y encauzar, con talento de estadista y moral republicana. Ese era su deber político, jurídico y ético, que quedó a la deriva. El discurso y la conducta se encaminaron en otra dirección: dividir y enfrentar, ofender y confrontar. Sin embargo, no repruebo al provocador de la guerra que de pronto se convierte en patrono de la paz.
Segundo, el fondo. No se trataría, si entendimos bien —salvo que haya por ahí “otros datos” que debamos atender— de prescindir de la política de discordia y enfrentamiento, escuchar todas las opiniones con disposición tolerante y constructiva, y proveer con auténtico talante democrático soluciones satisfactorias, que alienten a los “adversarios” sin quebrantar a los partidarios. Pero no es así. Esta tregua implicaría la simple clausura de las discrepancias y la exaltación de la docilidad. En otros términos, traería a nuestros días la máxima del marqués de Croix, no tan remoto virrey, a quien cité en mi primer artículo para Siempre: “obedecer y callar”.
Tercero, el destino. Conseguido el silencio de los críticos y canceladas todas las oposiciones —como es propio del despotismo, que en este caso no sería “ilustrado”— se habría preparado el terreno para que el sembrador de tempestades pudiera manejar a gusto los vientos de la nación y conducirla sin obstáculos —los famosos frenos y contrapesos de la democracia, ahora tan menguados— en el rumbo y hacia el objetivo que se ha propuesto, cuya verdadera identidad ignoramos, pero instintivamente tememos. Despejado el camino, avanzará a paso seguro: paso de ganso, para recurrir a la imagen del ave que él mismo suele invocar.
Bien que hayamos iniciado —o reanudado, mejor dicho— la identificación de la tregua. No es aceptable decretar, al amparo de ésta, el silencio de las conciencias y el olvido de la razón. En cambio, la tregua sería aceptable si fuera preludio de paz honesta y genuina, sirviera para restablecer el diálogo democrático y alentar la racionalidad de las decisiones de gobierno, cuyo destinatario es el pueblo en pleno, no sólo quien las adopta e impone. Esa tregua sería bienvenida. La otra, que maliciamos, es sólo un armisticio para elevar las banderas del imperio y formalizar la derrota de la razón.

