Luis Sepúlveda, autor de Un viejo que leía novelas de amor, fue el primer paciente de Covid-19 en Asturias, pues vivía en Gijón y luego fue trasladado para su atención médica a Oviedo, donde murió, el pasado 16 de abril, a los 70 años. Después del golpe de Estado de Pinochet contra Allende, Sepúlveda estuvo preso dos años y medio, defendido por Amnistía Internacional, comenzó su exilio poco después en países de América Latina para radicar más tarde en Suecia, Alemania y finalmente en España. Fue guardia del Presidente Allende con el sobrenombre de Juan Belmonte, de ahí el título de su obra Nombre de torero. Participó en la lucha armada de la revolución sandinista, pero surgió a la celebridad literaria con Un viejo que leía novelas de amor, en 1989, obra que alcanzaría traducciones a unos 20 idiomas, (otros suben el número a 60) y sus lectores se calculan en 18 millones. Se dice que sólo cede el primer lugar en América Latina a Gabriel García Márquez, bajo la influencia de quien, por otro lado, escribe su literatura. Al principio no fue profeta en su tierra, aseguraba que la envidia chilena era tanta que debería exportarse.

Sus admiraciones lo definen. Le gustan Verne, Salgari, Jack London, Conrad y Melville. A estas alturas casi sobra añadir que fue militante de Greenpeace y que dedica esta obra a la memoria de Chico Mendes, asesinado antes de publicarse la novela, y a Miguel Tzenke, “síndico shuar de Sumbí”, quien lo guio en “su desconocido mundo verde”. Esta novela acaparó tres premios el Tigre Juan, el France Culture Étrangere y el Relais du Roman d´Evasion. El autor recibió en poesía el Gabriela Mistral, y en novela el Rómulo Gallegos, entre otros.

En su exilio y como periodista, Luis Sepúlveda participó en una investigación patrocinada por la Unesco en la Amazonía ecuatoriana, escenario de su novela, que en la dedicatoria califica de Edén y en la novela se llama El Idilio. Los indios Shuar y el viejo que lee novelas de amor son los protagonistas de esta historia. Un hombre blanco, malvado, torpe e inconsciente, mata a la camada de una tigrilla y deja malherido al macho. La hembra, que considera a los hombres causantes del daño, comienza a matar. El viejo, que tendrá que enfrentarla, se llama Antonio José Bolívar Proaño y su mujer, a la que amó, pero que ya ha muerto al iniciar la novela, tenía el nombre de Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñan Otávalo. El viejo sabe leer, pero no escribir. Le gustan, como ya se dijo, las novelas de amor, pero como no se ha dicho hasta ahora, de final feliz. El lector, gozoso, sospecha que esta historia también tendrá un término dichoso, pero no lo sabe con seguridad y esta incertidumbre constituye el suspenso del relato.

Se narra la iniciación del viejo, entonces joven, entre los shuar (llamados legendaria aunque despectivamente jíbaros) y ese conocimiento ancestral le permite darle el tiro de gracia al macho, salvándolo de una dilatada agonía y enfrentar, con astucia, pero sin trampas, a la tigrilla para vencerla. La novela sigue un esquema clásico: la iniciación del héroe aceptado en la etnia sabia, los shuar, y el enfrentamiento vital con la naturaleza, encarnada en la hermosa tigrilla. Los antagonistas son el hombre blanco que dispara contra la familia felina y el alcalde, apodado La Babosa, ambos torpes y malvados por indiferencia. Al contrario, el hombre y la naturaleza, enfrentados, comparten idéntica grandeza. Si ésta es la estructura clásica de la novela de aventuras, de Stevenson y Melville, a la Odisea homérica, lo nuevo es que se inscribe en una preocupación actual de los jóvenes, ya que es, por decirlo así, una novela ecológica.