“Es la enfermedad piedra de toque,
que descubre quilates de la virtud y su fineza”

Fray Damián Cornejo

 

El 10 de octubre de 1918 El Demócrata, uno de los más respetables diarios del país, anunciaba en su primera plana: “La epidemia de influenza toma incremento. La peste amenaza llegar a la ciudad de México” y con esta noticia, tanto el Ayuntamiento de la Ciudad, como el Consejo Superior de Salud, iniciaron una serie de medidas preventivas sustentadas en los numerales 1° al 4° de la fracción XVI del artículo 73 de la flamante Constitución de la República Mexicana, apenas decretada el 5 de febrero del año anterior.

Un día después, en sus portadas los demás diarios retomaban la noticia, destacando entre ellas la de El Nacional, en la cual se afirmaba que en la capital del país se registraban más de 50 mil enfermos de la “influenza española” y alarmaba a sus lectores al puntualizar que cada día morían más de cien enfermos por esa epidemia.

Pese a que las cifras habían sido proporcionadas a los medios de comunicación por el Consejo Superior de Salud contemplado por la Constitución, el tono y cariz solicitado por sus integrantes no fue respetado y las notas, en vez de informar, generaron un desquiciamiento entre la sociedad, lo que provocó la saturación del precario e incipiente sistema sanitario heredado por el porfiriato.

Uno de los grandes retos a los que se enfrentaron los miembros del Consejo, fue precisamente la insalubridad urbana que con tanto ahínco había combatido el Dr. José María Liceaga, a quien la ciudad aún debía el programa de red hidráulica y de drenaje que la contienda revolucionaria había frenado.

Merced a la inserción del Consejo Superior de Salubridad propuesta y duramente defendida por el Diputado y médico-militar José María Rodríguez y Rodríguez, el gobernador del Distrito Federal, Alfredo Breceda y el Ayuntamiento de la Ciudad de México presidido por el Lic. José M. de la Garza, se habilitó una profunda transformación de los servicios sanitarios, la cual fue puesta a prueba durante la epidemia, al igual que la disposición constitucional que permitió el cierre de todo local público, incluyendo los templos, escuelas, universidad, mercados, cines y teatros.

Gracias a esas medidas, el número de fallecidos en la ciudad fue de 7 375 personas, sobre las 100 mil atacadas por el virus, esto en una población de 906 063 habitantes en su territorio, lo que reflejó un porcentaje inferior al norte y puertos del país, en donde la epidemia arrasaría pueblos enteros.

Este triunfo del constitucionalismo fincó las bases sobre los que luego se sostiene la Secretaria de Salubridad y Asistencia y, parafraseando al glosador del seráfico San Francisco de Asís, el padre Cornejo, la Gripe española descubrió en la capital del país los quilates de virtud que la propia enfermedad detonarían.