Trataré un tema que Beatriz Pagés, nuestra directora, trató en “Siempre!” con vehemencia y maestría, dos virtudes que la caracterizan. Lo haré con cierta extensión, si la revista me lo permite. Lo agradezco de antemano. Me ocuparé en el problema que los viejos enfrentan –mejor diré, con franqueza: enfrentamos– en estas horas de pandemia. ¿Qué hay de los viejos, que viven –o bien, sobrevivimos– con la alarmada certeza de formar parte de un grupo sobre el que puede caer el, virus con saña infinita?
Los viejos somos sujetos vulnerables, desde varias perspectivas. Lo somos ante los golpes de la vida, crecientes y numerosos, y frente a las violencias que afectan nuestros derechos humanos. Es decir, los derechos que se reconocen a todas las personas desde la cuna hasta la tumba. Por supuesto, esos derechos adquieren otro tono cuando se está más cerca de este punto de llegada que de aquel puerto de partida.
En el lenguaje acostumbrado sobre derechos humanos se habla de personas vulnerables. Esta expresión alude a los más débiles, a los menos dotados para resistir los golpes de la violencia. En la Declaración de Viena sobre Derechos Humanos, de las Naciones Unidas (1993), se aludió a los vulnerables, y lo mismo se ha hecho en las llamadas Reglas de Brasilia y en el Protocolo de Santiago.
Vulnerables son las mujeres, los indígenas, los niños, los pobres –¡vaya categoría evangélica!–, los discapacitados, los migrantes, los desplazados, los presos, entre otros sectores de la debilidad y el desvalimiento. También tienen su lugar, bajo este rótulo, los viejos, los ancianos, últimamente llamados –con expresión piadosa– adultos mayores, palabra que sugiere la existencia de otra categoría más afortunada: la de los adultos menores.
En América hemos adoptado varios tratados internacionales dedicados a proteger y garantizar los derechos humanos de sujetos vulnerables. Conste que me refiero a las normas, no necesariamente a su buen cumplimiento, siempre pendiente. Entre esos tratados figura el relativo a la protección de derechos humanos de las personas mayores, suscrito por un reducido número de países el 15 de junio de 2015. Por cierto, México no lo ha ratificado.
Cuando explico temas de derechos humanos ante un auditorio que me escucha con benevolencia –alumnos, colegas, defensores de derechos–, me deshago en elogios para esa convención redentora. Suelo decir, entre las risas del auditorio, que es mi convención favorita. Hay que leerla antes de dormir por la noche, para reposar seguros de que pronto llegará el mundo feliz para los viejos, anunciado por la convención, que nos recibirá a la mañana siguiente.
En México van caminando las medidas asistencialistas para los adultos mayores. Son una clientela numerosa, que abarca también a sus allegados. Éstos observan o aprovechan con satisfacción los apoyos que el gobierno brinda a los ancianos. Por supuesto, los benefactores oficiales aguardan que esta benevolencia se traduzca en cifras electorales. Si hay justicia social –piensan–, que se refleje en la aritmética electoral. No obstante esta gran nobleza de los gobernantes que disfrutamos, México no ha ratificado la convención que mencioné. Han pasado cinco años y sigue pendiente la adhesión de nuestro país.
Pero ahora voy al gravísimo tema de la pandemia y sus inmediatas consecuencias previsibles. Los mayores de edad –no se diga los muy mayores, que nos encontramos por encima de la expectativa media de vida– son más que vulnerables si les cae el rayo del coronavirus. Requerirán tratamientos especiales, más complejos y onerosos, si acaso pueden “librarla”.
Hace unas semanas se expidió la guía para la atención de pacientes de coronavirus. Provino del todopoderoso Consejo de Salubridad General, un organismo con incalculables facultades que le confiere la Constitución. En ese documento se estableció la preferencia que merecen los jóvenes sobre los viejos, cuando unos y otros requieren tratamientos difíciles con aparatos que escasean. Puede ocurrir que sólo haya un aparato y el médico tenga a la vista dos pacientes que lo necesitan: un joven y un viejo. Habrá que resolver un angustioso dilema. Esto implica que el tratante –hospital o facultativo– deberá elegir quién vivirá y quién morirá, elección que tradicionalmente hemos puesto en las manos de Dios y que ahora se traslada a los hombres, conducidos por una guía oficial.
Como era de esperar, la famosa guía encendió una polémica que no ha cesado ni cesará, me parece, a pesar de que el documento se sometió a revisión y rectificación. El rector de la UNAM se deslindó: no fue convocado –debiendo haberlo sido– a la sesión del Consejo en la que se adoptó la guía. Hizo bien el rector en distanciarse de lo que no conoció ni suscribió. Los universitarios hemos aplaudido esa decisión del doctor Graue Wiechers. Y más allá del deslinde universitario, la elección misma sobre quién vivirá y quién morirá ha despertado el clamor de la opinión pública.
Este tema es conocido por los juristas, desde hace tiempo. tiempo atrás. Se manifiesta en lo que aquéllos llaman el “estado de necesidad”. Éste se presenta cuando surge la terrible disyuntiva de optar entre la salvación de un bien –una vida, nada menos–, y el sacrificio de otro de la misma jerarquía –otra vida. Piense el lector en la mirada ansiosa, angustiada, demandante, del joven que reclama la vida, y la del anciano que hace la misma solicitud, con idéntica esperanza. Ninguno implora misericordia, sino reconocimiento del derecho a la protección de su vida, un derecho que tienen desde la cuna y hasta la tumba.
Uno de los penalistas más distinguidos de nuestro tiempo, bajo cuya orientación se han formado muchos mexicanos de las últimas generaciones, el profesor alemán Claus Roxin, ha examinado este asunto. Reconoce –y yo con él– que ninguna vida es superior a otra; todas tienen el mismo valor; ninguna es un simple medio para la realización de otras vidas o la exaltación de otros bienes. El maestro alemán escribe: “no se puede sacrificar al débil mental para salvar al premio Nobel, ni al anciano achacoso para mantener la vida del joven vigoroso, ni al criminal antisocial para conservar una vida valiosa”. Examino este tema en mi libro La responsabilidad penal del médico. No lo cito con fines publicitarios; sólo para confirmar la opinión que suscribí desde hace muchos años.
Eso, por una parte. Por la otra, que no es menor, se debe recordar que el derecho a la salud y su implicación en la tutela de la vida, es un derecho universal. Lo tenemos todos, sin salvedad ni preferencia. Y el Estado tiene la obligación, también sin salvedad ni preferencia, de amparar ese derecho y proveer a todos condiciones que protejan la salud y preserven la vida, con el máximo esfuerzo. No ingresaré en temas aledaños, que no pretendo abarcar en este momento. Me refiero únicamente al dilema que mencioné antes: la situación que se presenta cuando se trata de salvar la vida de dos enfermos de coronavirus, un joven y un anciano.
El médico tratante y los comités de ética del centro de salud enfrentarán el dilema en angustiosa soledad. La solución quedará en su ciencia y en su conciencia, que no pueden poner las edades de los pacientes en los platillos de la balanza. Difícilmente se presentará a esos facultativos un dilema de mayor gravedad. Invocarán toda la luz que puedan recibir. ¿Quién quisiera hallarse en tan terrible dilema? Sin embargo, no podrán eludirlo cuando no cuenten con los medios para hacer lo que todos haríamos: salvar ambas vidas.
Si la solución de estos casos queda en la conciencia de quienes atiendan a los pacientes, no ocurrirá lo mismo con quien debió proveerlos y no lo hizo. El Estado tiene la obligación, ineludible, intransferible, de dotar a sus agentes con los medios que requieran para salvar la vida de las personas. Es un deber ético, político y jurídico. Figura en la Constitución y en las convenciones internacionales.
Es imperdonable el descuido de la salud pública, cuyos recursos han menguado en los últimos tiempos. Ahí está el testimonio de los médicos, los enfermeros, los asistentes en los hospitales, que reclaman medios indispensables para preservar su propia vida y atender a sus pacientes. Esta es una exigencia del pueblo, que aguarda satisfacción.
No hay otra atención prioritaria en el catálogo de deberes del Estado. Salud y vida van a la cabeza. Imposible relegarlos en aras de un aeropuerto, una refinería, un tren turístico. Es injusto y deshonesto. Podemos diferir gastos cuantiosos en obras públicas muy cuestionadas, pero no podemos hacerlo en la atención a la salud y la vida. No quiero imaginar la explicación que se: pudiera dar al enfermo que desfallece: “No tenemos respirador, pero ya compramos algunos tornillos para nuestra nueva refinería. Su vida ya pasó; ahora toca el turno a la refinería”.
Si el Estado no cumple, la violación de los derechos humanos no quedará solamente en la intimidad del quirófano o de la sala de terapia intensiva. Será violación por acción u omisión de quien debió brindar a la salud la atención prioritaria que ésta merece, y optó por dedicar a ciertos proyectos, “insignia” de una atormentada administración, los recursos que hubieran salvado –sin caer en oscuros dilemas– la salud y la vida de muchos ciudadanos. Jóvenes y viejos, sin distinción.

