Otra vez sobre François Truffaut
Así presentó François Truffaut su película El niño salvaje (L’enfant sauvage, Francia, 1969): “Visto varias veces, desde 1797, en los bosques de Lacaune (Tarn), errando desnudo y huyendo cada vez que alguien se le acercaba, este niño, que parecía tener 10 o 12 años, fue capturado en el verano de 1798. Escapa varias veces, es vuelto a capturar y finalmente llevado a París. Su comportamiento extraño excita la curiosidad pública, que pronto se decepciona, el niño no habla, sólo emite un sonido, siempre el mismo, desliza la mirada por los objetos, sin fijarla en ellos, no reacciona más que a ciertos sonidos (un disparo lo deja indiferente, pero el ruido de la ruptura de una nuez le llama la atención), no parece sentir ni alegría ni pena, pero el fuego y la lluvia le atraen, se encoleriza súbitamente, no tolera la ropa y pretende siempre escapar. Para Pinel, el más famoso psiquiatra de entonces, el niño, por alguna razón física, es un idiota clásico. Idéntico a los que cuida en Bicêtre. Su joven colega Itard, jefe médico del Instituto para sordomudos, opina radicalmente distinto. Para él, como el niño ha vivido por años aislado de todo contacto humano, sus signos exteriores de idiotez no provienen de una deficiencia biológica, sino de una insuficiencia cultural. Para que Jean Itard pueda rebatir a sus contradictores, debe tratar de despertar el espíritu del niño. Si logra esto, podrá verificar las hipótesis de sus maestros Locke y Condillac sobre la naturaleza del hombre. Este argumento correspondía a temas que me interesaban y ahora advierto que El niño salvaje tiene, a la vez, algo de Los cuatrocientos golpes (Francia, 1959) y de Fahrenheit 451 (Reino Unido, 1966). En Los cuatrocientos golpes mostré a un niño que no es amado y crece sin ternura, en Fahrenheit 451 se trata de un hombre sin libros, es decir, no tiene cultura. En Víctor de I’Aveyron (el niño salvaje) la carencia es aún más radical: es el lenguaje. Esta experiencia no me ha dado la impresión de haber actuado un papel, sino, simplemente, de haber dirigido el film delante de la cámara y no detrás de la cámara, como lo hacía habitualmente.”
Comentario de Tomás Pérez Turrent a El Niño salvaje: “La primera vez que lo vi me deslumbró. La segunda visión confirmó que, cinematográficamente, sigue siendo deslumbrante, por su concepción y su forma, por la sobriedad, la austeridad y el rechazo de los efectos fáciles, lo que no impide que el filme arrastre sentimientos, provoque las más diversas reacciones emocionales (risas, lágrimas, identificación, conmiseración, etc.). Truffaut no toma ninguna distancia con el material (y no me refiero solamente al procedimiento brechtiano de la distanciación). Se adhiere incondicionalmente a la experiencia del doctor Itard (y para que no quepa duda, es interpretado por él mismo). Ocurre en la misma estructura del filme. El texto del diario de Itard, sobre sus experiencias en el caso del ‘Salvaje de Aveyron’ (hechos sucedidos en Francia a finales del siglo XVIII), es vertido literalmente, para ilustrar las acciones que vemos en la pantalla. El resultado formal, lejos de ser monótono, es muy bello, pero evita en el autor toda verdadera reflexión sobre los hechos ocurridos hace dos siglos. Dos escenas son claves en el filme: la primera, cuando Itard-Truffaut reconoce definitivamente al niño salvaje: cuando descubre en él ‘un sentido moral’ que lo hace su semejante, es decir, que no es, como se ha dicho, el respeto y el reconocimiento del otro por su diferencia, sino por su semejanza. La segunda, es la escena final, cuando el salvaje regresa, después de una escapada, porque su antiguo medio lo ha rechazado e Itard, satisfecho porque lo ha recuperado para la civilización, le dice simplemente: ‘Mañana continuaremos la educación’. Truffaut propone un tipo de civilización y de cultura como absolutos, por medio de una educación unívoca, hecha de coerciones y represiones, que tiende a hacer del niño un animalito domesticado, perfectamente integrado a un tipo de civilización, a sus supuestas virtudes. El educador inculca en el niño hábitos, necesidades, modos de vida, que lo hacen un ser dependiente, colonizado, lo que es más que comprensible, teniendo en cuenta que el profesor Itard es un hombre del siglo XVIII y que propone un tipo de civilización y cultura concretas, históricas, pero Truffaut, al evitar toda reflexión, se las plantea en absoluto, como modelo ideal e insuperable, renunciando a toda perspectiva histórica y sumándose a una operación y un resultado semejantes, efectuados anteriormente en Fahrenheit 451: mi cultura y mi civilización son La Cultura y La Civilización”. Un certero comentario crítico de Tomás Pérez Turrent.
Y que se edita el libro François Truffaut. Filmografía completa del cineasta más ilustre de Francia, de Robert Ingram/Paul Duncan (Ed.), TASCHEN GmbH, 2008. Los autores explican que la idea de realizar El niño salvaje no era reciente. En 1965, Jean Gruault, el coguionista de François Truffaut, ya había escrito un primer guion… Afirman que supone quizá el mayor acercamiento de Truffaut al concepto de película comprometida… ¿La causa de su realización?: La pasión que sentía Truffaut por proteger a los niños, dada su experiencia de infante desamparado. Los autores afirman que El niño salvaje es un trabajo polémico con el que el realizador pretendió concienciar a la gente y alentar el debate acerca de maltrato infantil. En el fondo, escriben, se trata de una tensión bien manipulada a partir de la dicotomía de la sociedad civilizada y moderna. Por una parte, está el poder positivo de la educación y los progresos lentos pero seguros de Víctor. Por otra, la actitud cruel y perversa de la denominada gente civilizada… La película, dedicada a Léaud (Jean-Pierre), actor de sus películas autobiográficas: Los cuatrocientos golpes (Francia, 1959) Antoine et Colette (cortometraje, Francia, 1962), Besos robados (Francia, 1968) y, posteriormente, Domicilio Conyugal (Francia, 1970) y El amor en fuga 1979), en las que interpreta a Antoine Doinel, su alter ego.
Los autores afirman que El niño salvaje, en cierto sentido, supuso un cambio decisivo para Truffaut, ya que, por primera vez, interpretó el papel de padre (diríase putativo, es decir, propio o legítimo sin serlo), enfrentándose por lo tanto a algunos de los dilemas del mismo. Al niño salvaje lo interpreta Jean-Pierre Cargol y, concluyen: pero no cabe duda de que el pequeño salvaje es, en realidad, el complejo protagonista de Los cuatrocientos golpes y, por ende, el propio Truffaut.
Para mí, aunque se diga lo contrario (“no constituye uno de los mejores trabajos de Truffaut, pese a la notable contribución del fotógrafo Néstor Almendros”), es una obra maestra, narrada a la manera de una perfecta ficción real, cuasi documental, en b/n. Barroca, en el sentido de un vigoroso estilo artístico surgido por reacción y superación de los valores espirituales manieristas del realizador y que tiende a lo clásico minimalista u obra de arte de suprema calidad, universalmente reconocida, y por ello ya exenta de crítica y, por tanto, irrepetible, incluso, por el mismo autor-realizador, en la que la música de Vivaldi se adecúa al sentimiento del autor que ni mandada a hacer para ello.




