No elucubro, a título de médico, químico o antropólogo, sobre las fortalezas y debilidades que influyen en nuestra conducta. Sólo me refiero a cierta orientación que posiblemente viaja en el ADN de las personas. Tal vez incurro en un atrevimiento que no perdonarán los hombres de ciencia, pero comprenderán fácilmente los seres comunes —como yo— que observan a sus semejantes. Por algo se dice que cada quien actúa conforme a su “genio y figura”: el sello que traemos desde la cuna y portaremos hasta la tumba. Más o menos, por supuesto.
Hay promotores de la paz o de la guerra. Éstos animan las contiendas y viven para ellas. Es vocación, que se convierte en destino. Los otros procuran concordia, apaciguan, avienen. Cuando se trata de la nave del Estado hay que ver la vocación profunda de quien la conduce: si belicoso o pacifista, impetuoso o reflexivo, sectario o tolerante. De su talante depende, en buena medida, la marcha de esa nave. Una fracción del pueblo seguirá su mandato; otra, resistirá y combatirá con fuerza. Y en todo caso abundarán los agravios y las fracturas: la casa dividida —dicen las Escrituras— sucumbe.
Digo estas cosas, tan obvias, en la circunstancia que nos oprime. Para sortear los peligros y moderar los daños se requiere tanto una conducción magistral como una solidaridad animosa que concilie las diferencias y nos reúna en un gran frente nacional, coherente y combativo. Es necesario prevenir o apagar el fuego, de ninguna manera atizarlo. Y la mayor responsabilidad en este proceso difícil —pero no imposible— recae en quien tiene la mayor autoridad y cuenta con los mejores instrumentos para guiar la marcha.
Esa conciliación debiera ocurrir ahora mismo en todo el horizonte de la República, tan plural y diversa. Pero no acaba de suceder, quizás porque el ADN de quien establece el camino y el destino no favorece el buen entendimiento; por el contrario, divide la casa común con una siembra sistemática de contiendas y discordias. Tenemos un descomunal enemigo al frente, que nos diezma, pero consentimos y padecemos profundas fracturas internas. Cosas del ADN, digo yo.
Me ha provocado esta reflexión un espectáculo insólito, que en este momento de crisis resulta, además, injusto y vergonzoso (y que ciertamente lo sería en cualquier otro momento). La mayor batalla que los mexicanos estamos librando —cualquiera que sea nuestro papel en el frente: testigos, actores, víctimas directas— corre a cargo de una legión de compatriotas que se parten el pecho todos los días y exponen —y a menudo pierden— su salud y su vida. Sí, la mayor batalla y la más urgente y gallarda.
Esa legión de mexicanos es el ejército de “batas blancas”. Este contingente, del que dependen nuestro bienestar y nuestro destino, resiste con entereza las oleadas de la epidemia. Los médicos, las enfermeras y enfermeros, los camilleros, los ambulantes, los auxiliares fueron convocados a la guerra contra una plaga de proporciones gigantescas. No provocaron la epidemia, pero acudieron sin vacilación a su puesto de batalla, velando porque los otros mexicanos —ciento veinte millones— no sucumbamos abatidos por aquélla. Se les dijo: “México te necesita”. Difícilmente habría mayor ejemplo de patriotismo.
Hemos leído en los diarios, escuchado en la radio, mirado en la televisión el parte de guerra que cada día nos ofrece el ejército de “batas blancas”, distribuido en un gran número de centros de salud, públicos y privados. México entero se ha convertido en un enorme territorio para la procuración de la salud y la preservación de la vida. Mientras millones de mexicanos nos abstenemos de salir de casa, los militantes de las “batas blancas” salen todo el tiempo de la suya o no regresan a ella, velando por sus compatriotas. Descansan de cualquier forma, si acaso pueden; se alejan de sus familias, angustiadas por el riesgo que aquéllos enfrentan; padecen la experiencia de los enfermos que claman por su vida y comparten el dolor de las defunciones cuando fracasan los esfuerzos por salvar a quienes finalmente sucumben.
Sabemos que los integrantes de nuestra “fuerza de tarea” —para decirlo en términos militares, que hacen honor a estos milicianos— no siempre cuentan con los recursos que les permitan su pleno desempeño. Estamos al tanto de las carencias infinitas que enfrentan y que han denunciado por todos los medios a su alcance. Estalló la peste cuando el sector de la salud había sufrido muy graves embates presupuestales, en medio de un diluvio de reproches e invectivas. Sabemos de las agresiones que los ciudadanos de “bata blanca” han sufrido a manos de quienes debieran agradecer su esfuerzo denodado. Todo eso —y mucho más que eso— consta en los relatos que hacen los medios de comunicación y no pocos testigos de tales hechos, deleznables e indignantes.
Los servidores de la salud no aguardaban grandes homenajes, aunque es humano esperar un reconocimiento por el deber cumplido, sobre todo cuando el esfuerzo está en marcha: reconocimiento proporcional a ese cumplimiento. Pero de pronto cayó sobre ellos un balde de agua helada, que no merecían. Abundan las referencias a ese diluvio —por la magnitud de su fuente— que se abatió sobre los profesionales de la salud. Da cuenta el artículo de Arnoldo Kraus, que apareció en El Universal el 13 de mayo de 2020, bajo el título “El presidente López Obrador habla de los médicos”.
Las palabras proferidas el 8 de mayo desde la más alta tribuna de la República —un pulpito para la distribución de reproches, que debiera ser para la siembra del buen ánimo que necesitamos— provocaron la indignación de los médicos y de sus colegas en el sector de la salud. Se les atribuyó interés bastardo, mercantilismo, durante el llamado período neoliberal. Por lo visto, esa otra epidemia —el neoliberalismo— alcanzó a gremios enteros —entre ellos, los milicianos de “bata blanca”— y sigue siendo el dato central en todas las explicaciones sobre nuestras debilidades y desaciertos: las pasadas y las presentes. Dos días después, hubo una vaga disculpa por parte del emisor de los reproches. Sin embargo, el golpe había llegado a quienes no lo merecían y generado una nueva discordia en la sociedad mexicana.
Por esto último inicié mi artículo con una suerte de resignada referencia al ADN, el genio y la figura, de los promotores de enfrentamientos y fracturas. ¿Era necesaria la condena que recibieron los médicos? Y si había culpables de las graves faltas que mencionó el orador, sin decir quiénes, ¿era el momento de provocar un nuevo incendio en una llanura a la que cada día llegan las llamas?
En fin, todos los sectores tienen su turno en esta siembra de reproches. Muchos han desfilado bajo las horcas caudinas. Otros aguardan. Ahora fue el turno de los médicos, que no deben “tomar a mal” la avalancha que les cayó encima y han de seguir adelante en el cumplimiento del solemne juramento de Hipócrates, un deber que asumieron al recibir su título. Es el ADN de su profesión. Gracias por honrarlo.

