Hace unos días el señor presidente de la república fue increpado violentamente en el estado de Tabasco; los responsables fueron sus propios paisanos; exigió, con toda razón, respeto a su persona y a la investidura. No fue algo inusitado. La ofensa se ha convertido en algo común, pero corriente.
Hace más tiempo, el gobernador de Baja California, como buen provinciano, revivió una hablada; no es un dicho, mucho menos, un refrán; él, refiriéndose a los empresarios del estado que gobierna, que se han quejado por el alza en los impuestos, dijo que estaban: Chillando más que un puerco atorado en un cerco.
Posteriormente un funcionario de la secretaría de gobernación dijo: A chillidos de marrano oídos de chicharronero.
No es algo inusitado en la actual administración pública federal. El presidente de la república, desde hace algún tiempo, aunque lo niegue, ha ofendido a sus adversarios políticos y, de paso, a cierto sector de la ciudadanía; los tilda de conservadores, corruptos, explotadores y de muchas cosas más. Lo hizo en 2006, cuando fue por primera vez candidato al cargo que ahora ocupa; al presidente de la república en funciones le dijo: ya cállate chachalaca.
Ha sido costumbre que los presidentes de la república echen habladas. En 1910, Porfirio Díaz, refiriéndose al candidato Francisco I Madero, lo menospreció, dijo: Está muy redondo pa´ ser huevo. Álvaro Obregón, ante una acción militar inapropiada del entonces general Lázaro Cárdenas, expresó: No hay nada más peligroso que un pendejo con iniciativa. Vicente Fox, aludiendo a las mujeres, dijo que eran Lavadoras con dos patas.
El uso de los refranes, dichos y habladas está sujeto a reglas; de su observancia depende que sean oportunos, adecuados y hasta graciosos. Uno de los principios que regulan su manejo es el de relatividad: que lo diga el sujeto correcto, en el momento oportuno y con relación a un sujeto pasivo idóneo. La no observancia de esas reglas hace que el uso de ellos sea fuera de lugar, corriente o desafortunado.
En el primer caso, el uso fue adecuado: Porfirio Díaz era un dictador absoluto; en el segundo, oportuno: Obregón era jefe militar de Cárdenas; en el tercer supuesto, el de Fox, desafortunado, pero acorde con la naturaleza del emisor: un enfermo mental.
Su uso fue apropiado y hasta oportuno, aunque cruel, cuando un militar utilizó una variante de la hablada citada. En octubre de 1927, en Huitzilac, Morelos, cuando los seguidores del general Francisco J. Serrano pedían clemencia y no ser fusilados como su jefe, uno de los integrantes de la partida militar que los iba a asesinar, dijo: A chillidos de puerco, oídos de matancero. Los militares estaban bajo el mando del general Claudio Fox. Éste, por esos crímenes, fue juzgado en tiempos del presidente Cárdenas.
Para determinar el alcance de lo dicho por los servidores públicos: López Obrador, Bonilla y el subsecretario, me limitaré a analizar la naturaleza de las habladas y las variantes que presentan; también, de paso, haré referencia a otros dichos o habladas que tienen que ver con los puercos. De inicio, cabe advertir que no es lo mismo un refrán, un dicho o una hablada.
El refrán es una sentencia popular que tiene una enseñanza o un mensaje: el pan ajeno hace al hijo bueno; te lo digo a ti mi hijo, entiéndelo tú mi nuera; quien siembra en tierra ajena, hasta la semilla pierde.
Un dicho “es una frase hecha máxima o una observación o consejo de sabiduría popular” (1). Es también una advertencia: no por mucho madrugar, amanece más temprano; siendo el amor parejo, nomás un pujido se oye; etc.
Habladas son alardes de palabra; se emiten el fin de mostrar superioridad o someter a un adversario, como, por ejemplo: poco se me hace el mar para echarme un buche de agua; qué te parece si lo dejamos para inmediatamente; vámonos muriendo todos que están enterrando gratis; a mi se me hace panzón san Lucas y flaca la Magdalena; al fin si te has de poner, vete pues acomodando; no sean montoneros, aviéntense de cinco en cinco; si caes en mi tribunal, ni declaración te tomo; hasta la risa te pago, cuantimás unos eructos; no me hablen de cosas agrias que se me destiemplan los dientes; yo no soy como el caballo de circo, que hasta la changa lo monta; si he sabido que te orinas, ni pañal te pongo; como que te chiflo y sales; ni yo que soy la portera me asomo tanto al zaguán. Hay muchos más (2).
En México, para referirse al cerdo existen algunos términos: puerco, marrano, cochino, cuchi, cucha.
El uso de esos términos se ha reflejado en refranes, dichos y habladas: ese político es más sucio que un puerco en el lodo; malo como la carne de puerco con triquina; quedó como lazo de cochino; estoy acostumbrado a comerme puercos gordos, cuantimás un costillar; el puerco más trompudo se come la mejor mazorca: tratándose de puercos, todo es dinero y tratándose de dinero, todos son puercos; es tan pendejo o tan tonto que no es capaz de sacar un puerco de una milpa; hay que ser puerco, pero no tan trompudo; puerco caquero, para referirse a los cerdos que son alimentados con heces fecales y que los conocedores afirman que dan la carne más sabrosa.
Don Cecilio A. Robelo, en su Diccionario de aztequismos, afirma “COCHINO.- (Cochini, el que duerme, dormilón; derivado de cochi, dormir). Nombre que dieron los mexicanos a los cerdos traídos de España, al observar que casi siempre estaban durmiendo” (3).
Según don Francisco J. Santamaría, en su Diccionario de mejicanismos (4), el puerco ha dado origen a guisos. dichos y refranes: cochinita, al guiso que se hace con la carne de puerco; chillar el cochino, es descubrirse un enredo; murió el cochino, como sinónimo de dar por terminado un asunto.
También se dice: cochinada, como sinónimo de una maniobra sucia o una actuación tramposa. El término cochino, tiene varias acepciones: con él se alude a alguien que es sucio en su persona o en su trato; es el que juega sucio. El término cochupo, como sinónimo de soborno, pudiera estar emparentado con la palabra cochino.
En las Costas Grande y Chica del estado de Guerrero es común escuchar el término cucha para referirse a las cerdas, de ahí el dicho muy popular “panta la cucha”, como apócope de espanta. En la misma región se oye decir: vete a ver si ya puso la cucha, como sinónimo de retírate de aquí, no estés estorbando u oyendo lo que no te importa.
Por los años cincuenta del siglo pasado, como parte de una larga letanía que se recitaba en los barrios broncos o bajos y que comenzaba: “Desgraciado, muerto de hambre, junta palitos, come cuando hay, …” había una parte en la que se reprochaba al interlocutor, al que se le recitaba la letanía, de ser un “… mal amigo y una puerca en celo”.
Maquiavelo, para referirse a los moros y judíos, utiliza el término marranos: “Además de esto, para poder emprender mayores empresas, sirviéndose siempre de la religión, se entregó a una piadosa crueldad, expulsando y despojando de su reino a los marranos; no puede ser este ejemplo más digno de compasión ni más sorprendente” (5).
El término puerco, cerdo o marrano, por aludir a un animal que vive en la inmundicia y, en el mejor de los casos, en el fango, cuando es usado para referirse a una persona, siempre tiene una connotación peyorativa; es tomado como una forma de ofender, de menospreciar.
En este mundo hay de todo; en uso de la libertad de expresión podemos decir lo que nos venga en gana. Jaime Bonilla y un subsecretario de gobernación llaman marranos a sus gobernados. Su proceder no responde a la naturaleza del cargo que ostentan ni a las funciones que tienen encomendadas. Sus dichos son inadecuados e inoportunos. También son desafortunados.
En un sistema democrático y de libertades ¿es admisible que los gobernantes, que se entiende que son servidores públicos, para referirse a sus gobernados, sin importar que sean empresarios, políticos, subordinados o gente humilde, utilicen fórmulas o frases ofensivas, que los comparen con un animal que, mientras vive, es considerado despreciable. Hacerlo ¿no demerita la función y agravia al gobernado?
En los casos invocados, su uso pudiera ser mucho más grave, si se toma en consideración que lo que ha motivado las habladas es una manifestación de descontento de parte de un sector de la ciudadanía, respecto de una medida gubernamental. El manifestar descontento es propio de una sociedad democrática y libre; cuando alguien protesta, su acción no debiera ameritar calificativos insultantes de parte de quien constitucionalmente es un servidor público.
En este mundo hay ironías: a los mexicanos, que se entiende que somos los jefes de los servidores públicos, se nos obliga a dirigirnos a ellos por escrito, de manera pacífica y respetuosa (art. 8 constitucional), pero no hay norma que obligue a éstos a tratarnos con respeto. El legislador supuso que no era necesario hacerlo. Sobre lo obvio no se legisla.
Cuando veo que las autoridades ofenden una y otra vez a los gobernados, comienzo a sospechar que el insulto es inherente a la función gubernativa. Es una forma de hacer política, aunque por otros medios, como dijera el clásico de la guerra.
Notas:
- María Moliner, Diccionario de uso del español, Gredos, Madrid, 1984.
- Las habladas fueron tomadas de mi estudio Contribución para una teoría de los alardes, contenido en la obra: Maquiavelo: estudios jurídicos y sobre el poder, Oxford University Press, México, 2000, p. 166 y siguientes.
- Ediciones Fuente Cultural, México, sin fecha, p. 363.
- Editorial Porrúa, México, 1974, ps. 264 y 265.
- N. Maquiavelo, De principatibus, capítulo XXI, 6, Editorial Trillas, México, 2010, p. 293 y 294.