Vivimos en un país inacabado, trunco, frustrado. Quizás en épocas pasadas, en el México precolombino y aún durante el Virreinato, las diferentes culturas pudieron culminar sus ciclos históricos, en un devenir natural en el que nacieron, florecieron y murieron: Mayas, Olmecas, Aztecas, Toltecas.

En el modelo colonial es claro que el esquema virreinal planteó un proyecto de país que, desde el particular punto de vista de la Corona española, lo vio florecer, dilatarse y consolidarse, hasta que la criollada planteó la antítesis al modelo colonial, esto es, la Guerra de Independencia. La nueva tesis

En esta dialéctica el México independiente que debió nacer en un territorio que aspiraba a constituirse como una Nación y, con ella, un Estado (iniciando así una verdadera transformación, no la informe entelequia que se nos plantea ahora como la 4T), sin embargo, los lastres sociales, políticos, económicos y culturales nos confinaron a ciclos históricos inconclusos (Independencia, Reforma y Revolución), y nos condenaron a ser un país en permanente obra negra.

En este devenir zigzagueante y pavimentado, en el mejor de los casos, por buenas intenciones, estamos por comprometer buena parte de nuestro proyecto de Nación en un nuevo tratado de libre comercio con Estados Unidos, y Canadá, el T-MEC, versión 2020.

En estas líneas, obvia decir, va implícita una negativa a reconocer que México ha pasado por tres transformaciones, y menos aún que estemos por iniciar una cuarta ¿Por qué afirmo lo anterior?: la Independencia fue en los hechos poco más que un cambio territorial de poderes —de España a México— y el empoderamiento de los criollos, ese puñado de blancos, letrados y ambiciosos; la Reforma, por su parte, no acabó con los fueros y privilegios del clero y de las élites gobernantes, como tampoco sacó de la marginación a los grupos indígenas, tan bien representados por Juárez; la Revolución, finalmente, no fue agraria como tampoco proletaria; a mi parecer, fue un reacomodo de caciques y generalotes que, al final, optaron por “institucionalizarse” (léase PRI).

No dudo que en todo ello hubo buenas intenciones así como notables protagonistas, como tampoco dudo que ninguno de esos grandes proyectos de nación cumplieron su cometido fundamental. Nos quedamos a medias, a medio gas, en construcción, con las varillas de fuera, esperando que “algún día le echemos otro pisito a la casita…”, pisito que nunca llega.

Refuerzo mi dicho al observar que si —no obstante los procesos por los que pasamos a sangre, fuego y la pérdida de territorios‑ hubieran rendido sus frutos, a 210 años de vida “independiente”, hoy no tendríamos 55 millones de pobres, una creciente concentración de la riqueza, un sistema de salud y educativo incapaces de revertir la desigualdad, ni los imparables niveles de criminalidad y violencia. Y —súmele usted lector— la recién inaugurada cancelación de facto de incentivos para el desarrollo industrial, la creación formal de empleos y de la inversión productiva. Tan sólo en lo que va de la presente administración, 16 meses, se estarán perdiendo más de un millón de empleos formales. No imagino qué habrá de pasar en los años próximos, pero mi impresión es que la 4T amenaza con acabar con lo ya de por sí inacabado, acompañado por el resquebrajamiento del tejido social.

En estas condiciones, en julio próximo habremos de firmar un nuevo tratado trilateral de comercio. Hace 26 años tuvo lugar el primer tratado de América del Norte (TLCAN). Pero, en lo sustancial —en lo que nos interesa como mexicanos— ¿qué ha cambiado? Creo que muy poco: la industria dejó de ser nacional para convertirse, en gran medida, en trasnacional; la agricultura se fue a dramáticos extremos: por un lado, la moderna de exportación, y, por el otro, la tradicional de autoconsumo; el intercambio comercial, aunque creció en ese período de 50 mil a casi 650 mil millones de dólares, el ingreso per cápita (el verdadero índice de bienestar), no pudo crecer al vertiginoso ritmo de 10% promedio anual de los intercambios comerciales, y hoy 30 millones de mexicanos activos no alcanzan con su ingreso a comprar la canasta básica de alimentos

Recuerdo que en el décimo aniversario del TLCAN, un grupo de expertos fuimos invitados por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM a hacer un balance crítico de este instrumento (El Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Evaluación Jurídica diez años después. Jorge Witker, Coordinador. UNAM, 2005). Abordé al efecto la evaluación de los Tratados Paralelos del TLC relativos a los temas ambiental y laboral. El balance, a una década de distancia en estos dos campos, resultaba por mucho desfavorable para México, y si hoy repitiera esa evaluación diría que las tendencias hacia el deterioro ambiental y laboral siguen siendo las mismas.

Confieso que viví muy de cerca el proceso de apertura comercial del gobierno de Miguel de la Madrid y el giro radical hacia la liberalización comercial y la globalización con el TLCAN de Carlos Salinas. Atestigüé la paulatina desmexicanización de emblemáticas industrias, bancos y comercios (Bufete Industrial, Banamex, Bancomer, Aurrera, La Azteca).

Me consolaba pensar que, al menos —por aquello que los economistas llaman “efecto demostración”—, se romperían esas lacerantes asimetrías entre México, por un lado, y Estados Unidos y Canadá, por el otro. Fantaseaba pensando que un día Tijuana se empezaría a parecer a San Diego: orden, limpieza, seguridad, grandes carreteras y formidable infraestructura urbana y agrícola, y así, poco a poco, todas las ciudades fronterizas perderían su imagen tórrida, sucia, anárquica y violenta. Esperaba que la modernidad y el desarrollo se desbordaran de norte a sur. No fue así, evidentemente no fue así.

Este 1º de julio tendremos un nuevo tratado. Nada indica que los próximos años de libre comercio sean muy diferentes a los anteriores. Seguramente habrá crecimiento, sí, pero nada garantiza que Tijuana deje de ser Tijuana ni México deje de ser México.

Nuestras frustraciones y fracasos son parte de nuestra historia; vivimos en la visión de los vencidos de León Portilla, en el laberinto de la soledad de Paz. Somos buenos para perder, nos ofusca el triunfo y no sabemos manejar el éxito.

En la circunstancias actuales, con un gobierno que ha perdido el talento de su mejores negociadores y cabilderos, que a minimizado la importancia de los foros internacionales y que le ha tocado negociar con el más despiadado mercader que hoy se ostenta como el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, me lleva a recordar el relato del historiador José Fuentes Mares, cuando se refiere al primer tratado firmado con ese país por Antonio López de Santa Anna, cuyo titulo era “Acuerdo de Comercio y Amistad entre México y Estados Unidos” (o algo así) y del que Fuentes Mares jocosamente decía: “seguramente México le compraría todas sus baratijas al vecino del Norte, mientras que ellos, generosos, nos darían su amistad”… ¿Será que hoy la historia habrá de repetirse?

Confieso, y con esto concluyo, que en estas líneas emanan sentimientos de tristeza y derrota (tal vez resultado de mi covidiecinuevecero encierro), no obstante que suelo dejar el pesimismo para tiempos mejores; pero avizoro un ominoso futuro que me hace pensar habrán de pasar algunas generaciones antes de dejar de ser un país en obra negra.