Era un hombre chapado a la antigua. Me subo al coche y me recorro sobre el asiento para dejarle espacio. “Ah, usted se sube a la americana” me informa. Seguro que pongo cara de interrogación. “Sí –me explica- a la europea, la mujer se sienta enseguida y el hombre da la vuelta y sube por la otra portezuela”. Como pueden atestiguar familiares y amigos hasta la fecha me subo a la europea. Nos invitaba a comer y él nos consultaba y una vez que asentíamos, ordenaba al mesero el mismo menú para las tres: Cristina Pacheco, mi hermana Magdalena y yo.

Su casa estaba en la Plaza Carlos Finlay a unos pasos de Gayosso de Sullivan donde lo velamos el 11 de mayo, hace 50 años. En la planta alta estaban sus tesoros, entre ellos, dos libros, uno forrado con un trozo de tela entre lila y rosa de un vestido de su mamá y otro más, de Amado Nervo, con otro cacho de tela del vestido de novia de la señora. Nos leía en alemán a Heine o a Goethe, en francés a Baudelaire, Nerval o Anatole France y luego los traducía a la vista para nosotras.

Los críticos elogian la perfección de su prosa y su brevedad. Gracíán sostenía que “si lo bueno, breve; dos veces bueno”, lo que se parafraseaba con “Si lo bueno breve, dos veces Torri”. Practicaba un género ahora en desuso, el poema en prosa. Sus autores preferidos lo definen y forman su estirpe: Charles Lamb, Marcel Schbow y Heinrich Heine. Torri añadiría Gaspar de la noche de Aloysius Bertrand, pero no puedo dar fe porque no lo he leído. Cuando llegó a Presidente, Miguel Alemán Valdés les dio regalos a sus maestros, en esta lotería a Don Julio le tocó un viaje a París, aunque confesaba que él no se acordaba de ese alumno. El viaje llego demasiado tarde, cuando fue a Europa sólo pensaba “qué sucede si me muero aquí”.

 

Torri, editor

Con Loera y Chávez creo la legendaria Editorial Cultura. Se perpetúa la fama de José Vasconcelos, porque promovió el muralismo y por la colección de libros clásicos de tapas verdes, pues bien, Torri era el director del departamento de Publicaciones de la SEP. En algún lado leí, y no lo dudo, que también inició la colección Nuestros Clásicos de la UNAM. La librería universitaria, por Cultisur, lleva su nombre

En una solapa que se atribuye a Alfonso Reyes, se le define con esta frase tomada de la Razón de amor, un libro medieval, que se piensa se escribió en el siglo XIII: moró mucho en Lombardía donde aprendió cortesía”. Reyes lo filia al amor cortés, el que, según Denis de Rougemont, inventó el  concepto de amor en Occidente. Era Don Julio un admirador de las mujeres. Evoca a una hermosa texana que era su alumna en la Escuela de Verano, mientras él se define como un profesor que “explica en mangas de camisa La Quijotita y su prima”. Hablaba de la belleza de la esposa del pintor japonés Fuyita, que vivió en México.

Se refería a Vasconcelos, como Pepe y aseguraba que El Sapo, un compañero de ambos en la preparatoria, era más gracioso que Alfonso. Nos servía chocolate con agua hirviendo mientras su gato se paseaba sobre la mesa atestiguando, como todos los gatos, la soltería de su dueño. Cuando terminábamos de comer en un restaurante nos invitaba a tomar el café en la Flor de México.

De funerales o El mal actor de sus emociones (se murmura que en contra de Antonio Caso) son ejemplos de su rasgo distintivo: el humor.

Un texto suyo:

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

Su Literatura española, un breviario del Fondo de Cultura Económica, es al mismo tiempo una obra panorámica vista con el detalle del miniaturista. Lo dicho: su obra es breve y perfecta.