A raíz del movimiento Black Lives Matter se desató en EUA (y en otras partes del mundo) una fiebre por derribar estatuas con un turbio pasado esclavista, racista y colonialista. No es algo nuevo. Ejercicios revisionistas y radicales de este tipo se han practicado con asiduidad en el siglo XX y XXI. Los objetivos parecen ser dos: plantarle cara a la desmemoria (aquello que el filósofo Guillermo Hurtado denomina “la fractura de la historicidad”) y reescribir el pasado, inmediato y remoto.

Es tanto un acto de denuncia como una rectificación. Todo en el mismo gesto: los manifestantes atan cuerdas a la escultura, casi siempre de bronce, una escultura que se hizo para durar y para aguantar los embates de la intemperie. Entre jaloneos y martillazos, los manifestantes arrancan la escultura de su sitio de honor en la Historia. Una vez derribada, se la mancilla: se la pintarrajea, se la lanza al río. El antiguo prócer tiene que desaparecer de la vista; tiene que dejar de clavarnos su mirada siempre vigilante, orgullosa y autosuficiente.

El mensaje es claro: nadie tiene su puesto y su prestigio asegurados en la posteridad. Los que se creían invulnerables e intocables, rodeados por un halo de falsa autoridad y de autoproclamado heroísmo, serán devueltos a su dimensión terrestre y perecedera. El pasado es menos sólido y sustancial de lo que parece a algunos; no es, por fortuna, ningún basamento granítico. Está hecho de una materia blanda y en continua (re)modelación. Guarda semejanza con el río de Heráclito.

¿Debemos condenar o celebrar estos hechos? ¿No son excesivos? ¿No tendrían estas personas que dejar atrás los resentimientos y optar por un “diálogo honrado”? ¿Qué sigue? ¿Encauzarán su rabia contra personas de carne y hueso: los mandatarios, la policía? ¿Estamos ante una “nostalgia de la revolución”? ¿Se puede pedir sosiego a una población que no sólo ha sido vulnerada, sino que ha hecho de la vulnerabilidad y del agravio su modus vivendi, el eje de su identidad? ¿Qué obtienen, más allá de una satisfacción y de un desfogue pasajeros?

Preguntas parecidas pueblan los periódicos actuales. No hay respuesta simple. Tenemos una deuda con los muertos, con lo que ya no tienen (o nunca tuvieron) voz y están a merced de nuestra recordación o nuestro olvido. Hacer justicia, aunque sea de manera póstuma, no es baladí. Ésta es una conclusión en la que muchos podemos estar de acuerdo. En nuestro país los ejemplos abundan: los desaparecidos de Ayotzinapa; los miles de cadáveres encontrados en fosas clandestinas que aguardan su turno para ser identificados. Sentimos la necesidad urgente de restituirles su nombre. Es lo mínimo que podemos hacer.

Derribar estatuas, ¿es un acto de justicia? A primera vista, parece un poco ingenuo. No podemos juzgar con los parámetros y los valores actuales los sucesos del pasado sin incurrir en un anacronismo. A nadie se le puede exigir estar por encima de su tiempo y tener perspectiva histórica. ¿Qué hacer, entonces, con aquellos crímenes horribles que en su momento no fueron considerados como crímenes, sino como acciones perfectamente normales y justificadas? Y sin embargo, ¿no hubo siempre una voz crítica, alguien que se opuso a la explotación, al tráfico de esclavos, al segregacionismo, una voz como tábano y una voz que, con frecuencia, tuvo que ser embozada? Un Fray Bartolomé de las Casas, una Sor Juana Inés de la Cruz, ¿no son prueba fehaciente de que las personas no somos víctimas irremediables de nuestras circunstancias y de que siempre es posible ganar para el pensamiento una instancia trascendente?

Se dice, por otro lado, que los manifestantes, como los brujos primitivos, confunden la representación con lo representado. La escultura de Cristóbal Colón, de Cecil Rhodes o del rey Leopoldo II no son Cristóbal Colón, Cecil Rhodes o el rey Leopoldo II. Poco se gana cancelándolos de nuestro campo de visión. Podrá desaparecer el signo externo (una escultura), pero no se podrán borrar sus huellas. El esclavismo, el colonialismo y la explotación están en el ADN de la civilización occidental. Estos hombres de semblante adusto y de constitución mineral son el emblema más vistoso de una cultura y de unas ideas atroces. No hay que disculparlos ni entronizarlos. Si antes se les dispensó un trato de figuras admirables y ejemplares, hoy ya no. Hoy nos resultan odiosos. No podemos cambiar lo que hicieron, pero sí podemos disipar su aura mítica y asignarles un nuevo valor moral. Un primer paso –el primero de muchos– es quitar su imagen de la plaza pública. El amante despechado rompe a menudo la foto del amado, le arranca los ojos, la cabeza. Es un resabio de pensamiento mágico, pero también un ritual de sanación y superación.

Decía Heidegger que aquello que tenemos más cerca y a la mano, es lo que menos comprendemos. Ahora mismo, mientras tecleo, apenas reparo en la computadora. Mi atención está volcada por entero en aquello sobre lo cual escribo: el movimiento Black Lives Matters y su derivación en un movimiento iconoclasta. La mejor forma de relegar a alguien al olvido es convertirlo en monumento. Las estatuas públicas se convierten en mobiliario urbano, y a pesar de sus proporciones, se hacen invisibles, pasan desapercibidas. Ésta es la paradoja de los monumentos: son de un exhibicionismo encubridor. Solo nos damos cuenta de que existen cuando les ocurre un accidente, o sea, cuando dejan de cumplir su aburrida función de monumentos públicos. Lo mismo ocurre con la computadora y con cualquier utensilio: sólo cuando fallan es que se vuelven un objeto de reflexión y de preocupación. Pensemos en “El Caballito” de Manuel Tolsá. Unos “restauradores” tuvieron que verter ácido abrasador sobre la cabeza del rey Carlos IV para que recordáramos su presencia mayestática.

Si la mejor venganza es la indiferencia, los manifestantes harían bien en pasar de largo las estatuas. Quiéranlo o no, en el momento en que las defenestran, rehabilitan su nombre y su “legado”. En el espíritu de muchos estadounidenses se avivó una llama nacionalista. Los ultraderechistas acuden en defensa de sus próceres.

Estamos en una encrucijada. ¿Cuál es la solución? ¿Hacer un museo de estatuas removidas y ultrajadas? ¿O hacer, como sugirió Bansky, una escultura de los manifestantes derribando la escultura? “Todos felices”, agregó. Pero los manifestantes no quieren una escultura remozada. No se trata de reemplazar ídolos o de transmutarse en bronce.

El problema de fondo es la violencia. ¿Cuándo es legítimo su uso? Los comerciantes de Avenida Juárez y de Madero responderán inmediatamente que nunca. Es un viejo tema para los movimientos anti-colonialistas y anti-racistas, de la independencia de Algeria al EZLN. Jean-Paul Sartre, en su prólogo al libro de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra (1961), lo declara de manera enfática: el oprimido usa la fuerza porque sólo conoce la fuerza: del fusil, del látigo, de la palabra punzante. ¿Cómo no van a odiar si el odio es su “único tesoro”? No son ellos –los negros, los indígenas, las mujeres, los homosexuales– el origen de la violencia. Ésta va al encuentro del opresor “desde el fondo de un espejo”: “No es en principio su violencia, es la nuestra (la de los ‘colonos laureados’), invertida, que crece y los desgarra”. Si las estatuas pudieran ver, verían con ojos ausentes la turba que se avecina; si pudieran hablar, harían suyas estas palabras del filósofo francés: “Es el momento del boomerang. La violencia se vuelve contra nosotros, nos alcanza, y, como de costumbre, no comprendemos que es la nuestra”.

Del autor: Maestro en Filosofía de la Cultura por la UNAM y en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona. Autor de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018).

@Jmcuellarm