En las páginas de esta revista y en otros medios, así como en diversos foros —en el INAI y en la Facultad de Derecho de la UNAM, sólo por ejemplo— me he referido al asedio impuesto a los órganos constitucionales autónomos. Ese asedio combate las razones que justificaron la creación de aquellos órganos y justifican su presencia y su tarea. Entre las razones que generaron los órganos autónomos —y mantienen su vigencia— figuran la buena marcha de diversas funciones públicas esenciales y la razonable distribución de facultades para frenar al poder omnímodo, oponiéndole barreras que rechacen el exceso, el capricho y la arbitrariedad.
El asedio impuesto a esos órganos por quien encabeza el gobierno federal —capitán de una nave que enfrenta tempestades que él mismo provocó— desatiende esas razones y milita contra ellas. Implica una tendencia autoritaria, centrípeta, que concentra de nuevo en las manos del Ejecutivo los poderes que la historia extrajo de su imperio y encomendó a los órganos autónomos. Por lo tanto, ese asedio constituye una expresión más —entre muchas— de la orientación autoritaria del gobernante, que pone en peligro los derechos y las libertades de los ciudadanos. Es decir, tus derechos y tus libertades, amigo lector, ciudadano de México.
En los últimos días, el síndrome autoritario se manifestó de nuevo a través de las declaraciones del Ejecutivo —verdaderamente pavorosas, en el estricto sentido de la palabra— en torno al proceso electoral que se halla en puerta y acerca de las instituciones llamadas a administrarlo y garantizarlo. Dijo el declarante: “me voy a convertir en guardián para que se respete la libertad de los ciudadanos a elegir libremente a sus autoridades”. En el curso de este desvarío, cuestionó al Instituto Nacional Electoral —cuestionamiento que también arrastró al Tribunal Electoral y al Instituto Nacional para el Acceso a la Información— y denunció la existencia de estructuras innecesarias y el dispendio de recursos en el desempeño de aquel Instituto.
Esas declaraciones pudieran resultar inocuas si no las hubiera hecho quien las hizo y se hubieran emitido en circunstancias diferentes de las que hoy prevalecen, acaso en otro tiempo y en otro país. Pero las hizo quien las hizo y se hicieron cuando se hicieron, verdad de Perogrullo. De ahí su gravedad.
Consideremos primero la condición del declarante —derivada de su investidura, que él mismo se ocupa en recordar, no necesariamente en respetar—, factor decisivo para ponderar sus palabras. Dijo bien cuando afirmó ser un ciudadano en pleno ejercicio de sus derechos constitucionales, que puede y debe ocuparse de los asuntos político de su país. Pero en esa proclamación de ciudadanía —que nadie discute— olvidó otro dato esencial: es el jefe del Estado, el depositario del Poder Ejecutivo de la Unión, el caudillo manifiesto —y he aquí una potestad metaconstitucional, que no amaina— de la corriente política que lo llevó a la silla presidencial y ahí lo sostiene, contra viento y marea. No se trata, por lo tanto, de un ciudadano común, sino de un ciudadano con enorme poder —y grave responsabilidad—, sujeto al juicio del pueblo —y de la historia— por el buen ejercicio de las atribuciones que se le han conferido.
Consideremos, en segundo término, que el carácter y la trascendencia de esas declaraciones no pueden aislarse del contexto en el que se manifestaron, de la cercanía de los comicios intermedios —inminentes, en términos reales— , de las condiciones que hoy guarda el debate político en el país y del ambiente de confrontación que prevalece. A la luz —o bajo la sombra— de todos esos factores, prendas de una realidad que sí existe, las palabras del presidente provocan desconcierto y temor, suscitan nuevos enfrentamientos, revelan una ominosa intención política y quebrantan el papel de las instituciones democráticas.
Con esas expresiones —y con otros hechos de los últimos días— el presidente ha iniciado, de facto, el proceso electoral y se ha colocado en su centro, como actor principal y también como rector de las decisiones que encauzarán, ponderarán y culminarán las elecciones federales y locales que se avecinan. Puedo añadir otros efectos del discurso presidencial, pero basta con los que he mencionado para medir el calibre de las palabras que naturalmente provocaron fuertes reacciones adversas.
Bajo el porfiriato, el gobierno hacía las elecciones, no el pueblo. Pasó mucho tiempo y exigió grandes esfuerzos y no pocos sacrificios recuperar y ampliar la base popular del poder. Al cabo de una historia larga, sembrada de vicisitudes cuyo relato desbordaría estas páginas, se logró un nuevo marco electoral, cada vez más consecuente con las exigencias de la democracia. Imperfecto, ciertamente, pero cercano a la voluntad popular y alejado de la voluntad presidencial, que ahora retorna al escenario con fuerza torrencial.
En ese marco se instalaron las instituciones electorales que hoy tenemos, para encauzar, vigilar y garantizar la legalidad de los comicios, con objetividad y neutralidad, sin someterse a los intereses de los partidos –cuya defensa corresponde a los partidos mismos, no a los órganos del Estado— ni a los designios de los poderes formales de la República e informales de la nación. Es esto lo que abastece la dignidad y la operación del Instituto Nacional Electoral. Otro tanto se puede decir del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Unión.
Conozco al Instituto Electoral desde dentro. Formé parte de su Consejo General durante el período al que me comprometí —con el voto favorable de todas las corrientes políticas de la Cámara de Diputados, instancia electoral de los consejeros— y pude conocer los datos de su historia, que están al alcance de los ciudadanos, y su manejo interno en un competido proceso electoral. Lo he narrado por escrito y con mi firma. No puedo ni quiero calificar a todos los dirigentes históricos del Instituto, ni hablar por ellos. No conozco a todos, pero sí a muchos. Merecen aprecio y respeto. En la fundación del Instituto —como órgano dotado de autonomía— hubo mexicanos distinguidos, modelo de integridad personal y probidad electoral. Los hay ahora mismo, tanto en la presidencia del Instituto como en su Consejo. Confío en que seguirá habiéndolos, sin salvedad ni excepción, cuando se elija a los nuevos consejeros que deben llegar al Consejo exentos de filias y fobias partidistas.
Corresponde al Instituto Nacional Electoral —producto de una historia laboriosa en procuración de democracia— administrar el proceso electoral sin interferencias mesiánicas ni injerencias ilegítimas. Lo ha hecho en sucesivas elecciones, incluso las que encumbraron al actual titular del Ejecutivo. Incumbe al Tribunal Electoral pronunciarse sobre las pretensiones y demandas de ciudadanos, candidatos y partidos acerca de la legalidad del proceso, también sin imposiciones externas ni amagos de un poder que pretende concentrar las decisiones en las manos de un caudillo cuyo imperio no duraría sólo seis años.
El asedio al que hoy se somete a esos órganos es un verdadero estado de sitio que se impone a nuestra democracia y a la legalidad como principio rector de la vida política. De ahí las respuestas que han tenido las desafortunadas expresiones del presidente de la República, no a título de buen ciudadano, sino precisamente en su calidad de jefe del Estado y conductor del gobierno. Constituyen un inadmisible desvarío, que ojalá se rectifique pronto —en las palabras y en los hechos— por quien incurrió en él.
Quiero suponer —he aquí un final feliz de una preocupada disertación— que esas palabras fueron efecto de una mala digestión o un prolongado insomnio, de la fatiga por la abrumadora tarea que el declarante lleva a cuestas, con resultados menos que modestos, o del enojo por los crecientes cuestionamientos que recibe sobre el rumbo del país y nuestro incierto —¿incierto?— porvenir.

