El escritor —sobre todo quien inicia este camino en su juventud temprana— mira con angustia la “página en blanco”. En otro tiempo, ésta se hallaba en la máquina mecánica; hoy, en la computadora. ¿Qué diré? La misma pregunta se plantea a quien arma sus artículos para enviarlos a una publicación hospitalaria, que en este caso es la revista “Siempre!”. Pero ahora el escritor no padece por la ausencia de tema o de “inspiración” para tratarlo. Los temas abundan, en torrente. Y con ellos  llega la “inspiración”. El problema reside en la elección de los asuntos, que se agolpan. Si sobran los temas, no bastan los espacios y los tiempos para abordarlos. Y ocurre que los temas se suceden con insólita diligencia: cuando uno inicia, otro acude con aire de emergencia. Y ninguno culmina de veras.

Digo esto frente a mi computadora, al final de una semana pletórica de novedades que desencadenó la pandemia, y ante el flujo inagotable de hechos relevantes, opiniones encontradas, medidas diversas y dispersas, solicitudes imperiosos y apremiantes. ¿Sobre qué escribir? Ahí está, por ejemplo, el encontronazo que estamos viendo  —y sufriendo— entre autoridades federales y locales, que pugnan por gobernar la pandemia. Río revuelto por buenas o malas razones, pero revuelto en fin de cuentas, en el que circula una legión de navegantes. También está ahí el dilema gravísimo  —la “madre de todos los dilemas”— entre mantener el retiro en los hogares o emprender las actividades ordinarias, para salvar la economía de las familias y de paso enderezar la economía de México. Ambas se hallan en crisis.

Otro tema que nos reclama es la decadencia interminable de la seguridad pública, cuyo quebranto inexorable cobra más vidas que la pandemia y amenaza con permanecer más tiempo que el virus que nos diezma. Las promesas y las medidas adoptadas no han bastado para modificar el paisaje trágico de la delincuencia. Agreguemos al catálogo de temas la hostilidad del gobierno hacia la ciencia y la cultura —una hostilidad que tiene rasgos de encono personal—, que desfallecen por la escasez de recursos, la animadversión del mando supremo, la impotencia de artistas y científicos para subsistir en medio del asedio que se les ha impuesto. Incluyamos en el catálogo las invectivas constantes contra los comunicadores sociales y las empresas que difunden noticias y opiniones, porque se resisten a “dorar la píldora” y exponer verdades a medias o mentiras completas, en agravio de la realidad que nos agobia y para halagar el oído de los poderosos. No es extraña esta dura experiencia en un clima del autoritarismo previsto, que crece.

Hay más en este mural de fatalidades. Ahí se localiza la insistencia irreflexiva en eliminar fideicomisos, quebrantando los fines que los generaron, para reorientar los fondos que aquéllos administran y que ciertamente no son tan cuantiosos como los destinados a obras insignia del gobierno, cuestionables y cuestionadas, que debieran servir para remediar las gravísimas consecuencias de la pandemia. También desfila en el escenario la decisión de sostener a toda costa la opción por los combustibles derivados del petróleo en perjuicio de las formas alternas y limpias de generación de energía, una opción que milita contra la historia y ensombrece el futuro. Desconcertante vuelta de las manecillas del reloj.

Por si fuera poco, sumemos a la lista de temas incitantes la notoria incongruencia entre la curva de contagios y defunciones, que se eleva, y la declaración reiterada que asegura haber “domado” la pandemia. ¿Cuál es el significado de la doma en este caso? ¿Cómo lo entenderán las víctimas de la enfermedad y los familiares de quienes se hallan en trance de muerte? Otro punto que pudiera merecer la atención colectiva y, desde luego, el comentario de un editorialista, es la obstinación en reanudar giras proselitistas por diversas regiones de la República, cuando la pandemia crece y todavía se recomienda a los ciudadanos permanecer en casa, salvo que medien motivos esenciales para salir de ella. ¿Son esenciales, necesarias, esas giras clientelares? Si se trata de comunicar al pueblo las obras del gobierno y proveerlo de orientaciones benéficas, ¿no bastan los medios de comunicación que el gobernante emplea sin punto de reposo?

Abundan, pues, los temas. Pero hay que elegir uno. Lo hago. Selecciono la tensión entre el orden federal y los órdenes locales, sean estatales, sean municipales. El gran marco de estas tensiones se identifica con una palabra que ha sido mágica en la historia de México: federalismo. Hace doscientos años la república emergente debió pronunciarse sobre el régimen con el que marcharía en procuración de su destino: centralismo o federalismo. Hubo notables partidarios de aquél, entre ellos fray Servando Teresa de Mier, el cura inquieto y aventurero, gran personaje de la crónica mexicana. Y también hubo, por supuesto, federalistas encumbrados, que finalmente ganaron la batalla de las ideas y de las armas: Prisciliano Sánchez, gobernador de Jalisco, que amenazó con la secesión si los poderes centrales desatendían a las provincias, Miguel Ramos Arizpe, Valentín Gómez Farías y Mariano Otero, entre muchos que militaron por la misma causa.

Se ha dicho que el federalismo mexicano es flor de invernadero, simple copia del norteamericano. Al afirmarlo, se olvida que la opción federalista fue el medio utilizado por los mexicanos de esa hora para mantener unidas las piezas de una república que se estaba desuniendo, en palabras de Jesús Reyes Heroles. También conviene recordar que la organización federal de los Estados Unidos no ha permanecido estática. Evolucionó en el curso de doscientos años. Otros Estados nacionales que adoptaron el federalismo, lo hicieron a su manera, para servir a sus necesidades y atender a su desarrollo. Existe, en consecuencia, una extensa galería de federalismos, no apenas uno solo, ejemplar y rígido. Cada circunstancia crea su propio modelo: para sí misma.

En México hemos construido un federalismo “a la mexicana”  —¿y cómo podría ser otra cosa?—, colmado de “asegunes”, arraigado en usos y costumbres nacionales, reflejo de nuestras virtudes y nuestros vicios civiles y políticos, instrumento del poder autoritario y referencia de libertades y exigencias regionales. En fin, un federalismo lleno de contrastes y paradojas, que camina, tropieza, se reconstruye sobre la marcha: una andanza cada vez más nerviosa y exigente. La conmoción política del año 2000, que derribó el régimen de poder vertical, presidencialista a ultranza y casi unipartidista, golpeó al federalismo vernáculo, que tenía un rostro inequívocamente centralista. Se devolvió a los poderes formales y reales de los Estados de la Unión la autoridad efectiva que se había concentrado en la ciudad de México, sin perjuicio de retener en el centro ciertos instrumentos con eficacia centrípeta. Esa conmoción determinó un nuevo rumbo para el federalismo “a la mexicana”.

La pandemia se ha extendido a todo el país, pero tiene características e intensidad diferentes: la heterogeneidad de México —se dice que hay varios Méxicos— tiene proyecciones en los hechos y en las medidas asociadas a la enfermedad. En principio, el Estado federal pudo actuar oportunamente con criterios unificados y unificadores que condujeran todas las acciones y orientaran todas las voluntades. Para eso habría servido el Consejo de Salubridad General, órgano constitucional dotado de facultades  —y deberes— amplísimos,. Y para el mismo fin pudo operar una acción política lúcida y acertada, conducida desde el centro. No hablo de autoritarismo dominante, sino de medidas jurídicas consecuentes con las necesidades sanitarias, y de manejo político eficaz y persuasivo.

No tuvimos nada de eso, como es obvio. En consecuencia, menudearon los desencuentros, las reclamaciones locales  —muchas veces iracundas—, los quebrantos de las comunidades particulares, los decretos y acuerdos fundados o infundados, consecuentes con la Constitución de la República o carentes de sustento constitucional. Un grupo de doctorandos del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM ha desarrollado un excelente trabajo para analizar y descifrar las normas locales relacionadas con la pandemia. Abundan los datos reveladores. El resultado del análisis es un panorama colmado de diversidades y dispersiones, que pone en duda nuestra capacidad para actuar coordinadamente, suscita conflictos entre poderes, desconcierta a la sociedad y arroja resultados que no resuelven los problemas que estamos enfrentando. A esto hemos llegado.

Es evidente para cualquier observador, incluso el más superficial, que cada quien tira por su lado. No tenemos, más allá de las buenas intenciones, un verdadero “semáforo nacional”, aunque formalmente lo tengamos. Somos afectos a pasar de largo frente a todos los colores. Hemos prohijado múltiples “semáforos” particulares. Esta dispersión se aparta de la estructura constitucional del Estado mexicano y genera un caos normativo, seguido de resultados cuestionables. Desde luego, no ignoro que las autoridades locales han calculado las realidades y necesidades, las posibilidades y expectativas de sus conciudadanos en cada región del país. Aquéllas deben atender —y en ocasiones lo hacen con angustia—  las realidades de sus propias regiones y de sus conciudadanos. Eso legitima su comportamiento…cuando lo legitima, obviamente.

Sobre esta base —un diagnóstico colmado de preocupaciones atendibles—  algunas autoridades locales han rechazado derroteros generales que consideran improcedentes en sus respectivas comunidades. Encienden luces rojas en sus fronteras. También es notorio que la discordia y el enfrentamiento pueden descarrilar la acción de la república en circunstancias particularmente delicadas e incluso inciertas, y generar males que se agreguen a los que ya padecemos. Igualmente, la división y la dispersión se nutren de motivos o consecuencias políticas ajenas a los problemas de salud que soportamos. Al paso de esta etapa, quedará mellado el federalismo tradicional –confuso y difuso en los últimos años— y se habrá construido otra fórmula federativa que no sospechábamos cuando inició la pandemia y cuyos rasgos finales (pero esto no tiene fin a la vista) no podemos anticipar en este momento. Los factores precipitantes de este desarrollo atropellado aguardaban en la sombra  —relativa—  la oportunidad de manifestarse. Hoy lo están haciendo. Las fichas se han colocado nuevamente sobre la mesa y cada quien toma las que considera suyas.

Hemos oído que México no será el mismo después de la pandemia. Es muy probable que así sea, golpeado el país por las duras experiencias, los errores –aunque también hay aciertos, que rescatamos—, las adversidades que cambian a las personas y también a las repúblicas. Los cambios serán tan diversos y dispersos como las áreas críticas en las que se incuban. La pandemia habrá hecho su parte en la redefinición del federalismo que llama a nuestra puerta, que no es apenas la revisión de una estructura jurídica, sino la reordenación del poder con todos los bienes y los males que pudieran derivar de un torrente que no tiene cauce preciso ni destino cierto. Torrente que se alimenta del diluvio. Naveguemos.