Aclaro dos cosas sobre el título y el tema de este artículo. Una, a qué me refiero cuando digo “ésta”. Dos, a quién dirijo la pregunta.

Primero: me referiré a la pandemia que nos agobia, generada por un  virus que se apoderó del mundo y del ánimo de sus habitantes y persistirá –se dice–  durante mucho tiempo. Hasta que todos nos contagiemos, muchos mueran y otros sobrevivan, en una feria gobernada por la incertidumbre. No me concentro –aunque tampoco desatiendo– en otras plagas de diversa naturaleza que han acompañado a la pandemia de marras. Esas también han tenido y seguirán teniendo un efecto letal sobre nuestra vida.

En México hemos sabido de epidemias como la que hoy padecemos. La conquista que sufrimos en el siglo XVI trajo consigo dolencias que nos diezmaron, acompañando a la espada y a la cruz que la bendijo. Recordemos la viruela negra. En la colonia llegaron otras pestes. En el siglo XX enfrentamos nuevos avatares: por ejemplo, la influenza española. Nuevamente, millares de muertos y pánico generalizado.

Segundo: en un esfuerzo de racionalidad científica, me dirijo al poder supremo que ordena el universo. ¿O debiera dirigirme al supremo gobierno de la República, que ha mostrado sus flaquezas en el combate a la pandemia  –aunque en otras campañas se ha mostrado muy diligente–,  y aguardar explicaciones que no hemos escuchado y aciertos que no hemos observado? Fluye la respuesta en la vox populi. Por eso mi pregunta no puede tener otro destinatario que el poder supremo que ordena el universo. Que cada quien le ponga el nombre que prefiera.

Saldremos de la pandemia cuando debamos salir  –es decir, no sabemos cuándo–, igual o peor que como entramos a ella. ¿Cómo estábamos cuando se proclamó la inminencia de una enfermedad cuyo origen no supimos y cuyo alcance tampoco apreciamos? En esa circunstancia, el conductor de la marcha dijo que éramos felices y disfrutábamos de una transformación venturosa.

Pero la realidad se impuso: éramos un pueblo desigual y dividido, con necesidades crecientes y exigencias insatisfechas. En consecuencia, ingresamos desiguales al mundo de la pandemia y pronto sufrimos las consecuencias de esa desigualdad imbatible. Para un puñado, la enfermedad ha sido una tragedia ajena. Para otros, un horror  inmediato que cobra la salud y la vida. Al principio padecieron unos pocos; después centenares, y más tarde decenas de millares, por encima de los augurios. En esas estamos. Nos colocamos entre los países más quebrantados. Ahora sabemos en carne propia lo que en la suya habían padecido  –y nosotros presenciado, incrédulos–  países como Italia, España, Inglaterra, Francia y otros del orbe acaudalado.

Pero el problema al que aquí me refiero es cómo hemos transitado la pandemia y cómo saldremos de ella cuando llegue la hora de qué salgamos, merced al hallazgo de una vacuna providencial, que parece lejana, y a la disciplina social que mitigue los contagios, que también parece distante. En medio del receso, que ya no soportamos  –no por falta de ánimo, sino por carencia de satisfactores elementales–, procuramos mantenernos a flote con medidas emergentes. Pero esas medidas no han logrado ni lograrán mejorar la suerte general de la población y sacarnos curados y fortalecidos. Saldremos más desiguales y dolidos que como entramos. Mucho más.

Veamos el tema de la educación, clave del futuro. Se abrirá con mayor hondura el abismo histórico que media entre la educación de los afortunados y la de los desvalidos. Y ese abismo cobrará un alto precio en el desarrollo de millones de compatriotas y ejercerá un profundo impacto en el rediseño de México. Muchos maestros y varias instituciones han hecho un esfuerzo magno para colmar ese abismo con medidas de educación virtual y con tareas excepcionales. Merecen respeto y elogio. Pero los hechos son los hechos. La educación virtual no alcanza a colmar nuestros vacíos: el grueso de la población carece de los medios para beneficiarse de esta tecnología. Y nada resolveremos multiplicando planteles educativos ilusoriamente, como se ha hecho con la supuesta creación de cien supuestas universidades.

En el orden económico, la pandemia ha tenido consecuencias descomunales. No sólo ha producido un masivo desempleo con la consecuente pérdida de recursos para incontables familias  –los más débiles–, sino ha oscurecido el desarrollo de un país que ya padecía graves rezagos. Ni en el corto ni en el mediano plazos podremos generar nuevas fuentes de trabajo para los millones que habrán perdido sus empleos  –formales e informales–  y para los otros millones que aguardaban en la sombra la oportunidad de sumarse a la fuerza de trabajo. Y no hablo del largo plazo, porque no estaremos aquí para contarlo. Todo esto, a pesar de la creación retórica de un ejército de beneficiarios, desprovistos de escuela y de trabajo. En la cuenta de las deficiencias hay que poner la renuencia a brindar apoyo efectivo y suficiente a las empresas que padecen y desaparecen.

Hay otros sectores de nuestra vida tocados por la pandemia. En ellos figura el Estado de Derecho. Muchos juristas analizan la reconstrucción del Estado de Derecho después de  la pandemia. No se trata sólo de la seguridad pública, cuya crisis tiene una dimensión dramática  –muy lejos de las promesas que sembró el Plan Nacional de Paz y Seguridad proclamado el 14 de noviembre de 2018–, sino de otros bienes cada vez más enrarecidos: imperio de la legalidad, fortalecimiento de las instituciones, división de poderes, exaltación de las funciones públicas, gobernabilidad democrática, etcétera, etcétera. El Estado de Derecho ha padecido fuertes tensiones que amenazan sus fundamentos, ensombrecen su presente y comprometen su futuro.

No hay espacio para ir más lejos, ni lo requieren quienes conocen nuestra dura circunstancia y sobreviven en ella. Pero es necesario volver a la pregunta que motivó estos comentarios: ¿cómo saldremos? Es función de un gobierno  –es decir, de una fuerza racional y responsable que conduce la marcha cuando cunde la tormenta–  fijar el rumbo y asumir las más importantes decisiones. No bajo la fuerza de las ocurrencias, los desahogos y las rencillas, que no tienen lugar   –no deben tenerlo– en una hora y en una obra de salvamento.

Es en esta circunstancia que debemos preguntarnos –y reformulo mi pregunta, descendiendo del poder sobrenatural que gobierna el universo–   qué programa tiene el poder público para sacarnos de la doble  pandemia que nos oprime: una, obra de la naturaleza; otra, de las condiciones políticas, sociales y económicas que enfrenta la nación, sumadas a los efectos del coronavirus.

El conductor de la marcha y quienes lo secundan ¿tienen ya una hoja de ruta para llevarnos a buen puerto? ¿Acaso esa hoja se reduce a reclamar los errores del pasado, que fueron muchos, sin aportar aciertos en el presente? ¿Hay alguna propuesta de alivio, de convocatoria al concierto, de tregua en la contienda y el denuesto que caracterizan la ruta seguida hasta ahora y prefiguran el destino? ¿Cuál es el rumbo de la transformación ofrecida: cuesta arriba o cuesta abajo?

En fin, si hay alternativas racionales y patrióticas, ha llegado la hora de saberlas. Mientras tanto, sólo miramos olas y tememos arrecifes. Por eso es preciso insistir como lo hemos hecho, hasta ahora sin respuesta: ¿cómo saldremos de ésta? O mejor dicho: de éstas.