Estamos en la “hora final” de una “etapa crucial” de nuestra democracia. Seguirán otras horas y otras etapas en esta historia inagotable. Se trata de la construcción, larga y compleja, de un sistema democrático, o mejor dicho, de la formación de una cultura que constituya el soporte de ese sistema. Para impedirlo, hoy   —como ayer— se quiere poner en vilo a una pieza central del sistema: el Instituto Nacional Electoral. Esto es inaceptable y peligroso.

En la Cámara de Diputados se ha examinado la pulcritud de esa “hora final” concentrada en la elección de consejeros que integrarán el Consejo General del Instituto Nacional Electoral. Hubo tropiezos, ¡cuándo no! Pero también hubo sensatez, legalidad y buena fe. Construyamos sobre estas virtudes, que se hallan a la vista, y dejemos atrás los escollos que estorban la marcha de la nación, tan agraviada por mil problemas de gran calado, a los que no debemos agregar  —artificiosamente—  una cuita electoral.

Ha sido largo el camino de nuestra democracia. No es flor de los últimos años, producto de una breve transición —o causa de ésta—, cuya siembra y cosecha se deban a un par de generaciones. La caminata comenzó hace tantos años que nadie, entre los presentes, puede dar testimonio directo de ellos. Provino del hartazgo de una sociedad insatisfecha por la injusta distribución de la tierra, la explotación del trabajo y la concentración del poder, omnímodo y arbitrario.

La revolución que encendió Madero —con un amplio acompañamiento heterogéneo—  puso en marcha la historia del siglo XX. Ese ha sido el siglo —un siglo entero— de nuestra democracia. Se hizo golpe a golpe, labrando en tierra infértil, a trechos largos, entre progresos y retrocesos, aciertos y errores, lealtades y claudicaciones.

Pero dejo el pasado en el pasado y llego al presente. En esta etapa cedió la hegemonía de un partido, removida por la pluralidad de una sociedad inquieta, abierta a las incitaciones de un mundo en proceso de cambio, incesante, accidentado. México, que tuvo una revolución violenta, emprendió  —con episodios de fuerza—  su reconstrucción política. En ella operaron y siguen operando las disputas por la nación, visibles o soterradas, las coincidencias y las diferencias, la dialéctica de las generaciones, de las ideas, de las pretensiones. Ha sido así —y así será— que reconstruimos el cauce e inventamos los instrumentos de la democracia.

Habíamos concentrado facultades en unas manos poderosas, que finalmente se abrieron, de grado o por fuerza. Tomaron su lugar esos nuevos instrumentos llamados a recoger y garantizar la pluralidad social y política, la tolerancia ideológica, el flujo de las voluntades en un nuevo pacto —el pacto nuestro de cada día— que asegurase el territorio ganado en un siglo de transición. Era natural que en el pasado el poder omnímodo retuviera la organización y la calificación de los procesos electorales. Y también fue natural que la nueva sociedad, alterada y exigente, produjera formas novedosas de acreditar la voluntad política de los ciudadanos. No la de un caudillo iluminado o la de una facción que se asume como coro del tirano  —de antigua o nueva factura—, sino la voluntad de la nación plural y liberada. El voto de uno fue relevado por el voto de todos. Cuidemos de que no se arrebate de nuestras manos esta conquista histórica.

Me referí a los instrumentos que aseguran el paso firme de la democracia. Uno de ellos es el Instituto Nacional Electoral, organismo que administra los procesos electorales, sorteando peligros, venciendo recelos, atrayendo voluntades. Otro es el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que resuelve disputas y asegura la legitimidad del proceso político. Son criaturas de este tiempo. Tienen en su haber un buen desempeño, cumplido contra viento y marea. Han asegurado la marcha civil, que no puede detenerse, ni desviarse, ni claudicar, ni volver atrás. Pese a que hoy soplen de nuevo los vientos del pasado.

El Instituto Nacional Electoral ha sufrido embates de quienes desean doblar su autonomía, usurpar su función de garante —y la del Tribunal—, alimentar codicias y desandar el rumbo de la historia para andar su propio camino. Hemos sido testigos —a menudo silenciosos— de esas arremetidas. La gran paradoja es que muchos ataques, en alta voz y en la plaza pública, provienen de quienes alcanzaron el poder gracias al esmero del Instituto, que asumió el único compromiso que debe reconocer en su raíz, en su ejercicio y en su destino: el limpio compromiso con la democracia.

Esta reflexión -—la de un ciudadano, entre millones—  viene al caso porque hoy trabaja la República en la integración del Consejo General del INE. La composición de ese Consejo, su desempeño, su honor y su prestancia son factores decisivos para ahuyentar los riesgos que enfrente nuestra democracia. Hay obstáculos en el camino: de nuevos mesianismos y flagrantes ambiciones. Persiste la amenaza de arruinar en horas la obra de un siglo. Se podría oscurecer el futuro, sobre el que ya se acumulan nubes premonitorias.

Mi reflexión tiene dos destinos. Por una parte, se dirige a los diputados que designan a los nuevos consejeros del Instituto. Esa designación, que se halla en puerta, debe correr con independencia de filias y fobias, que no pueden ejercerse en perjuicio de México. Por otra parte, mi reflexión se dirige a quienes serán investidos con la dignidad de consejeros de una institución acosada, que juega un papel central en la preservación de nuestra democracia.

Habrá piedras en el camino, solicitaciones imperiosas, discursos tonantes.  Por grandes que sean, es necesario y posible sortearlos y derrotarlos. La demagogia puede sugerir rumbos torcidos y conductas obsecuentes. Los nuevos consejeros, asociados a sus colegas, no podrían servir a otro designio —pese a quienes quisieran constituirse en amos de la República—  que preservar la democracia en México, amparada por la ley, la razón y la justicia. Esa es su inmensa responsabilidad, señoras y señores consejeros.