Seguimos hablando de esos seres maravillosos llamados perros, lo hago a través de invocar algunos testimonios que aparecen en la literatura griega y latina.
El término Perro como elogio
En Grecia y, en especial en Atenas, surgió una escuela filosófica llamada de los Cínicos (perros); según algunas fuentes la escuela tomó el nombre del lugar en donde se reunía los seguidores de Antístenes, el fundador de esa corriente de pensamiento: el gimnasio de Cynosarges (perro blanco), poco distante del pórtico del mercado de Atenas.
Los cínicos tenían en poco las convenciones sociales. Se comportaban indiferentes ante las cosas del mundo en crisis en que les tocó vivir. Se distinguían por su pasividad. Por eso y por muchas acciones y omisiones más, eran despreciados. Alejandro el Grande los admiraba.
Las altas virtudes de quienes formaban parte de la corriente filosófica de los cínicos hizo que el término pasara a ser un elogio. El gran Diógenes de Sinope era reconocido por su impasibilidad; Crates, de Tebas, por su continencia; Zenón por su firmeza de ánimo (Diógenes Laercio, Vidas de los de los filósofos ilustres, VI, 15).
Antístenes
Esa corriente filosófica fue fundada por Antístenes, hijo de un ciudadano ateniense y de una madre tracia. Según informa Diógenes Laercio, Antístenes, un hombre muy valiente, fue alumno de Sócrates; él, con tal de escuchar las lecciones del gran Maestro, como vivía en el Pireo, caminaba diariamente ocho kilómetros, que es aproximadamente la distancia que media entre Atenas y el puerto.
A alguien que le preguntaba respecto del tipo de mujer que debía elegir como esposa, respondió “Si es hermosa, será tuya y también ajena; y si es fea, sólo tuya será la pena.” En alguna ocasión fue elogiado por unos rufianes, entonces declaró “Me angustió por si habré hecho algo malo.”
Diógenes de Sinope
De Diógenes de Sinope, otro filósofo cínico, se dice que “Cuando tomaba sol en el Craneo se plantó ante él Alejandro el Grande y le dijo: <<Pídeme lo que quieras>>, y él contestó: <<No me hagas sombra>>.” En otra ocasión se encontraron los mismos personajes: “<<Yo soy Alejandro el grande rey>>. Repuso: <<Y yo Diógenes el Perro>>. Al preguntarle por qué se llamaba <<perro>>, dijo <<Porque muevo el rabo ante los que me dan algo, ladro a los que no me dan y muerdo a los malvados>>.” Él se untaba el ungüento perfumado en los pies por razón de que el que se unta en la cabeza, el olor sube al aire, pero el de los pies a su nariz (Diógenes, ob. cit. VI, 38, 39 y 60).
Diógenes “Acerca de la ley decía que sin ella no es posible la vida democrática y que sin una ciudad democrática no hay ningún beneficio del ser civilizado. La ciudad es civilización. No hay ningún beneficio de la ley sin una ciudad. Por tanto, la ley es producto de la civilización.” (ob. cit. VI, 72).
Respecto de la educación afirmaba que “… era sensatez para los jóvenes, consuelo para los viejos, riqueza para los pobres, adorno para los ricos.” (ob. cit. VI, 68). Fue vendido como esclavo y se negó a ser rescatado por sus amigos o alumnos. Quien lo compró afirmó que un buen Dios había entrado a su casa; le encargó la educación de sus hijos.
Crates
El otro gran filósofo cínico fue Crates, de Tebas; siendo rico, renunció a su fortuna para hacerse filósofo cínico y andar mendingando su sustento. Llevó una vida itinerante sin preocuparse de nada.
Diógenes Laercio refiere que se enamoró de él, tanto por sus palabras como por su conducta, Hiparquia de Maronea, una rica, noble y hermosa mujer a la que le sobraban los pretendientes. Ella únicamente tenía ojos para el cínico Crates: “Para ella sólo existía Crates. Incluso amenazó a sus padres con el suicidio, si no la entregaban a él. Crates entonces fue llamado por los padres para disuadir a la joven y hacía todo lo posible para ello. Al final, como no la convencía, se puso en pie y se desnudó de toda su ropa ante ella, y dijo: <<Éste el es novio, esta es la hacienda, delibera ante esta situación, porque no va a ser mi compañera si no te haces con estos mismos hábitos>>.
La joven hizo la elección, tomando el mismo hábito que él, marchaba en compañía de su esposo y se unía con él en público y asistía a los banquetes.” (Ob. cit., VI, 96 y 97).
Diógenes Laercio traza el árbol genealógico de la Escuela Cínica de la siguiente manera: “… De Sócrates viene Antístenes, de éste Diógenes el Cínico (el Perro), de éste Crates de Tebas, de éste Zenón de Citio, de éste Cleantes, de éste Crisipo.” (ob. cit., I, 15). Con Crisipo termina para Diógenes Laercio la Escuela Cínica griega.
El término perro como ofensa
En las discusiones, el término perro, por regla general, era ofensivo. Aquiles, en su discusión con Agamenón, lo califica de tener “mirada de perro”. (Ilíada, I, 225). Aquiles, para insultar a Héctor, le dice perro (ob. cit., XX, 449 y XXII, 345).
Para ofender a alguien, sobre todo a una mujer, se utiliza a fórmula perra. En el enfrentamiento que tuvieron Ares y Palas Atenea, aquél llama a ésta “”mosca de perro”; el mismo calificativo le dirige Hera, la esposa de Zeus (Ilíada, XXI, 394 y 421). También en masculino: pérfido perro (Odisea, XVII, 248).
En algunas traducciones Helena, la casquivana, la que provocó la prolongada guerra en la que murieron muchos hombres ilustres, que abandonó a su marido, a su hija, a su familia, a su casa y patria para huir con su amante Paris, refiriéndose a sí misma, dice: “… cuando por mi culpa, perra de mí, los aqueos fuisteis a Troya a empeñaros en la guerra peligrosa.” (Odisea, IV, 145, Edimat, Libros).
Cratino, para referirse a Aspasia, la concubina de Pericles, a la que éste tanto amó y la que, a través de él, influyó en la política de la ciudad, decía: esa manceba con mirar de perra. (Plutarco, Vidas paralelas, Pericles, XXIV).
Los perros como animales de rapiña
Era común en la antigüedad que los perros y las aves dieran cuenta de los cadáveres de los enemigos caídos ( Ilíada, XXII, 336, 339, 349 y 353 y Odisea, XIV, 133). Héctor, al caer desfallecido por la herida que le causó Aquiles, le dijo: “¡Te lo suplico por tu vida, tus rodillas y tus padres! No dejes a los perros devorarme junto a las naves de los aqueos;” (Ilíada, XXII, 338 y 339); Aquiles, al herirlo de muerte, le anuncia que su cadáver será humillado por los perros y las aves de rapiña (Ilíada, XXII, 334 y 336). Para Sófocles los animales de rapiña son las aves marinas (Ayax, 1066).
Los perros como compañeros
Plutarco refiere dos historias:
“A un hombre llamado Calvo, muerto en la guerra civil, nadie pudo cortarle la cabeza hasta que rodearon y abatieron al perro que guardaba el cadáver y lo defendía. Y el rey Pirro iba de camino cuando se topó con un perro que montaba guardia en torno al cuerpo de un hombre al que se había asesinado; al enterarse el rey de que el animal llevaba allí tres días sin comer y se negaba a abandonar el cadáver, mandó que le dieran sepultura a éste y que cuidarán del perro, que se llevaron con la comitiva. Pocos días más tarde hubo una revista general y desfile de los soldados, el rey estaba sentado con el perro tranquilamente echado a su lado. Pero cuando el animal vio que pasaban por delante los asesinos de su amo, se lanzó corriendo, ladrando furiosamente contra ellos, y se volvía una y otra vez en dirección a Pirro, de forma que aquellos hombres resultaran sospechosos no solo para el rey sino para todos los presentes; así que se los apresó y sometió a interrogatorio, y con ayuda además de algunos pequeños indicios externos acabaron por confesar el crimen y fueron castigados.” (Moralia, IX, 969, C y D).
Los perros eran tan estimados que en las figuras de dos de ellos se colaron en las esculturas que se encontraron en la Acrópolis de Atenas del siglo VI antes de nuestra era; actualmente una de las esculturas se halla en el Museo Británico. Otro perro aparece junto con su amo en una estela de Orcómeno de Beocia, de aproximadamente 490 antes de la era actual, que se resguarda en el Museo Arqueológico de Atenas.
La raza de perros de Esparta era famosa por su olfato y, por ello, muy útiles en la caza. Decía Plutarco que en Egipto veneraban y honraban toda clase de perros (Moralia, IV, 703A).
Gelón de Siracusa, un gobernante desconfiado, dormía acompañado de su perro; Diódoro de Sicilia, en su Biblioteca histórica, refiere: “Gelón de Siracusa se puso a gritar en sueños, porque soñaba que había sido alcanzado por un rayo, y su perro, cuando se dio cuenta de que su amo estaba desmesuradamente turbado, no paró de ladrar hasta que lo despertó.” (libro X, 29).
Nombres de los perros
Jenofonte aconsejaba que a los perros se debía poner nombres cortos, para poderlos llamar con facilidad y entendieran mejor (De la caza, 7, 5). En alguna ocasión no seguí este consejo: llamé a mi perro, un american pitbull terrier, al que quería mucho, Margarito, en honor de la entonces primer ministra de Inglaterra, la señora Thatcher. Como ese perro había llegado a la casa el 13 de agosto, para darle distinción y ponerlo a la moda con la costumbre de la rascuacha aristocracia mexicana, en su registro también tomamos en cuenta el santoral; le agregamos los nombres de Hipólito, Anastasio, alias el “Cirgüelo, así, con g y diéresis, como apodaban al general guerrerense Silvestre Castro. Eso sí, me abstuve de unir los apellidos del papá y de la mamá, que ahora es práctica muy común en México en aquellos que quieren aparentar ser linajudos y salvar, aunque sea en algo, el hecho de llevar apellidos que son recurrentes o comunes, como Pérez, García, Martínez o Sánchez.
Epílogo
Alguien dirá qué esta colaboración es una sarta, mal hilvanada, de citas de los autores clásicos. Lo es. Pero había que rendir un reconocimiento a esos seres maravillosos que, con entereza, soportaron nuestro aislamiento. En su tiempo el libro de don Manuel Borja Soriano: Obligaciones civiles, era una cadena transcripciones, no obstante ello llenó un vacío en la doctrina. Entre los estudiantes de mi época esa obra era conocida como “La casa de citas”.
Termino este homenaje a esos seres extraordinarios llamados perros con una historia que refiere Plinio el Viejo; no se dio en el mundo griego, pasó en Roma; no importa el lugar; importa el hecho:
“…en nuestra época está atestiguado en las Actas del pueblo romano que en el consulado de Apio Junio y Publio Silio (28 de nuestra era), al castigar por su relación con Nerón, hijo de Germánico, a Ticio Sabino y a sus esclavos, el perro de uno de éstos no pudo ser echado de la cárcel ni se apartó del cuerpo de su amo expuesto, exhalando tristes gemidos en las escaleras Gemonia, en medio de un gran corro de ciudadanos romanos, y, al tirarle alguien comida desde allí, la llevó a la boca del muerto. Este mismo se echó a nadar, cuando fue tirado el cadáver al Tíber, intentando mantenerlo a flote, mientras la multitud se aglomeraba para contemplar la fidelidad del animal.” (ob. cit., libro VIII, 145).