Desde el 9 de agosto, la prensa mundial informa de las manifestaciones de protesta que originaron los comicios presidenciales que, por sexta ocasión, “ganó” Alexander Lukashenko en la Respublika Biélarous que oficialmente desde el siglo XIX tomó el nombre de Bielorrusia, que significa Rusia Blanca. Esta nación es un Estado de Europa del Este, situada al Oeste de Rusia y al Este de Polonia. Su capital es Minsk y cuenta con una población aproximada de 10 millones de habitantes. Ocupada por los alemanes de 1915 a 1918, Bielorrusia se proclamó república soviética en 1919, pero el Tratado de Riga, 1921, forzó a la URSS a ceder a Polonia la parte occidental del país, misma que le fue restituida en 1939. El pesado tributo (2.2 millones de muertos) pagado por Bielorrusia durante la Segunda Guerra Mundial y su solidaridad con la Unión Soviética le valieron que, en 1945, por decisión de José Stalin, formara parte de los miembros fundadores de la Organización de Naciones Unidas (ONU).
A fines de los años 80, del siglo pasado, las consecuencias dramáticas de la catástrofe de Chernobyl y el descubrimiento, en las cercanías de Minsk, de una fosa común con los cuerpos de 30,000 víctimas de la sanguinaria represión estalinista motivaron entre los bielorrusos el cuestionamiento del orden soviético. En las elecciones de 1990 se consiguió una mayoría de diputados comunistas en el Parlamento, mismos que proclamaron en julio de aquel año la soberanía de la República.
Desde su independencia, Bielorrusia tiene que enfrentar las dificultades de la transición económica. Buena parte de sus habitantes estiman que el restablecimiento de sus estrechos lazos con Rusia mejoraría sus condiciones de vida. Esta creencia explica la destitución, en 1994, del presidente Stanislav Chuchkevitch que no era muy proclive con Moscú y en su lugar fue elegido el casi desconocido Alexander Lukashenko, rusófilo convencido. Al año siguiente, los bielorrusos por vía del referéndum se pronunciaron a favor de una integración económica con Rusia. Asimismo, un proyecto de unión política entre Minsk y Moscú se puso a consideración. Desde entonces, las relaciones entre ambas naciones han sufrido altibajos, según sea el momento y los humores de sus respectivos dirigentes.
Durante cinco lustros y un año, Lukashenko ha dirigido al país con mano de hierro, cada vez más intransigente y absurdo. Lo ha demostrado en el manejo de la pandemia del Covid-19 que ya ha causado 650 muertes. Admirador del presidente Donald Trump, Lukashenko dice a sus gobernados que el virus es una “total estupidez” y que deben combatirlo acudiendo a la sauna y bebiendo gran cantidad de vodka porque no es más que una “falsa alarma”.
Para su infortunio, los largos 26 años de gobierno no han logrado que Bielorrusia supere sus graves problemas económicos. Su sexta elección es la mejor prueba del descontento popular. El lunes 10 de agosto, tras una larga noche en la que no durmió ni una hora, Lukashenko, con un suspiro de alivio, releyó los resultados de las elecciones que le otorgaban, de manera oficial, el 80,08 por ciento de los votos emitidos en todo el país, frente al 10,12 por ciento obtenido por la candidata opositora Svetlana Tikhanovskaya.
Tikhanovskaya es esposa del “bloguero” y activista Serguev Tikhanovski, que se presentó como candidata de la oposición a la presidencia del país tras el arresto de su marido, que se había postulado como principal rival de Lukhashenko y que actualmente se encuentra en prisión. Tras no reconocer los resultados oficiales y de solicitar la repetición de los comicios, Tikhanovskaya se refugió en Lituania, desde donde se ha dirigido en repetidas ocasiones a los electores bielorrusos, animando a acciones de protesta pacífica y el cese de la violencia del gobierno en el momento de reprimir las manifestaciones que, hasta el momento de escribir este reportaje, han causado 7,000 personas detenidas durante las protestas y tres muertos, y un número indeterminado de heridos. El lunes 17 de agosto, Svetlana se ofreció a dirigir un proceso de normalización democrática organizando nuevos comicios presidenciales limpios.
Desde que se convocaron las primeras protestas, Bielorrusia ha vivido ya tres semanas de huelga y movilizaciones en las principales ciudades del país, aparte de Minsk, sin que los manifestantes acusen señales de agotamiento. Nadie puede adelantar cuando el país podría tranquilizarse. Si la reacción popular continuara —que es lo previsible—, no se descarta la paralización nacional ante la impotencia de Lukashenko, sin sofocar las manifestaciones de protesta definitivamente, pues sabe que está bajo la lupa de la Unión Europea (EU), de muchos países occidentales, incluso EUA, y de los medios de comunicación internacionales.
Sin embargo, la clave de su permanencia como mandatario de Bielorrusia se encuentra en —como sucede en otras partes del mundo, como Venezuela, por ejemplo— la fidelidad de las principales instituciones bielorrusas y del propio gobierno, que si cambiaran de bando pondrían al “eterno presidente” al borde del abismo. El poder desgasta y el tiempo también. Desde 1994 a la fecha han sucedido infinidad de eventos, no solo la desaparición de la otrora poderosa Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), a la que durante mucho tiempo unió su destino. Parece que Lukashenko no lo ha advertido.
Aunque en muchas partes del mundo se ignore incluso dónde está Bielorrusia, su importancia geopolítica es indudable: una especie de amortiguador entre Rusia y los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El martes 18 del presente mes, trataron el conflicto por vía telefónica los presidentes de Rusia, Vladimir Putin, Emmanuel Macron, de Francia, y la canciller alemana, Angela Merkel.
Vladimir Putin consideró inadmisible cualquier injerencia extranjera en Bielorrusia, y puntualizó que, en base a tratados bilaterales, Moscú puede enviar tropas, en caso de que lo solicite el “gobierno legítimo” de Minsk, si se presentara una agresión externa. De hecho, para el Kremlin no es necesario que Lukashenko se mantenga en el poder, únicamente se opone a que Bielorrusia dé la espalda a Rusia y se convierta en un territorio lleno de bases de la OTAN. A su vez, la UE —respaldada por la OTAN, pese a los desatinos de Donald Trump en la materia—, en boca de Merkel y Macron, se pronunció a favor de que se repitan las elecciones en Bielorrusia, cese la represión, se libere a los presos políticos y los detenidos durante las manifestaciones.
En buena medida, el intercambio de llamadas telefónicas entre los mandatarios europeos y el ruso, puede interpretarse como la advertencia de la UE y EUA —a pesar de los desplantes de Trump a los dirigentes del Viejo Continente—, a Rusia sobre las nefastas consecuencias de repetir sus maniobras de 2014 que culminaron con la anexión de Crimea.
Asimismo, Lukashenko denunció como un “intento de arrebatarle el poder” el establecimiento de un Consejo de Coordinación de la sociedad civil propuesto por Svetlana Thikanovskaya. El consejo, compuesto por personajes de distintos sectores, incluye a Svetlana Aleksievich, premio Nobel de Literatura, y se plantea como única meta que el “último dictador de Europa” —como lo llamó la ex Secretaria de Estado de EU, Condoleezza Rice— dimita y garantizar una transición pacífica. La premio Nobel conminó a Lukashenko: “Vete antes de que sea tarde, antes de que tú lances a tu pueblo por un terrible precipicio, el precipicio de la guerra civil. Nadie quiere un Maidán —como se llamó popularmente a la revuelta de Ucrania—, nadie quiere un baño de sangre. Solo tú te aferras al poder y eso puede acabar muy mal”. Más claro ni el agua.
En tanto el descontento popular crece, Alexander Lukashenko se aferra al poder a pesar de las presiones de la comunidad internacional. El “último dictador de Europa” ordenó sofocar las manifestaciones en el país y reforzar la vigilancia de sus fronteras, con especial cuidado a posibles movimientos de las tropas de la OTAN en los países vecinos. El mandatario declaró a la prensa que controla: “Tenemos que tomar medidas y no dudar en desplegar nuestro ejército y equipos en dirección del desplazamiento”, en referencia a posibles incursiones de la Alianza Atlántica en la provincia de Grodno, en las fronteras con Polonia y Lituania.
Lukashenko se atrinchera sin ánimos de capitular frente a las protestas que asolan el territorio bielorruso. Al mismo tiempo, los miembros de la UE se reunieron en una cumbre extraordinaria en la que decidieron no reconocer los resultados de los comicios presidenciales. “Las elecciones no fueron justas ni libres y no cumplieron los estándares internacionales. No reconocemos los resultados presentados por las autoridades bielorrusas”, afirmó el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, al término de esta cita en la que la UE defendió la mediación internacional ampara por el Consejo Europeo, con el fin de propiciar una transición democrática en el país.
El domingo 23 de agosto, se desarrollaron en Bielorrusia las manifestaciones más concurridas de su historia. Aunque no hay cifras oficiales las fotografías aéreas de las marchas en Minsk, permiten a los expertos decir que el cálculo de 250,000 personas en sus calles se quedó corto. Pese a todo, en la jornada dominical no llegó la sangre al río, y el presidente Lukashenko se trasladó a bordo de un helicóptero al Palacio de la Independencia, su residencia oficial, entre fuertes medidas de seguridad. Al descender de la nave, Alexander estaba ataviado con un chaleco antibalas y en las manos portaba un rifle automático, por aquello de las dudas. Era acompañado por Nikcolás, su hijo de 16 años de edad, vestido con uniforme de camuflaje y también con un chaleco antibalas y una ametralladora que según informaron fuentes oficiales, no tenía cargador. Todo un show, cuyo final puede ser sangriento. El régimen acusa a la oposición de estar manipulada por los servicios secretos occidentales. Pronto se sabrá. VALE.