Se fue poco a poco, en lento fade out como acostumbraban las películas en blanco y negro, las únicas que amaba (salvo cuando nos recibía con los minutos precisos en que Marilyn Monroe canta a todo color “Los diamantes son el mejor amigo de la mujer”). En la literatura española de los Siglos de Oro se llama a las ciudades villas y él mismo recurría a Lope de Vega para autocalificarse de El villano en su rincón. Buscaba la soledad y estaba rodeado de afecto: Lo querían Alma, Yolanda y Angelita Peralta, Luis Terán, Julissa, Margarita Luna, Josefina Morales, Silvia Lemus y mientras vivieron Antonieta Figueroa, Carlos Fuentes y Rita Macedo. Carlos Monsiváis le dedicó dos de sus libros. Los taxistas del sitio San Jacinto: Luis, Francisco y Enrique.

Una vez quise saber por qué sus clases de actuación eran tan solicitadas y me contesto no con un secreto actoral, sino con un principio ético; “Les aconsejo que no aplasten a nadie para subir”. Pendiente como ninguno de la palabra de los dramaturgos, me comentaba que los estudiantes comprendían una obra cuando se fijaban no sólo en la trama, sino en las puertas por donde salían o entraban los actores, vale decir en los movimientos escénicos. Intrigada una vez le pregunté por qué Calderón de la Barca era tan admirado y poco puesto en escena y me dijo que por sus escenografías inmensas (en una incluye un río que andaba ahogando a los espectadores) y aquí lo más valioso de su observación, lo contrario ocurre en Alarcón que como en el teatro actual reduce su escenografía a una sala.

Perteneció al grupo teatral Poesía en voz alta. Sus iniciadores fueron Héctor Mendoza y los jaliscienses Antonio Alatorre y Juan José Arreola. Se sumaron los entonces jóvenes Nancy Cárdenas, Juan José Gurrola, Pina Pellicer, Juan Soriano, Juan García Ponce, Tara Parra y Rosenda Monteros, entre otros. Luego llegaron Octavio Paz y Leonora Carrington. José Luis contaba, imitando el español con acento inglés de Leonora: “Lo único, Octavio, es que para hacer la escenografía no hay que leer la obra”. Se unía el talento de los actores con el de los músicos Joaquín Gutiérrez Heras o el inolvidable Raúl Cosío (siempre de tennis). Se montaban las obras en El Caballito y luego en la Casa del Lago. Cuando José Luis Ibáñez toma la dirección, en sustitución de Hector Mendoza, se ponen obras unitarias: Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot o Electra, de Sófocles, que alcancé a ver con Pina Pellicer con coturnos y un vestuario impresionante. A la primera época de Poesía en voz alta pertenece La doncella, el marinero y el estudiante, de García Lorca, breve pieza que José Luis dirigió muchos años después cuando el Auditorio Che Guevara se convirtió efímeramente en teatro.

Reducir a José Luis a este grupo legendario no es justo. Realizó, y con mucho éxito, teatro comercial. A esta vertiente aludía con un “soy promiscuo”. De esas obras la que mejor recuerdo es Mame, con Silvia Pinal y Evangelina Elizondo, basada en Viajes con mi tía, de Graham Greene y que en cine dirigió George Cukor, director predilecto de José Luis. Ya con Gilbert Morris dirigió Alerta en misa, con Enrique Álvarez Félix, y creo que fue la última. José Luis era amiguísimo de María Félix de Enrique y de Alex Berger con quien jugaba canasta, iba al cine y viajaban a Acapulco. José Luis me llevó a que entrevistara a La Doña para un homenaje que le hicimos en el suplemento de El Heraldo cuando lo dirigía Luis Spota. Una obra que nunca aparece entre las que dirigió y que fue muy significativa creo que se puso en escena con el nombre de Encadenados y trataba sobre la situación de los homosexuales en un campo de concentración nazi. El autor es Martin Sherman y aquí la interpretó Enrique Álvarez Félix. (Más sobre José Luis en próximo minicomentario).