Cuando el pueblo decide enfrentarse a la policía sin más armas que los puños, lanzando piedras contra los disparos de gases lacrimógenos durante varios días de protestas callejeras, tras la serie de incendios y explosiones que han causado 160 muertos —número que puede aumentar porque de los casi seis mil heridos alrededor de 200 se encuentran en estado crítico—, así como 300,000 personas que han perdido sus casas, y daños entre 3,000 y 6,000 millones de dólares, la élite gobernante de Líbano tiene muy pocas opciones para hacer frente a tan terrible situación. Una vez más, como tantos otras veces a lo largo de su historia, Beirut vuelve a sufrir la devastación, como un ciclo maldito que se repite una y otra vez: la Ciudad Fénix que renacerá de sus cenizas.

El gobernador Marwan Abboud, conmovido hasta las lágrimas, al recorrer los barrios más dañados, declaró a la prensa: “La situación es apocalíptica, Beirut jamás ha conocido esto en su historia…Casi la mitad de la ciudad ha quedado destruida o dañada…Hubiera dicho que fue un tsunami o incluso otro Hiroshima…Ha sido un verdadero infierno”. El hecho es que el infierno apenas acaba de empezar para los libaneses en general y de los residentes en Beirut en particular. Con las repercusiones políticas que esto puede representar para todo el Oriente Medio.

La tragedia que asoló la capital libanesa en la tarde del martes 4 de agosto, reconfirma la ruina total que padece el país, lastrada por meses de crisis económica que la ha ahogado en la bancarrota y ha puesto en evidencia el abandono en que se encuentran sus infraestructuras. Muchos analistas afirman, rotundamente, que el Líbano es un “estado fallido”, y no están equivocados, la repulsa popular es más que evidente.

Si algo está mal, seguro es que se pondrá peor. Es lo que ha ido sucediendo en Líbano. En marzo último el gobierno declaró el primer impago de deuda de su historia. Mientras la pandemia del coronavirus repite en el país lo que ha hecho en otras partes del mundo, la crisis económica ha arrasado con la clase media: uno de cada tres libaneses ha perdido su trabajo. Casi la mitad de la población —poco más de seis millones de habitantes—, viven hoy bajo el umbral de la pobreza, según datos oficiales. La inflación de productos alimentarios ha aumentado un 109% entre septiembre de 2019 y mayo de 2020, según el Programa Mundial de Alimentos (PMA).

La hecatombe financiera ha provocado despidos masivos en los últimos meses porque la falta de ingresos ha llevado a muchas familias a cancelar sus seguros médicos. El director para Líbano, Siria, e Irak del think thank International Crisis Group, Heiko Wimmen, declaró al periódico El Mundo de Madrid, que “todo el sistema hospitalario de Líbano se está resquebrajando en medio de lo que es —ya lo era antes de las explosiones—… Los hospitales ya se encontraban al límite de su capacidad y ahora esta tragedia les ha hecho llegar a un punto de quiebra. Por un lado, sufrían el impacto de una segunda ola de coronavirus, más fuerte que la primera, también tenían problemas ante las dificultades para importar material médico por la escasez de dólares. Los hospitales de Beirut luchaban además ante los cortes de electricidad, la que sólo tenían acceso entre 12 y 18 horas al día”. En pocas palabras, todo un problema.

 

Repito: si algo está mal, es seguro que se pondrá peor. Ni una semana había transcurrido después de la catástrofe: el estallido de 2,750 toneladas de nitrato de amonio —cuya historia servirá, sin duda, para filmar películas, programas de televisión y escribir innumerables crónicas periodísticas que apenas se pueden creer—, cuando el primer ministro, Hassan Diab —que apenas llegó al poder en enero pasado—, anunció el lunes 10 de agosto la renuncia de su gobierno, en un patético discurso en el que admite que el “crimen” que provocó la indignación pública fue resultado de una “corrupción endémica”, que es “más grande que el Estado” (sic).

El ahora ex primer ministro libanés, quien el sábado 8 de agosto había adelantado que pediría el adelanto de las elecciones parlamentarias, al presentar la renuncia de su gobierno señaló que “da un paso atrás” para poder apoyar a la gente “y pelear la batalla por el cambio junto a ellos”. El esperado e inevitable anuncio lo hizo Diab por medio de la televisión y dijo —en un discurso que fue calificado por propios y extraños como un acto que rayó en el cinismo—, “declaro hoy la renuncia de este gobierno. Que Dios proteja al Líbano”, repitiendo esto último tres veces.

La nada sorpresiva renuncia motivó qué al tercer día consecutivo de protestas en la capital libanesa, a pesar del anuncio de elecciones anticipadas y de la dimisión del gabinete de Hassan Diab, el pueblo volviera a presentarse en la famosa Plaza de los Mártires. Los primeros en llegar al lugar fueron, como siempre, los vendedores ambulantes con recuerdos del lábaro patrio y figuritas de madera con el puño que simboliza la revolución del 17 de octubre. Asimismo, en dicha plaza se dieron cita los manifestantes más violentos que provocaron a las Fuerzas de Seguridad que trataron de controlarlos con gases lacrimógenos. En el lugar había sentimientos encontrados. Si bien muchos se alegraron por la dimisión de Diab y su gabinete, al mismo tiempo temían que de nueva cuenta “lleguen a gobernar los mismos perros con diferente collar”.

Algunas mujeres participantes en las manifestaciones, como Fátima X, declaró a un periodista extranjero: “No, no estoy contenta. Qué más da si ya han buscado sustituto a Diab. Nos llevan tomando el pelo más de 30 años. Esta vez no nos volverán a engañar. Seguiremos manifestándonos hasta que caiga toda la élite política”. Uno de los dirigentes de las manifestaciones, Hassan X, por su parte, dijo: “No nos vamos a ir hasta que nos devuelvan lo que nos han robado. En Trípoli estamos pasando hambre. No hay trabajo. No hay futuro. Queremos que nos devuelvan nuestra dignidad”. Otro más, gritó: “Que se vayan, que se vayan todos, no los queremos”. La verdad es que, a otros de los jóvenes presentes, que ya han sufrido tantos infortunios, les da igual la renuncia del gobierno pues temen que la historia vuelva a repetirse. La desilusión se advierte con las palabras de Miriam X, “la revolución ha vuelto a ganar. Aunque, ¿hasta cuándo?”.

Pese a todo, las palabras de renuncia de Hassan Diab transmitidas por la televisión no son fáciles de olvidar: “¡Qué Dios proteja al Líbano! El sistema de corrupción es más grande que el Estado”, reconociendo que “uno de los ejemplos de corrupción estalló en el puerto de Beirut”.

En su discurso, Diab lamentó que las fuerzas políticas “deberían haber cooperado para ayudar a Líbano y a su gente” (pero) “algunos están viviendo en otra época y no les importa lo qué pasó, lo único que les importa es sumar puntos políticos y dar discursos populistas”. A lo mejor la renuncia fue tardía, debió haber sido casi inmediatamente después de la gigantesca explosión que fue comparada con la bomba atómica que los estadounidenses lanzaron sobre Hiroshima y después en Nagasaki en 1945.

El hecho es que cuando el primer ministro daba cuenta de su renuncia, en el centro de Beirut se repetían los enfrentamientos del pueblo contra la policía, en las inmediaciones del Parlamento. Jóvenes “armados” con resorteras (charpes les llamamos en Veracruz) lanzaban pequeñas piedras contra las fuerzas de seguridad que a sin vez los atacaron con gases lacrimógenos. La policía no reportó heridos o detenidos, aunque los manifestantes sufrieron el picor de ojos y la garganta a más de medio kilómetro de distancia. Lo que debió ser motivo de júbilo acabó siendo otra batalla campal contra los agentes del “orden”. “Hemos regresado a la situación de hace seis meses, nada a ha cambiado políticamente. Lo único que ahora además hemos perdido nuestros hogares. No hay futuro en este país”, agregó otro joven.

El momento representa el fin de un sistema político que nunca resolvió los problemas de fondo. La oligarquía gobernante se ha mantenido en el poder durante tanto tiempo —desde que terminó la guerra civil en 1990–, que será difícil encontrar una figura política creíble, sin vínculos con el pasado para que encabece el nuevo Ejecutivo. De hecho, la idea generalizada es que todo el régimen debe cambiar, de otra forma, todo seguirá igual o casi igual. Las elecciones deben celebrarse lo más rápido posible. La tragedia de la semana pasada, fue lo que dio mayor fuerza al movimiento de indignación que surgió el 17 de octubre de 2019 en Líbano para denunciar la corrupción de la clase política, que ha infectado otros sectores sociales, pero que se desarticuló con la pandemia del Covid-19, a semejanza de lo que ha sucedido en otras partes del mundo.

En fin, la comunidad internacional que exige desde hace años al régimen libanés reformas y luchas contra la corrupción, ha vuelto a mostrar su desconfianza hacia las autoridades libanesas y al pueblo le ha prometido que la ayuda del extranjero se entregaría por medio de ONG y no del gobierno. A ese grado llega la desconfianza. Pobre Líbano, digno de mejor suerte. VALE.