Por Javier Vieyra Galán

…Moctezuma, el doliente.

Alfonso Reyes, Visión de Anáhuac.

 

La genialidad de Alfonso Reyes es lo suficientemente formidable como para encontrar en cada una de sus líneas un epígrafe. En estas notas, se podrá encontrar un intento por demostrar dicho prodigio, tomando como ejemplo el que el lector acaba de observar. No es casual, debo decir, su coincidencia temporal con las conmemoraciones con las que Visión de Anáhuac, 1519 se encuentra relacionada y es posible que esta relectura poco pueda contribuir a las muchas interpretaciones del texto de Reyes y los acontecimientos históricos, pero se me muestra irresistible la oportunidad de ahondar en la apreciación que don Alfonso realizó del más incomprendido de los tlatoanis: Moctezuma, agregaría yo, el del paraíso perdido. Palabras más palabras menos, estos párrafos tienen el objetivo de encontrar una respuesta al por qué Alfonso Reyes lo llama, casi misericordiosamente, el doliente.

Así pues, al adentrarnos en la epifanía del encanto que representa Visión de Anáhuac, 1519, Alfonso Reyes nos presenta prodigiosamente una alegoría del emperador divino con todos sus destellos: majestuoso, espléndido, enigmático, cifrado y distante. Nadie puede mirarle el rostro, nadie puede tocarle. Moctezuma es un mito en sí mismo y también la víctima preferencial del poder, el depositario de la parafernalia popular. Él representa la figura política, pero su pueblo lo impregna de la esencia mística. Si los gobernados creyeron en la religiosidad de su gobernante y, más importante todavía, si Moctezuma mismo lo creyó, no hay motivos por los que el concepto de su divinización no se encontrara dentro del plano de la realidad.

 

El emperador es, al mismo tiempo, una suerte de personalización de la patria mexica: el rey de la tierra, el vínculo con los dioses, la confluencia de los destinos. Tal grandeza no es conmensurable, pero tampoco lo son sus consecuencias, pues a Moctezuma nunca le es permitido parecerse a los demás, a los mortales, y su soledad, escondida tal vez detrás de la autosuficiencia, es una característica ineludible de su existencia. Abstraído en la suntuosidad del palacio, perdido entre la neblina que besa el agua del lago y sabiéndose resguardado por los volcanes, Moctezuma ve pasar el tiempo en un éxtasis de piedra. Si tan solo en la costa de Veracruz se acabara el mundo…

Llega entonces la crueldad de lo repentino. Cometas, incendios y fantasmas logran romper la paz del gran señor y auguran algo espantoso. La duda y la incertidumbre por sí solas le crean a Moctezuma un vacío en el estómago, una antesala de la debilidad. Cuántas preguntas y cuántas respuestas erróneas le habrán cruzado por la cabeza, qué brutalidad la del suspenso laberintico que lo encierra. Cuando cae en la cuenta de que el reloj empieza a correr marcha atrás, a Moctezuma únicamente le queda justificarse los hechos: ¿quiénes son?, ¿qué quieren?, ¿a quién sirven?

Moctezuma sufre. Más que nadie, es consciente de que él debe recibir a los extraños, mostrar el rostro y dar su nombre a la derrota. Hernán Cortés le vence desde el momento en que el emperador sabe que sus naves, como montañas flotantes, se visualizan en el mar. La figura del conquistador, como la serpiente a Eva, le seduce hasta los extremos del deslumbramiento, pero igualmente le produce el más hondo de los terrores. A Moctezuma lo reduce y lo aletarga el miedo, lo humaniza. El temor hace que el tlatoani caiga súbitamente de su nube de divinidad y se vea como un hombre común; esta es probablemente su verdadera tragedia: la conciencia de su desacralización a través de algo tan trivial, tan poco digno de un semidiós, como el miedo. He aquí la razón que, considero, tiene Alfonso Reyes para llamarlo “doliente” en toda la amplitud del vocablo y más allá de las versiones históricas. Sin lágrimas que le alcancen para llorar, Moctezuma debe asimilar su destronamiento y abandonarse a su suerte.

 

No puedo, en este punto, dejar de mencionar que existe una fascinante analogía entre lo sucedido a Moctezuma y un episodio muy particular que menciona el Evangelio según San Lucas, cuando Cristo ora en Getsemaní. Es en este momento en el que el Hijo de Dios (el que le devolvía la vista a los ciegos, multiplicaba panes y resucitaba difuntos) sufre de un miedo escalofriante a la muerte que le aguarda; incluso suplica al Padre que lo salve de su destino, pero al no hallar respuesta lo asume con resignación. El miedo, al igual que a Moctezuma, lo ha desacralizado y vuelve del huerto a encontrarse con sus captores para iniciar su Pasión. Es decir, como resulta altamente improbable asesinar a un semidiós o un dios encarnado, era necesario que Cristo se deshiciera de su aura divina para ser crucificado y esto se logra gracias al temor que siente durante el pasaje bíblico. Probablemente, la derrota del imperio mexica pueda verse por este mismo cristal, pero el tema merecería un ensayo aparte.

Volviendo al personaje de Moctezuma, sobra decir que, como lo señaló Alfonso Reyes en Moctezuma y la Eneida mexicana, el emperador además debe entregar a su pueblo para la gloria de los invasores, al igual que el rey Latino frente a los troyanos, asumiendo así el peso de la Historia.

Complementariamente, no debe perderse de vista que si bien Moctezuma pudo reconocer en algún momento a Cortés como Quetzalcóatl y a Alvarado como Tonatiuh, Cortés y Alvarado, al contrario y a pesar de haber escuchado de su grandeza en el camino, siempre lo supieron un hombre; aunque no en primera instancia, ellos supieron que fácilmente hubieran podido tocarle y mirarle el rostro si querían. De hecho, puede que sea Malintzin la principal protagonista de la tragedia del emperador, pues es capaz de convertir al rey en casi en un juguete ventrílocuo. Cuando Moctezuma debe comunicarse con Cortés forzosamente a través de ella, la intérprete tiene el poder de las palabras del mismo tlatoani en la boca y puede hacer con ellas lo que quiera, arrebatándole también el simbolismo sagrado que poseía la palabra en el título del gobernante mexica y su cultura. En cuanto a las masas del pueblo, Moctezuma después de perder su dignidad divina, dejará de existir como tal también para su gente y para los siglos venideros; su muerte pasará desdibujada en medio de la épica de la Conquista y su fama será expuesta a las cruentas parcialidades de las generaciones posteriores.

Desde el horizonte de la magna inteligencia, Alfonso Reyes se da a la tarea de redimir al emperador con las tres palabras de su epígrafe ciertamente porque, al igual de lo que sucede con Cristo, ambos tienen en sus circunstancias tristezas y tragedias semejantes, aunque cada quien en su justa dimensión. Reyes siente una empatía conmovedora por Moctezuma porque él también supo lo que es vivir como príncipe destronado, como se lo escribía a Antonio Caso, y también experimentó la caída del cosmos a la tierra cuando la muerte de su padre le representó el inicio de una vida de larguísimas penas y angustias, despojado de todo, después de haber nacido y crecido en la comodidad de la elite porfiriana. Alfonso Reyes sentía el dolor de Moctezuma y lo portaba como el símbolo de honor de los caídos en muchas de sus obras.

La evocación que Reyes hace del gran César del Anáhuac rescata del recuerdo una desdichada figura que hasta ahora sólo ha inspirado pinturas opacas y operas lúgubres, y, de la misma manera, la vuelve un espejo de todos: no olvidéis que somos humanos, no olvidéis que todos caemos y que en peores cosas nos convertimos cuando lo hacemos.