Por Patricia González Garza y Gerardo Trujano Velásquez

Una crisis política no es un fenómeno que surge de la noche a la mañana. Por el contrario, esta resulta de la confluencia de fallas estructurales en ámbitos sociales, culturales, civiles, económicos e incluso religiosos. Hoy en día, Líbano pasa por una de las mayores crisis de su historia contemporánea y con ella incrementa el riesgo al escenario de inestabilidad de la región del Medio Oriente.

El descontento social en Líbano es relativamente antiguo, ya que proviene de deficiencias en el sistema político y económico. Políticamente hablando, la falta de gobernabilidad tiene sus raíces en un sistema confesional, que divide el poder político entre las tres comunidades religiosas más grandes: musulmanes chiitas y sunitas y cristianos maronitas; dándole prioridad a sus intereses y fomentando la corrupción y la falta de transparencia.

Aunado a las fallas de la estructura política del país, la carencia de políticas públicas para resolver cuestiones como la falta de estabilidad en las redes eléctricas del país, el insuficiente acceso al agua potable y la ineficiencia en los sistemas de salubridad e higiene son tan solo algunos ejemplos de la inoperancia de la administración pública.

En términos económicos, Líbano tiene antecedentes de inestabilidad y déficit. En 1997, el gobierno adoptó un tipo de cambio fijo de la moneda con el dólar estadounidense. Desde entonces, el sistema económico ha tenido dificultad para tratar con la crisis de liquidez y atraer inversión extranjera: en 2019 el PIB alcanzó su punto más bajo en la historia, y la deuda llegó a niveles nunca vistos.

Ante la escasez de dólares, a finales de 2019, el ex Primer Ministro, Saad Hariri, implementó un programa de austeridad con el que buscaba reducir el déficit y mantener el tipo de cambio fijo. La estrategia se tradujo en el impopular aumento del impuesto al valor agregado en 15 por ciento.

La convergencia de estos factores provocó en la sociedad un sentimiento de insatisfacción hacia el gobierno, que se propagó desde Beirut hasta Tiro. El descontento social comenzó a hacerse notar a mediados de octubre de 2019, cuando miles de personas salieron a las calles a protestar las medidas fiscales presentadas por el gobierno.

Los protestantes exigían la caída del régimen, nuevas reformas económicas y sociales y rendición de cuentas de los líderes políticos. Por su parte, en su afán por terminar rápido con las protestas, el gobierno respondió con el uso de la fuerza indiscriminada en contra de la sociedad civil. La pésima gestión de la crisis provocó la dimisión de Hariri como Primer Ministro el 18 de diciembre.

Al día siguiente, Hassan Diab fue designado como Primer Ministro de Líbano, con el apoyo de grupos sectarios como Hezbollah. Esto provocó un aumento, tanto de las protestas como de la violencia por parte de las fuerzas armadas. En enero de 2020, Diab formó un nuevo gabinete con 20 ministros, trayendo pseudo-estabilidad al país, mientras la violencia aumentaba en las calles.

A pesar del uso indiscriminado de la fuerza por parte de las autoridades y las órdenes de confinamiento obligatorio, el movimiento ciudadano no pudo ser contenido. Mientras el gobierno suspendió pagos de ayuda externa, los civiles seguían con protestas exigiendo rendición de cuentas y transparencia.

Por si fuera poco, la explosión de una bodega en el puerto de Beirut el pasado 6 de agosto ha dejado, al menos, 220 personas muertas y 6,000 heridos, con una pérdida económica de varios miles de millones de dólares; pero, quizá lo más importante es que demostró la negligencia del gobierno hacia la seguridad de la población. La falta de gobernabilidad fue más que clara el 10 de agosto, cuando Diab y su gabinete completo dimitieron, con la promesa de quedarse en el poder por dos meses, hasta que se puedan llevar a cabo elecciones.

Si bien ha habido protestas anteriormente, las manifestaciones que se viven hoy en día en Líbano no tienen precedentes: en el pasado, las protestas eran dirigidas por partidos políticos y movimientos ideológicos; mientras que hoy son impulsadas por el ideal común de tener un gobierno funcional, que permita el desarrollo integral de la nación.

El consenso social dentro del movimiento en contra del gobierno representa una clara amenaza al statu quo y a los intereses de la élite política, que por décadas ignoró las necesidades de la población. Definitivamente, la unión hace la fuerza.

Patricia González Garza es alumna de la Licenciatura en Relaciones Internacionales en la Facultad de Estudios Globales.

Gerardo Trujano Velásquez es profesor y coordinador académico de la Facultad de Estudios Globales.