¿Qué calificativo para el personaje?
Al comenzar a escribir me he preguntado por el calificativo que mejor cuadraría al presidente estadounidense después de sus escandalosas declaraciones sobre la próxima elección presidencial. De las diez o más que alguien enumeró: perverso, deleznable, inmoral o amoral, etc., me decido por predador.
También hay comentaristas que, con buenas razones, le califican de dictador, como la famosa periodista Masha Gessen, quien —informa Jesús Silva-Herzog Márquez— en un ensayo publicado hace unos cuatro años en el New York Review of Books, dijo que Trump era no solo un demagogo y un indecente oportunista, sino el primer hombre que se postuló para ejercer de dictador de Estados Unidos.
Esta periodista rusa, crítica feroz de Putin, del que escribió una biografía, también dijo, textualmente, en una entrevista a The Guardian, publicada el 27 de junio pasado: “Nunca pensé que lo diría, pero Trump es peor que Putin” (‘I never thought I’d say it, but Trump is worse than Putin’).
Las maldades y torpezas del predador
Son tantas y además escandalosas muchas de ellas, que no sabe uno por dónde empezar: quizá por el principio, cuando en vísperas de la elección presidencial de 2016, el candidato Donald Trump, racista y mentiroso, empleó la calumnia y el insulto a los inmigrantes mexicanos, tildándolos de “criminales”, “narcotraficantes” y “violadores”; dijo que los musulmanes eran “terroristas” y les prohibió la entrada al país. Finalmente, en consonancia con tantas mentiras e insultos, calificó a estos últimos de “hordas de invasores”, gente de “países de mierda”, poblados de negros.
Las expresiones e insultos racistas, que, por supuesto, nos indignan a los mexicanos, a quienes nos receta, además, el muro fronterizo, tan inútil como ignominioso, pero que —dice el personaje, con increíble desfachatez— gracias a Dios que lo tenemos, porque México está sumamente infectado de coronavirus y el muro frena su propagación hacia el norte.
Han ido además estas expresiones acompañadas de disposiciones legales y actos de autoridad violatorios de derechos humanos y otros derechos de los inmigrantes: por ejemplo, el confinamiento en jaulas, como si fueran animales, de niños inmigrantes.
Asimismo, la amenaza de revocar el programa DACA, que protege de la deportación a jóvenes indocumentados, los “dreamers”, que son alrededor de 750,000. Aunque últimamente el presidente, en una maniobra electoralista, ha prometido renovar los permisos y ofrecer además la ciudadanía a algunos de estos “dreamers”.
Queda por recordar que las reiteradas expresiones racistas del presidente no hicieron sino contribuir a la atmósfera de odio al inmigrante, sentimiento existente en un amplísimo segmento de la población, atizado por políticos, líderes de opinión e incluso académicos. Un odio que, en el caso de los migrantes mexicanos, produjo la masacre, el 3 de agosto de 2019, en El Paso, Texas, perpetrada “contra invasores hispanos”, por un blanco supremacista, que dejó un saldo de 22 muertos y 26 heridos.
La enfermedad de racismo que sufre Estados Unidos cobra, más visiblemente, víctimas entre la población negra y es precisamente el asesinato del afro estadounidense George Floyd, el 25 de mayo, perpetrado por oficiales de policía que lo tenían detenido, lo que ha provocado la indignación general y dio lugar a que el movimiento Black Lives Matter, iniciado en 2013, se activara, y a que se multiplicaran manifestaciones —no exentas de disturbios— en Minneapolis y otras ciudades —más de cien— de Estados Unidos y del mundo, contra el racismo y la brutalidad policiaca.
Trump, incapaz de mostrar compasión y empatía con los deudos de Floyd y con las víctimas de la violencia policiaca, se concretó a hablar de los desórdenes y vandalismo producidos en las manifestaciones, declarando que el gobierno asumiría el control de la situación, pero “cuando comience el saqueo, comenzará el tiroteo”.
Este fue un desafortunado comentario similar al del controvertido exjefe de policía de Miami, Walter Headley, quien, en diciembre de 1967 amenazó con balear a los delincuentes; y, peor aún, parecido a uno de George Wallace, exgobernador segregacionista de Alabama y candidato presidencial —Obama, por cierto, llamó al mandatario supremacista blanco y lo comparó con Wallace—.
El tuit de Trump, fue considerado por Twitter como “incitación a la violencia”. Además, su conducta enviando agentes federales, incluso grupos de élite de la Patrulla Fronteriza a Portland, Albuquerque y Chicago; y mostrándose, después de que la policía dispersara por la fuerza a manifestantes, frente a una iglesia, sosteniendo en alto una biblia, lo están perjudicando en su carrera a la reelección.
Yo, por mi parte, no omito señalar que la escena de la iglesia y la biblia, “escalofriante” para la mencionada Masha Gessen, me hace pensar en Erdogan orando en Santa Sofía. Ambos, el estadounidense y el turco, manipulando políticamente las creencias religiosas.
También está cobrando factura política al neoyorkino la incompetencia de su gobierno para enfrentar la pandemia del coronavirus, comenzando por las irresponsables recetas de medicamentos, que da el presidente y provocaron intoxicaciones y quizá algún fallecimiento, y siguiendo con el desmentido que hace a los médicos y expertos —que reprueba, pero en silencio, el prestigiado doctor Anthony Fauci, jefe del equipo médico—.
Mientras lanzaba, sin ton ni son, acusaciones y ofensas a China por la creación en laboratorio, del “virus chino”, y se presentaba, macho, sin cubre bocas, la epidemia se convertía en desastre, como lo muestran elocuentemente, entre otros, estos ejemplos actuales: durante la última semana la media de fallecimientos en Estados Unidos superaba los mil, mientras que Alemania mostraba cuatro muertos diarios. Sin hablar de la economía, que está lejos de remontar.
Otro escenario de la catastrófica gestión presidencial de Trump es el internacional, en el que, bajo la divisa de America First, optó por el aislamiento, nada espléndido, de Estados Unidos con lo que necesariamente cede el liderazgo que ostenta, como árbitro del mundo, a otra potencia.
Al mismo tiempo, ha declarado la “guerra fría” a China, la segunda potencia mundial. Esta “guerra fría” que, sin embargo, solo es para John Bolton, el “halcón” enemistado con el presidente, una maniobra electorera. Aunque Mike Pompeo, el secretario de Estado, actuando en este teatro, declare, amenazante, que las relaciones con Pekín se mantienen “sobre la base de la desconfianza y de la verificación”.
Enfrentado políticamente a la Unión Europea, Trump ha cancelado de hecho la alianza atlántica que pudo lidiar durante la guerra fría con la Unión Soviética y sus satélites, así como con China, y que hizo posible la vida internacional sin graves turbulencias en las tres décadas siguientes a la caída del Muro de Berlín.
Hoy Trump tiene desplantes frente a Ángela Merkel, la líder virtual de Europa, provoca y agrede con el retiro de tropas estadounidenses de Alemania, y solivianta a otro payaso, el premier británico Boris Johnson, prometiéndole un ambicioso acuerdo económico que sustituya el pacto con la Unión Europea al que renunció el Reino Unido con el error llamado brexit.
El estadounidense ha provocado turbulencias innecesarias y riesgosas con su política en Medio Oriente, obsesionado en derruir —esa es la palabra— el acuerdo nuclear de los miembros del Consejo de Seguridad y Alemania con Irán, solo porque fue Obama quien lo negoció. Turbulencias, igualmente, por sus alianzas, que llamo impías, otorgando a Israel reconocimientos contrarios al derecho internacional y que vulneran gravemente al pueblo palestino; y aliándose a la dictadura musulmana de Saudi Arabia, en manos de un asesino.
Émulo de Putin, al que admira y procura no criticar, hay indicios sólidos de la complicidad de ambos para que expertos informáticos rusos intervinieran en la campaña electoral de 2016 con informaciones falsas en perjuicio de Hillary Clinton. Por esa razón el tema fue objeto de la investigación de un fiscal especial y hoy mismo el equipo de campaña de Joe Biden está preocupado de que pueda darse nuevamente una interferencia rusa en la campaña por la presidencia.
Ya que hablamos de esa región, recuérdese el escándalo provocado por la revelación de las presiones de Trump al presidente ucraniano Volodímir Zelenskky para obtener información de Ucrania que comprometiera a Joe Biden. Recuérdese que el escándalo dio lugar a que se sometiera a impeachment al mandatario estadounidense.
También es lamentable el sainete que armó el estadounidense con el dictador norcoreano Kim Jong-un, que trató de vender como alternativa al pacto nuclear con Irán y que resultó un fiasco: el coreano toreó al “viejo chocho” —como lo llamaba— quien no consiguió la más mínima concesión sobre el programa nuclear de Pyonyang.
Trump se ha dedicado a desacreditar y a debilitar a los organismos internacionales y al multilateralismo: retiró a Estados Unidos de la Unesco en 2017, “por su continua discriminación a Israel”, y en este 2020 entró en controversia con la directora general del organismo cuando amenazó con bombardear monumentos que son patrimonio cultural de Irán. Se está retirando, asimismo, de la OMS a la que, con motivo de la pandemia del coronavirus, acusa, gratuitamente, de estar controlada por China.
Aires de dictador
Trump está desesperado ante lo que revelan los sondeos, a menos de cien días de la elección presidencial, en los que su incompetencia para enfrentar la pandemia y su insensibilidad y prejuicios que le han impedido desactivar la violencia antirracista, lo colocan 10 puntos detrás de Biden, su adversario demócrata. La senadora Kamala Harris, que suena como vicepresidenta con Biden, recalcó que el presidente “está horrorizado, porque sabe que perderá el próximo 3 de noviembre”.
Ante esto, el personaje ha hecho declaraciones y ha recurrido a planteamientos que son inconcebibles en una democracia y entre demócratas, pero no son en su caso, habida cuenta de su vocación de dictador, a la que hace referencia Masha Gessen y muchos otros analistas.
Por una parte, en una entrevista en la cadena Fox, cuando el periodista le preguntó si aceptaría el resultado de las urnas, respondió: “No voy a decir que sí”, lo que es escandaloso y alarmante; inconcebible. Sin embargo, los expertos tienen como posibilidad que el presidente no acepte perder los comicios. Así lo piensa y explica Lawrence Douglas, en su reciente libro ¿Adónde va él? Trump y la inminente crisis electoral (Will He Go? Trump and the Looming Election Meltdown in 2020).
El mandatario ha sugerido, retrasar las elecciones, en virtud de que el confinamiento obligado ante la pandemia haría necesario emitir el voto por correo, lo que —dice— propicia el fraude. Afirmación gratuita, sin base alguna.
Sin embargo, aunque Trump lo sabe y sabe, además, que la decisión de retrasar las elecciones es facultad del congreso y no del presidente, hace comentarios sobre los fraudes, para desacreditar los comicios que, prevé, perderá.
En pocas palabras, Trump está empleando toda clase de argucias para no soltar la presidencia, gane o pierda la elección.
Al escribir estos comentarios recordé que Luis XVI fue guillotinado por atentar contra el Estado, el funcionamiento de los órganos del gobierno y por traición a la patria y sus instituciones.
¿No es lo que hace Trump?
