“La prisión es una tremenda educación
en la paciencia y en la perseverancia”.Nelson Mandela
Este 29 de septiembre, la actual sede del Archivo General de la Nación cumplirá doce décadas de haber sido inaugurada por el presidente Porfirio Díaz como la cárcel más moderna de América Latina, y como ejemplo de los alcances que el porfiriato daba al régimen punitivo como parte fundante del sistema carcelario del país.
Concebido bajo el esquema panóptico ideado por el filósofo inglés Jeremías Bentham y cuyos represivos alcances psíquicos fueron descritos por el filósofo francés Michel Foucault, el proyecto aprobado por el titular del ejecutivo mexicano fue el presentado por los ingenieros Antonio Torres, Antonio M. Anza y Miguel Quintana, quienes diseñaron el proyecto que se construyó en solares de Lecumberri, perteneciente a una familia vascongada en la vieja colonia de La Bolsa, ubicada justo atrás de los patios de maniobras de la Estación Central de Ferrocarriles de San Lázaro.
Conformada por su torre vigía y un total de 7 crujías que albergaban 804 celdas, destinadas para 800 presos varones, 180 mujeres y 400 menores de 21 años cumplidos, contó además con su edificio de Gobierno, salas de juzgados, talleres, enfermería, área de cocinas y comedores, y una panadería.
En 1908 la fiebre punitiva y represora del porfiriato obligó a ampliar las instalaciones a fin de albergar a 996 internos de alta peligrosidad; este espacio carcelario más que como Cárcel Modelo o Penitenciaria pronto fue conocido como El Palacio Negro de Lecumberri, nombre adjudicado por presos y sus familiares en función de las leyendas carcelarias y la indignante violencia gubernamental ejercida en contra de los prisioneros.
Pese a la sobria arquitectura neoclásica del conjunto penitenciario, en el imaginario colectivo su imagen urbana se relacionó con el horror y la degradación como parte del infierno carcelario que, con tanto ahínco, combatió Don Ponciano Arriaga desde que fuera un simple ayudante de juzgados y que luego, desde la palestra constituyente, en 1856 denunció convenciendo a los integrantes del Congreso a adoptar un sistema de reinserción social por sobre el penitenciario, cuyas debilidades y aberraciones ya entonces eran públicas y notorias.
El aporte de Arriaga quedó en puras buenas intenciones: durante el porfiriato se afincó el sistema punitivo sajón, lo que justifica esa necesidad de construir una cárcel estilo inglés para conseguir que todos y cada uno de los internos se sintiera vigilado noche y día, lo que llevó a muchos de ellos a enloquecer.
El vetusto edificio albergó entre sus altos muros a presos célebres y, en la segunda mitad del siglo XX, a todos los presos políticos de un régimen autoritario que sobrepobló sus crujías con más de 3, 800 internos; este hacinamiento obligó a su cierre en 1976 y, seis años después, a su adjudicación al Archivo General de la Nación, metamorfosis que da un sentido asertivo a la máxima de Nelson Mandela, cuya perseverancia y paciencia transformó su reclusión en ese proceso educativo, colectivo y popular, que le llevó a ocupar la primera magistratura del país que lo segregó y encarceló por el simple hecho de ser negro.